La obra escrita por Lukas Bärfuss sondea las represiones del mundo adulto
Todo gira en torno a Dora, una joven que ha permanecido empastillada durante varios años por culpa de una enfermedad mental. Este centro de atención se lo lleva para sí Carolina Lapausa, en una interpretación memorable, con una construcción del personaje que no titubea en ningún instante y que resulta tan desbaratador en su gestualidad, en su movimiento y en su expresión tartamudeante y, a la vez, libérrima, que el resto se ahoga en las respuestas. Su comportamiento es como el de una salvaje que afirma no saber («no sé, no sé»), pero que siente el ímpetu de su sexo hibernante («follar, follar»). Al comienzo, como si bailaran en un garaje abandonado de Múnich (el despojo escénico en la Cuarta Pared es absoluto), suena Das Modell del grupo Kraftwerk (pioneros de la música electrónica) que cuenta la historia de una modelo. Entre sus versos destaca: «Sie stellt sich zu schau fuer das konsumprodukt» («ella se exhibe como un producto de consumo»). Los seis personajes restantes bailan solitariamente alrededor de la protagonista, con displicencia y evasión. Es un punto a tener en cuenta en la interpretación de la obra, puesto que resuena el tema una y otra vez a lo largo de la función. Los elementos que se concitan en el texto de Bärfuss son múltiples, desde las teorías psiquiátricas y psicoanalíticas de Charcot y Freud sobre las neurosis, a los pensamientos de Foucault sobre la sexualidad en cuanto a la verdad del sexo; pero, también, el marxismo, el fetiche y el consumo. Incluyendo en este último el mercadeo de los deseos en cuanto al erotismo, la pornografía y todas las parafilias con las que hoy la dialéctica placer-represión nos solicita. Dora trabaja en una frutería (el dueño recibe una subvención por ocupar a una minusválida). El frutero, un experto en marketing, enseña a su discípula cómo situar el género. Interpretado por Antonio Gómez Celdrán, alguien que se infravalora y que se recluye en su pequeño negocio. Lo acompaña su madre, Flavia Pérez de Castro, que ofrece sus cuidados a Dora y que debiera llevar mayor carga dramática por el contrapeso que genera su normalidad. La madre de Dora, interpretada por Lidia Palazuelos, cumple con el modelo de madre orgullosa de sí misma, de su elegancia y de su liberalidad, tanto que pretende desempastillar a su hija. El papel de padre, Alfonso Mendiguchia, un tanto átono, sigue las directrices de su mujer. Fernando Romo es un psiquiatra que, con un discurso galopante sobre las posibilidades del sexo —toda una lección de reglamentaciones y moralidad—, expone sus propias contradicciones. El denominado Señor fino es redondeado por Vicente Colomar; un personaje sucio y manipulador, superado por la lubricidad de Dora. Por consiguiente, una exposición de caracteres en una obra tan desnuda escenográficamente que obliga a una mayor propensión actoral y que, en ocasiones, se echa en falta mayor engarce entre las múltiples partes de las que se compone el texto. Aitana Galán aprovecha con valentía los elementos de los que dispone, fundamentalmente, su elenco, sacándole todo el partido posible. Estas neurosis, en definitiva, vislumbran la anormalidad de las relaciones sexuales aún hoy en día, dominadas por el mercado, la educación y la cultura, en general, y que, sometidas por la acuciante experiencia de un ser que se mueve en los márgenes de lo estrictamente establecido, la sensación de inquietud asfixia y te interpela.
Las neurosis sexuales de nuestros padres
Texto: Lukas Bärfuss
Traducción: Luis García-Araus y Paula Sánchez de Muniaiz
Dirección: Aitana Galán
Reparto: Carolina Lapausa, Lidia Palazuelos, Alfonso Mendiguchia, Fernando Romo, Antonio Gómez Celdrán, Flavia Pérez de Castro y Vicente Colomar
Ayudante de dirección: Ana Caballero
Espacio escénico: José Luis Raymond
Vestuario: Alberto Luna
Iluminación: Sergio Torres, David Martínez
Música y espacio sonoro: Irma Catalina Álvarez
Sala Cuarta Pared (Madrid)
Hasta el 1 de noviembre de 2014
Calificación: ♦♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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