Marat-Sade

Luis Luque presenta en el Matadero una versión espectacularizada de la obra de Peter Weiss, con una clara pátina pop

Marat-Sade - Foto de Jesús Ugalde
Foto de Jesús Ugalde

Si uno de los hitos teatrales del siglo XX se quiere seguir representando para lograr significancia en el público contemporáneo, y asumir las resonancias sobre luchas que hoy, de formas mucho más sofisticadas, siguen vigentes; entonces es muy conveniente apostar por otras vetas estéticas. Eso ha pretendido Luis Luque con suficiente riesgo; lo que nos deja como resultado un balance positivo y satisfactorio. Primeramente, hay que destacar la escenografía que ha ideado Monica Boromello para la sala Fernando Arrabal del Matadero. El sanatorio más limpio jamás imaginado, tan moderno como pulcro; aunque no se vean, uno podría imaginarse cámaras vigilándolo todo. Es una diafanidad tan gigantesca que, en ocasiones, cuesta llenarla a pesar del extenso elenco. Posee una luminosidad (David Hortelano potencia la blancura torticera) que redunda en una asepsia que va más allá de lo aparente ―como veremos―. La bañera de Marat ocupa el centro como el sarcófago (dispuesto para devorar esa insoportable dermatitis seborreica) donde se hospeda el «amigo del pueblo». En esa geometrización, otro prisma se alza al fondo como un dios de la razón en el que se plasman las impactantes e ilustrativas proyecciones de Bruno Praena. Creo que lo más sugerente de todo el montaje es la música de Luis Miguel Cobo y la interpretación que de ella realizan los cuatro cantores, la banda de rock, con la compacta y lisérgica coreografía de Sharon Fridman. Frescura y juventud cargada de desparpajo. Contamos con ritmos electrónicos, bases de trap, intervenciones en la chanson francesa pasada por el sintetizador, rap esputado con inquebrantable flow y mucho pop, tanto en el espectáculo ―una aproximación a las actuaciones a las que estamos acostumbrados en eventos televisivos con estrellas americanas tipo Beyoncé o Taylor Swift ―aunque, por momentos, parecía la Britney Spears de los inicios―. Y cuando el tono se pone más ligero e íntimo, Andrés Picazo canta como si fuera Shuarma o Pablo López. Música popular, muy popular, y que debería atraer a espectadores más jóvenes. María Lobillo y Julia Rubio, como Kokol y La Rosiñol, son unas tías muy echadas para adelante y que están magníficas (como sus compañeros Juando Martínez y Adrián Navas). Uno de los aciertos de Luque es su modulación de las intensidades. Reconozcamos que la obra de Peter Weiss, por instantes, se pone un poco pastosa. En esta versión no falta brío, ni tampoco el enfrentamiento de las ideas que, en definitiva, son las que sustentan este texto tan influido por Brecht. La dialéctica entre el primer decadente, el primer nihilista abriéndole la puerta a Nietzsche con su emulsión de la muerte y el placer como una eterna petit mort; y el revolucionario que pone toda la carne en el asador, porque ansía la libertad; aunque fuera a través de la guillotina imparable. Recordemos que asistimos ―como en gran medida indica el título― a la representación de una obra de teatro (dentro de otra, claro) en Charenton, donde el marqués pasó sus últimos años de vida. Será él mismo quien emplee a los internos para crear la función ―una obra social y «caritativa»―. En verdad, un acto revolucionario que nos adelanta la reconsideración de la locura (véase Foucault). Por otra parte, aprovechemos para clarificar que en esta versión los muchachos y las muchachas se portan bastante bien, y que su anomia apenas distorsiona el buen procedimiento artístico. Sí que la pulsión lujuriosa brotará con fulgor, para pergeñar un interludio coreográfico y orgiástico. No esperábamos menos. Nos situamos el 13 de julio de 1808, para trasladarnos al mismo día de 1793. De todo ello, somos informados por Coulmier, que no podía interpretarse por otro tipo que no fuera Francisco Boira. Un rostro así, de astuto maléfico y capaz de sonreír mientras