Ernesto Caballero ha sabido sintetizar la novela de Kafka con gran habilidad, para configurar un montaje que destaca por su escenografía
Foto de Luz Soria
Afirmaba el novelista y Premio Cervantes (y Premio Franz Kafka) Eduardo Mendoza en una conferencia hace ya más de un decenio que Kafka: «es un ser entrañable… pero es muy mal escritor… porque no tenía sentido de la narración… empezaba a Josef K. lo condenaron y no sabía por qué, ¡hombre, así no se empieza un libro; así se acaba!». Quizás tenga razón, y por eso cuando vemos una adaptación de El proceso, como aquí ha llevado a cabo con no poca brillantez Ernesto Caballero, lo importante acaba siendo la atmósfera creada. El acontecimiento podría durar dos, tres o cuatro horas; aunque también veinte minutos. Poco importan los vericuetos del transcurso hasta el final inevitable de la muerte de nuestro protagonista (tal y como se nos enseña al principio). Podría ser un sueño o una metáfora de nuestra sociedad que, más que nunca hoy, tiene a millones de ciudadanos enredados en una burocracia, ahora digital, que les lleva directamente a callejones sin salida que pueden provocar su expulsión del país, su desahucio, la llegada de una multa inasumible, su negación del pasaporte o del visado o de la nacionalidad o, incluso, su encarcelamiento. La sospecha de que todo está hecho adrede nos consterna; pero la pérdida de confianza en el sistema nos atemoriza aún más. Y creo que esta es la clave del meollo; al fin y al cabo, nuestro penoso condenado trabaja en la banca y ya sabemos que la credibilidad es fundamental. Sigue leyendo →
Pablo Remón ha decidido reescribir su obra de 2017 para intentar revitalizar un texto que discurre en mero descubrimiento de las palabras
Foto de Vanessa Rabade
Como nos viene a demostrar Pablo Remón, aquella propuesta que presentó en el 2017 en el ambigú del Teatro Pavón Kamikaze, titulada Barbados, etcétera, favorece, no solo una revisión, sino una plena reconstrucción; pues supone un artefacto que se fagocita mientras crece ad infinitum en un éter de vacuidad. En el fondo, aunque no sea estrictamente la misma obra, no hay gran diferencia, pues el mecanismo sigue funcionando igual; siquiera se da una estilización que nos aleja de la genuina pulsión metateatral que poseía aquella. Aquí, en el Condeduque todo parece más alejado; pero también más masificado, pues la escenografía de Monica Boromello nos remite al caos desde el que propenden esos humanoides que se presentan delante de nosotros: la caja escénica es ocupada por la ruina, con los focos por el suelo, arenilla, humo, escombro; excepto, por una elipse para la acción coronada por una gran luminaria que los sitúa en una especie de planetario que nos induce a pensar en una galaxia desconocida. Sigue leyendo →
Vanessa Espín ha escrito un drama que refleja, a través de distintas vivencias, cómo transcurre la existencia sin luz durante dos años en el asentamiento de la Cañada Real Galiana
Foto de Luz Soria
Antes de meterme en harina, me pregunto: ¿saldrá el espectador con una idea más o menos clara de cómo se vive en la Cañada Real? Respondo que en el Teatro Valle-Inclán no se vivencia la atmósfera degradada de aquel lugar único en Europa. El texto de Vanessa Espín es una fantasía, una fábula, hecha de realismo mágico, que sortea en exceso no solo las distintas problemáticas que cualquiera se puede encontrar en un barrio con los servicios básicos limitados; sino que se obvian otros conflictos de más calado, como la droga, o la masificación de algunas zonas. En 400 días sin luz no hay absentismo ni fracaso escolares. Sí, por el contrario, tenemos a unas honrosas mujeres luchando por sus derechos, a una muchacha que saca sobresalientes y quiere ser médica, a una joven rumana que cuida de su abuelo postizo y otros seres que sacan lo mejor del ser humano. No seré yo quien dude de estos personajes; porque, de hecho, algunos son enteramente reales, pero no vaya a ser que los espectadores se marchen a casa pensando que la disyuntiva es únicamente eléctrica. Sigue leyendo →
Ernesto Caballero aprovecha la obra de Pirandello para criticar metateatralmente la escena contemporánea
Cuando el teatro agoniza de pirandellismo, acercarse a Pirandello es necesariamente una distorsión irónica de los presupuestos metateatrales que para nosotros son cervantinos y, después, unamunianos. Vivimos en la broma infinita, en los albores del metaverso, en la realidad aumentada, en la virtualidad omnipresente y en el trastoque de nuestra verdad; porque todo lo real ya no es racional; aunque siga siéndolo. En definitiva, se ha explotado tanto el juego del sí que no con esto de la metateatralidad que parece que ya no tenemos escapatoria. Por lo tanto, la metateatralidad al cuadrado o al cubo o a la enésima potencia debería quizás cerrar la etapa, y qué mejor que hacerlo con una de esas obras que han dado pie a ello. Ya que Ernesto Caballero ha versionado con gran inteligencia Esta noche se improvisa la comedia para realizar una crítica (y también una autocrítica, si repasamos algunas de sus direcciones en los últimos tiempos) a los excesos y clichés más que asentados y reiterativos de ese cajón de sastre del postdrama.
