Catorce piezas que se enhebran en un montaje apocalíptico sobre las posibilidades de la desobediencia

Se podría afirmar que la obra que nos presenta en la Cuarta Pared Sergio Martínez Vila es milenarista; aunque sus personajes no esperan la venida de Cristo, sino que se ven impelidos a la rebelión. Subtitulada: «Un manual escénico de desobediencia civil», se vertebra en catorce estaciones como un vía crucis sincrético. Digamos que el proyecto es ambicioso, quizás demasiado para los medios con los que ha contado. Tres actores que interpretan múltiples papeles en escenas muy diversas, tanto en contenido como en estilo. El conjunto, ya lo adelanto, es vigoroso, exigente y profundo; pero, como vamos a ver, resulta desigual para lo que promete. La pega inicial que le veo —como a casi todos los acérrimos seguidores de la narraturgia— es que la narración comienza abrumándonos y, después, continúa —en cuanto puede— más por el camino del sermón proselitista. Por lo tanto, el prólogo inicial no me parece en nada sugerente, sino excesivamente explicativo e innecesario, puesto que ya habrá tiempo de que nos enteremos de que el sol no ha salido en ningún lugar de la Tierra. Pongámonos, efectivamente, apocalípticos. Así ocurre en el relato bíblico de la crucifixión o en la muerte de Prometeo, o de Buda, o de Osiris… Debemos recordar, tal y como se señala en la propia función, que se enmarca con aquella visión cosmológica sobre la era de Acuario y la segunda venida de Cristo (algún ungido) a salvarnos (como ya he dicho antes). Tres días, lógicamente, es el tiempo que transcurre en esta escenificación; luego deberá llegar algún tipo de resurrección o, mejor, según el autor, de insurrección. En una de las teselas iniciales («El fin del espectáculo») se nos cuenta un macabro episodio de Gran Hermano en Italia, como un avance a la imperante deshumanización que les espera en esa situación inédita (pero lo dicho, demasiada narración). Varios padres llevan a sus hijos al colegio. Una madre es la única que critica la actitud de sus conciudadanos: «¿Por qué la gente va al trabajo?». De ahí pasamos a «El fin de la familia», relato cargado de ironía sobre una mujer exponiendo las virtudes de su comuna: «Los niños no tienen un solo referente, tienen a la comunidad entera como espejo», mientras la escucha su marido (un hombre con el rostro cubierto por el anonimato). No debe chocar, puesto que resulta coherente con la perspectiva alegórica del dramaturgo, la inclusión de la pieza mitológica en la que Prometeo acude al despacho de Zeus en busca de «trabajo» como esclavo. Un sarcástico ritual fáustico que nos expone el panorama laboral de nuestra actualidad. No falta el discurso político con cinismo y con sarcasmo a partes iguales, trufado de una insoportable sinceridad: «diles que tú y tu partido trabajáis para una élite financiera». Y se lo puede permitir porque aquel candidato es un ungido más. Me sobra el cuadro metateatral en el que se escenifica a un soldado apuntando a una mujer embarazada; no por la imagen y la referencia a la Guerra Civil, sino por esa explicaciones: «a uno de los intérpretes para los que esta pieza fue escrita se le preguntó qué imagen le venía a la cabeza cuando pensaba en la desobediencia». Es esa insistencia de muchos dramaturgos de querer presionar al respetable hacia un discurso sin matices. Más potente se muestra el encuentro entre Cristo (absolutamente desnudo) y el papa Francisco, solicitando la absolución antes de la muerte. Visualmente es el fragmento que más encaja con la estética propuesta y que nos entrega el esbozo de un paso de Semana Santa. Una de las últimas estaciones es «El fin del trabajo», donde se le enseña a unos niños cómo escapar de tal alienación. En el desenlace nos topamos con una mezcla lo suficientemente ambigua o escéptica como para aceptar que «el fin de la violencia llegará cuando deje de asustarnos». Seguramente sea un tanto disperso el conjunto y unos sketches funcionan mejor que otros, aunque planea una extrañeza que nos incita a desear comprender. En otro orden de cosas está la propia plasmación escénica de todo este embrollo. Únicamente tres actores se encargan de los veintitantos personajes. De ellos, Esther Blanca es la que consigue ofrecer una interpretación más inequívoca, más creíble en lo raro y más serena. Esteban Hirschhorn configura un Zeus (su papel más destacado) consistente. Mientras que Sergio López, quien carga con la dificultad de interpretar a Jesús en una complicada postura, sale airoso; y, sin embargo, se nos muestra muy dubitativo cuando se dirige al público en la escena de la mujer embarazada. En cuanto a la dirección de Rosa Briones debemos destacar el esfuerzo que debe suponer aunar tantas partes para lograr un todo sensato. El fin de la violencia es un montaje que en su complejidad requeriría una escenografía (la de Juan Sanz es bastante versátil) de mayor envergadura y que posibilitara la depuración del texto, evitando explicaciones y discursos innecesarios. Es decir, falta visualidad. Aunque contiene mimbres realmente interesantes con los que emplearse en pos de una alegoría más compacta.
Texto: Sergio Martínez Vila
Dirección: Rosa Briones
Intérpretes: Esther Blanca, Esteban Hirschhorn y Sergio López
Escenografía: Juan Sanz
Espacio sonoro: Juan Carlos Blancas
Diseño de iluminación: Antonio Agudo
Diseño gráfico y web: Paula Hirschhorn
Vestuario: Entre costuras
Sala Cuarta Pared (Madrid)
Hasta el 1 de julio de 2017
Calificación: ♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en:
3 comentarios en “El fin de la violencia”