te perdona la vida. Será el comisario, el censor que encauce el acontecimiento por las sendas de la recta moralidad. También con un papel narrativo-descriptivo está Eduardo Mayo, el pregonero, que tiene una actuación sobresaliente. Diría que destaca sobremanera, que su entrega es fundamental para imprimir un ritmo y un tono tan vibrante. Fenomenal. Marat es un icono gracias al celebérrimo cuadro de Jacques-Louis David, donde la muerte se sobreimpone a la propia moribundez de un hombre, de una revolución, de un destino. Juan Codina da el perfil y se desgarra con furia y con razón, para desvelar los ideales inquebrantables de la revolución. Una interpretación amarga que nos arrastra hacia el inframundo. Algunos de sus pupilos deambulan por el escenario, así que también él es responsable del resultado final. Su rival es casi un dandi, un hombre demasiado elegante y apuesto para meterse en la piel de un ser grotesco. La elección de Nacho Fresneda, quien ofrece un trabajo más que solvente, con mucha apostura, creo que escapa en exceso de lo verosímil respecto de Sade. Una de las piezas fundamentales es Charlotte Corday, con una Ana Rujas algo impostada con ese rictus de maléfica (poco somnolienta, para sufrir narcolepsia). La futura asesina planea el tajo con frialdad. Su presencia y su paseo son inquietantes. Pepe Ocio hace de Duperret, todo un pánfilo que quiere llevarse a la homicida a su terreno sicalíptico. Cierran el elenco, Emilio Buale, con su físico imponente hace de Roux, el cura tan proteico y hasta vesánico que moraliza sobre el bien y el mal. Mientras que Itziar Castro encarna a Simonne Evrad, sirvienta de Marat, y que la actriz acomete con perseverancia. No podemos olvidarnos del diseño de vestuario, pues Raúl Marina ha realizado una labor muy estimable. Abrigos cuatro cuartos, chalecos y escarapelas, el blanco y el negro, sencillez para los pacientes y el ceñido vestido de encaje que luce inconmensurable Rujas. También nos dispone ―sobre todo en el comienzo tan espectacular, tan videoclip― hacia esa pasarela de moda como aquellos desfiles con los que maravillaba Karl Lagerfeld en el Grand Palais para la casa Chanel ―genuinamente parisino―. Este Marat-Sade provoca sensaciones que pueden ser ambiguas en la recepción de la obra. ¿Cunde la ironía al convertirla en un producto pop? Hemos perdido el contexto y la referencia o, todo lo contrario, los grandes temas, libertarismo-socialismo siguen en liza. ¿La estetización nos aleja de la profundidad? Son las dudas constantes que la mirada posmoderna lanza y procura. Emisor y receptor se ven sometidos por las intromisiones de la sociedad de consumo, que tamiza cualquier clásico que se quiera modernizar. En cualquier caso, debajo de todas esas capas que se agolpan en la relectura de esta disputa filosófica, continúan perviviendo las directrices antagónicas nacidas de la Ilustración, de la Revolución y de una caída en falso del Antiguo Régimen. Un deleite para burgueses.

Marat-Sade

Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representados por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del señor Sade

De: Peter Weiss

Dirección: Luis Luque

Reparto: Francisco Boira, Emilio Buale, Itziar Castro, Juan Codina, Nacho Fresneda, María Lobillo, Juando Martínez, Eduardo Mayo, Adrián Navas, Pepe Ocio, Andrés Picazo, Julia Rubio y Ana Rujas

Traducción: Miguel Sáenz

Coreografía: Sharon Fridman

Diseño de espacio escénico: Monica Boromello

Composición de música original: Luis Miguel Cobo

Diseño de iluminación: David Hortelano

Diseño de videoescena: Bruno Praena

Diseño de vestuario: Raúl Marina

Ayudante de vestuario: Manuel Molina

Ayudante de dirección: Álvaro Lizarrondo

Una producción del Teatro Español

Teatro Español-Naves del Matadero (Madrid)

Hasta el 14 de febrero de 2021

Calificación: ♦♦♦♦

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2 comentarios en “Marat-Sade

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