Ha contado con un elenco tan versátil y variado como generoso en sus dotes cómicas. Desde el comienzo se sondea ese permanente vaivén entre el fingimiento de que todo está preparado —como, de hecho, lo está, salvo algún gesto que se cambia en cada función para darle más viveza, como puede ser saludar a alguna celebridad auténtica en el patio de butacas— y la posibilidad de que esos intérpretes se deshagan de tan endebles personajes y pregonen su propia personalidad. Por eso, los primeros embates me parecen magníficos, aunque no sean muy dinámicos, de hecho, el estatismo prepondera y es con el exabrupto inesperado con el que se logra una comicidad extraordinaria. En esto se lleva la palma Natalia Hernández, una actriz que está más que acostumbrada a este tipo de humor, pues es una habitual de los proyectos de Alfredo Sanzol, y este bebe de esa tradición basada en el golpe de efecto y la paradoja. Hace de madre en la obra Leonora, adiós, que es la que deben representar, y que tiene como tema fundamental los celos. Evidentemente, todo es de una confusión tremenda y las interrupciones imparables. Todo lo comanda Joaquín Notario con mucha afabilidad, divirtiéndose con su ocurrencia —el discurso, precisamente, donde se engola con las proclamas esperpénticas de la posteatralidad es uno de los momentos cumbre— y devanándose los sesos para convencer a su compañía y a todos los espectadores de que ahí está transcurriendo un hecho inédito, que de verdad se está creando la obra delante de nosotros, no por pura repetición de lo aprendido; sino por puro genio de la improvisación. Y mira que los arrastra. Destrozan el italiano y llevan la tópica gestualidad napolitana o siciliana hasta el esperpento, como si quisieran astracanar a Eduardo de Filippo. Por su parte, Paco Ochoa, que se queda con el rol de marido, sufre la furia de su esposa y desarrolla un patetismo risible y redondo, sobre todo, cuando más adelante se ve envuelto en una trifulca en un cabaret al que acude, porque está enamorado de la vicetiple.
Hay que insistir en que la manera que tienen de moverse —aquí la dirección de Caballero es inmejorable por todo el escenario como si fuera un rodaje de una película con tomas que deben repetirse una y otra vez, nos mantiene atentos ante la incertidumbre. También es cierto que el versionista llega a unos límites tan estrafalarios que te pueden echar para atrás. Principalmente con dos. El primero, poner a bailar a todo el elenco el «Dale, Don, dale», de Don Omar, y que uno comprenda que es un gag ya viejuno y muy repetido (aquello de poner a bailar a gente seria y anticuada, algo de lo más moderno). No diré que no hace gracia ver a alguno darlo «todo», como a Ainhoa Santamaría, quien vuelve a desarrollar su vis humorística con ese tono de ñoñería y timidez impostados que le sale tan bien. Su futuro marido, Jorge Basanta es quien me parece que discurre por otros derroteros y está fenomenal en ese segundo sketch desaforado, cuando se disfraza de Maradona, porque alguien lo ha mentado, en lugar de a la Madonna. Esta herejía está excelentemente traída; puesto que no deja de ser un guiño a esa religión tan peculiar creada en torno a la figura del futbolista argentino y que fue auténticamente adorado en Nápoles (véase la última película de Sorrentino, Fue la mano de Dios). El actor, además, dispone a lo largo de la obra una pose irónica que después se transforma en una furia insolente. Me refiero a esa parte, al final, cuando el montaje se enlentece y se pone excesivamente serio, largo y tedioso; cuando se aparta de la supuesta improvisación y el grupo demuestra que es capaz de actuar con firmeza y profesionalidad (nadie lo puede dudar). Luego, Ana Ruiz, quien hace de Totina, se mueve con mucha soltura en la tesitura paródica de la diva operística. Y, finalmente, Felipe Ansola, me ha parecido todo un descubrimiento, pues le mete una virilidad con tintes de ingenuidad que baja a tierra muy compensadamente la dimensión grotesca del resto de personajes.
