En La Ley

Un drama que escenifica una sociedad distópica dirigida por mujeres que se acogen a una nueva moral

Foto de Irène Zóttola

Hace solo un par de meses pudimos ver El fin de la violencia, un vía crucis apocalíptico escrito por Sergio Martínez Vila, un texto con mayor densidad y pretensión que este que nos encontramos ahora. Tanto aquel como En La Ley, viven unidos conceptualmente por el desastre. Aquí, a primeras de cambio ya persuade el hecho de que la Sala Cuarta Pared se haya transformado escenográficamente para introducir al espectador —circularmente— en ese espacio remoto dentro de un bosque, donde apenas suena el canto de los pájaros. Nos hallamos en el 2047, y si hacemos caso a las predicciones de Ray Kurzweil, ya habremos, entre otras cosas, alcanzado la singularidad. Y es que me parece importante, hoy en día, que las obras de ciencia-ficción afinen un poco más en su visión futura; si no quieren desfasarse tanto como aquellas de los años setenta. Es fácil acordarse de Cuando el destino nos alcance, donde una bicicleta estática servía para producir electricidad, como ocurre precisamente aquí. Viene todo esto porque el montaje, aunque aborda un género muy poco trabajado en el teatro, enseguida se torna viejo y manido. Seguramente porque el cine lo ha desgastado, hasta que han llegado propuestas en verdad excepcionales como las series Black Mirror y El cuento de la criada. La primera, como bien se sabe, se apoya fundamentalmente en cómo nos influirá una tecnología que nos va invadiendo a marchas forzadas. Mientras que la segunda establece una sociedad profundamente patriarcal y religiosa, donde la infertilidad es acuciante y las mujeres están sometidas, ya sea por su consideración de reproductoras, ya por su papel de esposas subsidiarias; además del hecho de idear todo un lenguaje eufemístico o tergiversador, como sí ocurre en esta. Claramente, en la visión de Martínez Vila, no entra la cuestión tecnológica o informática, lo que me parece un error; puesto que de lo que se nos informa en el programa de mano es de que nos situamos en algún lugar de la Península Ibérica devastada por «la guerra y los cambios climáticos». Insisto en que es un planteamiento desfasado, poco creíble, del que surgen muchísimas preguntas. Parece que para entonces si se va la luz, no habrá máquinas capaces de autoabastecerse, por ejemplo. Lo que chirría en este asunto es que acepte que se puede dar el caso de una nueva microsociedad de tan solo veintidós individuos, pero rodeados de otros que son sus enemigos. Aunque, claro, quizás haya que zanjar el tema y enfocarlo todo hacia el proyecto antropológico, religioso y político. Nos topamos con esta pequeña tribu autosometida por una Ley, por un nuevo contrato social de carácter primitivista, organizado por mujeres —debe reseñarse que el papel que juegan los varones es básicamente el de semental o el de súcubo turbador—, con pulsiones horizontales en la gestión del poder y con una curiosa aquiescencia a la hora de perder su identidad personal. Llama la atención que en el inicio ellas repitan diferentes mantras, normas que deben marcarse a fuego en su conciencia, como rezos de su fe. O esa idea acerca de deshacerse poco a poco del nombre propio o de que todo haya de ser repartido igualitariamente a cada momento, como un abrazo, por poner un ejemplo. Pero las tensiones son crecientes, las actitudes diversas y las disputas constantes. Carmen Mayordomo, con su poderío habitual, permea las acciones de dureza, impone fuertemente su autoridad; aunque sea para recordar La Ley, y esto permite cohesionar la atmósfera. Por otra parte, Ángela Boix hace, efectivamente, de Sara (princesa, la primera esposa) quien acepta que la preñen de mala manera en una de las escenas más salvajes, una fecundación de supervivencia, sexo animal carente de erotismo. El cubridor es Carlos Troya un tipo inocentón, que intenta encontrar su lugar, que irrumpe con cierta altivez; pero que rápidamente muestra sus debilidades psicólogicas. Luego, tenemos la relación entre Sara y ese inquietante ser que viene fuera de La Ley. Fabián Augusto Gómez Bohórquez interpreta con extrañeza al mejor personaje de toda obra; a lo mejor un padre, o un daimón anunciando la fatalidad con sus perturbadores ruidos y su tono satírico. Cierra este elenco, estupendamente conjuntado y dirigido por Juan Ollero (su labor resulta esencial para controlar la dispersión escénica), Begoña Caparrós, que se encarna en Amparo, toda una sufridora, quizás algo escorada en su debilidad; pero que nos entrega a la eterna paridora, casi una fabricante de descendientes que sostengan la esperanza de un futuro. Por otra parte, el montaje estéticamente posee potencia y nos llega a sugestionar en distintas fases (como los desenlaces). Y a todo esto ayuda el espacio escénico de David Orrico, que ha sabido aprovechar la disposición de los elementos para envolvernos; él mismo se responsabiliza del espacio sonoro, junto a Tagore González, muy pertinente para configurar ese hábitat ruinoso. En La Ley logra una credibilidad ambiental que dramáticamente nos llega a conmover; pero que textualmente no termina de romper hacia alguna vertiente inexplorada o concreta que nos permita replantearnos moralmente hacia dónde se dirige nuestro mundo.

En La Ley

Texto: Sergio Martínez Vila

Dirección: Juan Ollero

Reparto: Carmen Mayordomo, Ángela Boix, Begoña Caparrós, Carlos Troya y Fabián Augusto Gómez Bohórquez

Espacio escénico: David Orrico

Vestuario: David Orrico y Sara Bacigalupe

Ayudantes de espacio escénico: Sara Bacigalupe e Isis de Coura

Espacio sonoro: Nerval (David Orrico y Tagore González)

Fotografía: Irène Zóttola

Sala Cuarta Pared (Madrid)

Hasta el 16 de septiembre de 2016

Calificación: ♦♦♦

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