Wadji Mouawad lanza a los millennials gritando a coro su inocencia y reclamando una responsabilidad en la herencia recibida
Signo inequívoco de los dramaturgos imbuidos de postmodernidad, agolpados por el postdrama y todas las fragancias del arte conceptual, es trabajar a partir de una idea (no siempre suficientemente compleja). En la mayoría de los casos se alcanza una extrañeza esteticista generalmente hueca; en unos pocos, la propia idea rompe los límites y ofrece, gracias a la inteligencia de los creadores, efectos, soluciones y hasta metas más que satisfactorias. Wadji Mouawad casi lo consigue; pero le ha faltado abordar la complejidad de los individuos que contradicen al imperioso estereotipo. Desde luego, sigue siendo Incendios la obra que ha logrado una larga lista de seguidores. No negaré que es un buen texto, aunque sus procedimientos sean de corte clásico; pero me parece mucho más interesante, incluso cuando se queda a medias (véase Les larmes d’Oedipe o Inflammation du verbe vivre), en sus experimentaciones artísticas como en Seuls o en este caso de Notre innocence. El prólogo, una larguísima historia entreverada de metaficción, sitúa a la actriz Hayet Darwich a relatar pormenores que no parecen razonables en su extensión y que más sirven al dramaturgo para conectar con la «realidad» el acontecimiento (como acostumbra a hacer). Curiosamente, por la estructura del montaje, podríamos considerar que del principio se pasa a lo podría haberse establecido como apoteósico final. Sigue leyendo