Además de todo ello, el divertimento se engrandece con la escenografía de Monica Boromello, quien ha sabido crear nuevas cuartas paredes para que la sempiterna cuestión de la realidad y de la ficción se dirima en la verosimilitud.
Este regreso a uno de los orígenes de la metaliteratura moderna emprendido por Ernesto Caballero me parece muy válido; aunque contiene el impedimento de la reiteración. Al final, el drama se tiene que materializar en algo y si continúas con la cuita improvisatoria durante mucho tiempo, el efecto sorpresa se desgasta y la reflexión sobre el tema se consume. En cualquier caso, lo más persuasivo, más allá de la labor actoral, es el contenido crítico sobre un tipo de teatro que ya no da más de sí.
Aitana Sánchez-Gijón y Marta Poveda dan brío inconmensurable a la picaresca española a partir del texto que firma Álvaro Tato
Mi desconfianza inicial partía de las fotos. En el mal gusto de presentar así a unas pícaras en un cartel tan anticuado. Y no es que siempre los textos del barroco tengan que ilustrarse desde el realismo más sucio; sino que aquí se nos avanza una mezcla de vestuario que parece una insensatez. Porque da la impresión de que Tatiana de Sarabia ha intentado acercar al público actual a las pícaras de entonces y las ha vestido como si fueran una especie de superheroínas con unos trajes verde esperanza bastante ajustados que las convierten en unas bufonas de alguna baraja de Fournier, y luego como detectives, como si fueran Blacksad o El gato con botas. Sigue leyendo →
Pablo Remón vuelve a la autoficción para recrear el mundo del cine y del teatro, con sus éxitos y con su precariedad laboral. Un montaje muy largo con un elenco muy resolutivo en las escenas más cómicas
Foto de Luz Soria
Después de haber visto todas (creo) la obras que se han representado de Pablo Remón, pienso que Los farsantes resulta anodina, larga y sin fundamento. Después de El tratamiento (2018) que, en esencia, iba de lo mismo; pues uno esperaba que alguien que ha hecho maravillas, como Doña Rosita, anotada, subiera algún escalón más. Pero no, seguimos con la autoficción, el consabido metateatro y las sempiternas quejas del sector artístico. España entera quiere ser actriz. Sigue leyendo →
La asistencia sexual para personas con diversidad funcional salta a escena. La dramaturga Esther F. Carrodeguas firma un texto con lenguaje desbravado y sin concesiones, donde todos los prejuicios son cuestionados por los propios interesados
Foto de Luz Soria
La referencia más popular que se manejaba hasta la actualidad sobre los asistentes sexuales era la película Las sesiones (2012), con Helen Hunt. Igualmente, tuvo repercusión en Cataluña el documental Jo també vull sexe! (Yo también quiero sexo!); y ahora es la dramaturga gallega Esther F. Carrodeguas quien aborda el asunto con una comedia enloquecida, mal hablada y controvertida. Una obra en la que participan diferentes intérpretes que se encuentran bajo ese marchamo tan difuso como eufemístico de la diversidad funcional. Sigue leyendo →
Paco Bezerra y Luis Luque firman en el Teatro Español una adaptación deshilachada del mito clásico
Volver a la figura clave del teatro sofocleo implica darle nuevos aires, ahondar en perspectivas inéditas y resignificar el símbolo esencial para demostrar que seguimos impresionados por su repercusión. Como han hecho otros tantos en los últimos tiempos, desde Sanzol hasta Sergio Blanco pasando por los portugueses Companhia do Chapitô o Gabriel Olivares con mayor o menor relevancia. Por ejemplo, debemos evaluar si el tabú del incesto sigue consternándonos de forma similar o si hasta nuestra supuesta liberalidad es capaz de quebrar un hecho tan oscuro. Paco Bezerra, quien ya intervino en otro clásico como Fedra, ha tramado un relato muy desigual en su intensidad y en su cohesión, que ha repercutido en la fallida dirección de Luis Luque. A lo mejor se buscado reconciliar a demasiados públicos con intereses diferentes. Sigue leyendo →
Helena Tornero propone cinco historias cruzadas de jóvenes españoles descendientes de los inmigrantes que han llegado en las últimas décadas a España
Foto de Jesús Ugalde
