Una obra que muestra cómo las redes sociales son fuente de abuso, pero también de venganza

El ahora en nuestra relación con la tecnología se esfuma en cuanto aparece un nuevo modo de comunicación, una nueva red social, un nuevo filtro o, sobre todo, un nuevo estilo de relacionarse. Chatean, únicamente a través de texto, una adolescente de 14 años con un fotógrafo de 32. El flirteo avanza con las consabidas insinuaciones hasta que la pregunta definitiva sobre la cita real se lanza. Una vez que se encuentran en el piso de él, Jeff, la historia se va transformando en una meticulosa venganza, digna de película coreana. El papel que debe interpretar Olivia Delcán (perfectamente puede pasar por una chavalita, aunque supere la veintena) es de una complejidad extraordinaria. Primero, porque debe exponerse dramáticamente como protagonista, en muchos momentos, en soledad. Segundo, porque la situación que vive implica circunstancias un tanto «delicadas» —atar a un hombre desnudo sobre una mesa conlleva cierta pericia—. Pero, sobre todo, su actuación es pura metamorfosis y eso requiere un manejo de los matices que le permita engañar tanto a su depredador como a los espectadores y, en este aspecto, luce más cuando se muestra vengadora y, fundamentalmente, en el movimiento escénico cuando baila, cuando amordaza, cuando manipula las cuerdas. Su compañero, Agus Ruiz, impone su carácter en el principio, su aparente poderío, su madurez interpretativa da gran soporte a su compañera, aunque él se vea ciertamente «imposibilitado». Desde luego, la tarea en la que se han metido este par de actores es tremenda. En la función, los problemas y las incoherencias llegan desde el argumento. Nuevamente, cuando el teatro no se puede aprovechar de la representación en sí misma de los hechos y debe recurrir al relato de acontecimientos pasados, chirría. En Hard Candy se dosifica bastante bien la información de la que carecemos, pero nos parece inverosímil el relato si lo tomamos minuciosamente. Es increíble que una muchacha haya logrado encontrar a un pederasta involucrado en un caso de asesinato, que además posea dotes de cirujana, de embaucadora, de farsante, de experta en shibari (porque en esta obra no se ata al cazador cazado con un par de nudos boy scout, sino con la técnica japonesa). La muchachita es un prodigio. Aún así, se demuestra que, como actualmente podemos comprobar, los adolescentes son sabedores del daño que pueden infligir con el uso de esos aparatitos que les hemos puesto en las manos. Julián Fuentes Reta (triunfante con su dirección en Cuando deje de llover) lleva con ritmo una historia que ofrece, no solo sombras, sino también auténticos conflictos de nuestra época. El juego del bondage permite que por momentos nos adentremos en una sustancia ritual, paradójicamente erótica y que, ofrece una estetización de la venganza. Para ello se ha valido de una escenografía diseñada por Iván Arroyo que apuntala la presencia del lenguaje internáutico, la fotografía y ese gusto por el diseño que se le presume al protagonista. En esa representación del cambio de tornas, en el silencio espeso que conllevan las ataduras, es donde uno puede comprender que se ha abierto la puerta imaginaria para la creación de pequeños y grandes monstruos con un bagaje tecnológico seriamente perturbador. Ahí se van construyendo las ambigüedades morales que de alguna manera tendremos que resolver.
Autor: Brian Nelson
Adaptación y traducción: Lola Blasco
Dirección: Julián Fuentes Reta
Reparto: Olivia Delcán, Agus Ruiz
Escenografía y vídeo: Iván Arroyo González
Vestuario: Berta Grasset
Iluminación: Jesúa Almendro
Espacio sonoro: Ana Villa y Juanjo Valmorisco
Coach shibari: Antonio García
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Calificación: ♦♦
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