Viene esta obra muy a cuento, porque refleja unas vidas que pueden servir de ejemplo de lo que muchos jóvenes españoles, descendientes de inmigrantes, con rostros, con cuerpos y con rasgos culturales diferentes a los de la mayoría perciben. Nacionalidad española en sus carnés, nacidos aquí, pero eternamente chinos (de China, o del país oriental que a cada uno se le pase por la cabeza en su ignorancia) o negros en su gama dermatológica demarcadora (o ponga usted la tez que considere y que es indicio de tropecientas mil elucubraciones). Si no es la piel, será el acento, el idioma, el pueblo, la ropa, la pasta, etcétera, etcétera. No obstante, aquí vamos a algo más concreto. La paradoja es que los cinco protagonistas, unidos por el concepto de «extranjeridad sostenida», forman un grupo heterogéneo que implica una mirada —más allá de lo que su civilidad y su razón les exija— que adem requiere preguntas entre sí. Incluso, ellos mismos, ha de pensar uno, también harán lo propio con aquellos con los que se topen y no «parezcan» de aquí. ¿O es mejor ir por el mundo sin prejuicios y no inquirir nada de nadie? Prueben a ir por la calle sin prejuicios, en el significado más claro del término, a ver cuánto tardan en llevarse el batacazo. Anulen su experiencia y su propio método científico, cancelen su lógica y su sentido común, ya se darán cuenta de cómo se mete verdaderamente la pata y se causa más daño. Y sí, tiene que ser una molestia enorme que la gente siempre piense que eres de fuera y te pregunte. Mala solución vamos a encontrar. Pero, se imaginan que nadie se interesara amablemente por saber de dónde viene —y todo lo que eso supone—, a un muchacho o muchacha que llega nuevo a un instituto, y así, a bote pronto, uno va a pensar (como ocurre tantísimas veces) que no es de «aquí». Todo esto no quita para que seamos conscientes de que en España se dan focos de racismo. Desde luego, no podemos permitir que esta absurdez se convierta en un problema generalizado. Que este montaje sondea estas perspectivas nos pone en alerta y nos compromete desde una serie de discursos, felizmente, no tendenciosos ni sesgados en demasía (un alivio). Personales, subjetivos y matizables, sí. Con este enfoque, Helena Tornero ha escrito un texto equilibrado, interesante y peculiar a través de una estética autoficcional; aunque, por lo visto, con más ficción de la que nos podamos imaginar. Verosímil, en cualquier caso. Sí que debemos reconocer que la estructura y los procedimientos teatrales que se adoptan, en primera instancia, antes de que podamos profundizar, pueden resultar un tanto cansinos para los teatreros. Este lenguaje del yo flanqueado de documentos que confirmen las elocuciones, ya lo estamos viendo demasiado en los escenarios españoles. Sin irnos muy lejos, puedo señalar Cluster y País Clandestino, obras corales con un dispositivo bien similar. Historias particulares intercaladas. Anecdotario general. Incursión biográfica. A nosotros nos daba igual posee un distanciamiento y un extrañamiento que la hace llamativa, pues la mayoría de los espectadores no reconocerán a esos individuos como «españoles», en el sentido, que quede claro, de lo que justamente denuncian en escena. Ser o no ser, esa es la cuestión. Y hay tantas formas de ser hoy en día, que el conflicto está garantizado. Así es nuestro país, moderno y avanzado, de cuarenta y siete millones de habitantes, con nuevos inquilinos allende los mares que antes eran anecdóticos, con una densidad de población en algunas localidades realmente apreciable (acepten que tener prejuicios en una ciudad de provincias con sus sesenta mil almas es irremediable. No veamos maldad, si no la hay). Por su parte, Ricard Soler hace un trabajo de cohesión muy consistente; ya que logra que todas las piezas fluyan de manera precisa desde el principio hasta el final. Para ello, se ha rodeado de un elenco que, afortunadamente, no está ahí solo por su aspecto. Poseen dotes; aunque falte un poco de rodaje. Ganan en la agilidad de sus movimientos por la escenografía que ha ideado Boromello, y que, en la búsqueda de la diafanidad, ha situado dos alturas (muy parecida a la escenografía de Diego Ramos que vimos en ese mismo espacio para la obra Antígona). Desde luego, da pie para que bailen, salten y creen atmósferas imaginarias de todos aquellos lugares que visitamos con ellos. Interpretando múltiples papales que surgen de improviso por doquier logrando mantener nuestra atención. Y como suele ocurrir con este tipo de espectáculos, la forma aplaca un tanto el contenido; porque cada relato podría tener su profundidad de manera individualizada; no obstante, el asunto no deja más que para atisbar problemas de mayor calado. Así lo descubrimos con Hai, interpretado por el bailarín (trabaja con Sol Picó) y coreógrafo Junyi Sun —cómo se afana corporalmente, es extraordinario, combinando algunos pasos con gestos propios de las artes marciales. Suyas son las coreografías que contemplamos y que recargan cada tesela—, nos deja patente la idiosincrasia china (cualquiera que conozca mínimamente a esta comunidad entenderá que algunos estereotipos se cumplen bastante). Asimilar la cultura española y desprenderse de la china, es un movimiento del todo abrupto. Con él hallamos la importancia de los progenitores, de los familiares, cómo una visita al país oriental lo dispone hacia la extrañeza total, hacia el enmascaramiento y hacia la búsqueda de pareja (en España, la cosa está complicada). Choques culturales muy interesantes que también dicen mucho de las costumbres españolas frente al mundo. Con otra visión viene Neus Ballbé, que hace de Juana y nos habla de los Conguitos (es ya un tópico del acoso escolar, con mayor o menor grado de intensidad), y de República Dominicana. Nos quedamos con las ganas de poder ahondar más en la disputa familiar, y en las sospechas del pasado esclavista. Creo, en este sentido, que Tornero encaja dos asuntos bien diferentes; pero que resultan un pegote. El primero tiene que ver, precisamente, con esa documentación de tropelías sobre el esclavismo español. Una ristra de hitos que expone rauda e irónicamente más como un guiño, una indirecta que como una acusación o exploración dramatúrgica con una consistencia crítica. El segundo serían los textos clásicos que trufan la propuesta. Escuchamos a Calderón, a Lope o a Claramonte con El valiente negro en Flandes, que interpretó en su momento Nacho Almeida (a quien recuerdo en Romeo y Julieta, Estrellas cruzadas). Se entiende la idea; aunque pienso que es más otra queja, que un desarrollo problemático. El actor es quien más muestra su pesar, en el desenlace, sobre el habitual hecho de tener que interpretar a narcotraficantes, manteros, etcétera. Él, claro, (quién no) anhela meterse en la piel de Segismundo, de Hamlet… El tiempo, como ocurre en otros países con mayor mezcla que el nuestro, irá permitiendo una realidad más variada y compleja; entonces, en aras de la pertinaz verosimilitud exigida en la mayoría del cine y de las series (algo menos en el teatro, pero poco menos) será más «normal» que otras «pieles» y otros rasgos ocupen otras posiciones. La historia inmigratoria española es corta. En cuanto a Beatriz Mbula, con el personaje de Alma, hay que reconocer que es una pena que no se detalle más aquella brutalidad de Macías, cuando ordenó matar a maestros y profesores en Guinea Ecuatorial en su lucha «antiintelectual». En otro camino se encuentra Zaida, una sevillana con ancestros marroquíes, que María Ramos acoge con potencia oratoria. Con ella se quiere mostrar parte del mundo árabe; pero, curiosamente, apenas se reflejan los aspectos religiosos, cuando para una gran parte de estos jóvenes es un tema de gran trascendencia. Mucho más si viaja hasta Marruecos para visitar a sus abuelos, primos, etcétera. Sinceramente, es uno de los relatos que más me descoloca. A pesar de ello, ya digo, cada historia daría para penetrar hasta vericuetos imposibles con cada uno de ellos, y entre ellos mismos (algo que aquí no se cubre). Esta es ya, definitivamente, nuestra nueva realidad en España y así será para siempre. Todavía, pienso, nos encontramos en un periodo de transición, y es lógico que los hijos de aquellos que han venido en las últimas décadas desde otros lugares del planeta, se sientan «desencajados» cuando reciben las habituales preguntas sobre su origen. Valga esta obra teatral para sondear su terreno.