La panadera

Sandra Ferrús firma y protagoniza esta historia sobre una mujer angustiada por la filtración de un vídeo sexual

Foto de Luz Soria

Resulta estimulante que el teatro se haga eco de estas nuevas formas de intrusión en la intimidad. Vivimos rodeados de «viralidad» y eso nos determina hacia situaciones azarosas e incongruentes, también crueles para los protagonistas de esos vídeos que, sin quererlo, se convierten en objeto de mofa, de escarnio o de vergüenza. Desde el ciberacoso al sexting innoble, las escenas sexuales brotan en las pantallas de los móviles con una facilidad pasmosa. En ocasiones, no hay ni tiempo para decir si se ve o no; pues llegan de improviso y en cantidades ingentes. Hemos conocidos varios casos en los últimos años que se han hecho célebres y, alguno tristemente conocido, como el ocurrido en la fábrica de Iveco. Además, en el totum revolutum del «pásamelo», hay filtraciones interesadas de pornografía encubierta para promocionar programas de televisión. Sandra Ferrús se ha metido de lleno en la cuestión y ha escrito un texto que destaca por una frescura y un detallismo muy revelador en los diálogos más cercanos y familiares. Aunque, asimismo, observamos un barullo creciente en el ansia por volcar sueños, recuerdos, saltos temporales y diversos planos concatenados ―y casi simultáneos― que le restan claridad. Es comprensible que así se exprese alguien que está inmerso en un proceso de estrés emocional profundo; pero teatralmente despista nuestra atención. Y otro tema que a mí personalmente me desencaja, en general, cuando la encuentro en alguna obra literaria, es la participación de una psicóloga. Yo creo que los psicólogos normales son antiteatrales, son como un agujero negro que absorbe la incertidumbre, la ficción, el problema y que transforman el acontecimiento dramático en un ejercicio terapéutico. Entendamos que el diálogo con un especialista es una especie de trampa; porque se quiere reconducir por la vía médica un conflicto que, precisamente por ofrecer muchas más perspectivas, debe funcionar sobre un escenario. Digamos que Susana Hernández acomete con sencillez su papel de terapeuta; pero tiene una presencia abusiva en el montaje. Ferrús protagoniza su propia obra, ella es Concha (nombre que da para elaborar toda una exégesis sobre su simbolismo), una mujer de unos cuarenta años que trabaja como panadera. A la actriz la recordamos por su impactante actuación en La calma mágica (2014), de Alfredo Sanzol. Aquí su interpretación es enérgica y muy sincera, con momentos evidentes de decaimiento; pero con una expresiva luminosidad en los ojos que consigue convencer al respetable. Cuando un día se encuentra con la sorpresa de que un antiguo novio de hace quince años, que ahora se ha hecho famoso en un reality, ha filtrado un vídeo donde aparecen follando le alcanza la hecatombe familiar, laboral y, por supuesto, personal. Intromisión flagrante en la intimidad y sin vuelta atrás. El daño ya está consumado y la cadena de comportamientos estúpidos no se hace esperar. Babosos que comentan por la calle, clientes que hacen chistes procaces ignorando los más mínimos principios de la cortesía y de la empatía. La trama se enfoca hacia el interior, hacia la guarida hogareña, hacia el escondrijo. La falta de información acerca de las repercusiones sociales que tiene el caso, nos deja una lectura quizás un tanto pesimista de lo que está pasando en nuestra sociedad con este tipo de asuntos. Y es que, es justo reconocer, que gran parte de la población ha reaccionado. Primero legalmente, pues ya empiezan a salir los primeros imputados. Segundo, porque no han faltado voces muy insistentes que están luchando para acabar con dos lacras: una, la utilización torticera de estos vídeos para acosar públicamente a las mujeres que lo sufren (los hombres salimos mucho mejor parados e, incluso, victoriosos; si no somos el cornudo); y dos, la consideración de la sexualidad femenina; pues la liberación sexual no ha llegado totalmente, ni mucho menos. Y este creo que es el punto más hondo y significativo del texto de Sandra Ferrús, y que mejor está tratado en el espectáculo; o sea, el de la culpa (de origen judeocristiano, por supuesto). El sexo como algo pecaminoso. El sexo como un favor que se hace. El sexo como un placer impropio. El sexo como un rito trascendentalísimo. El sexo como una experiencia de poso amargo. El sexo como una mácula en el expediente de la fémina. Follar follar, lo que se dice follar, no termina de ser un evento plenamente satisfactorio para muchas mujeres. Parece que el polvo y ya está, en el pleno poder de hacer lo que se quiera con tu cuerpo, es un trance agotador. Mucho trabajo por delante, máxime ahora que el feminismo hegemónico, en esta cuestión, sigue zarandeando a las mujeres con una revisión pacata y puritana del asunto. Por eso viene muy a cuento el recuerdo de la protagonista, cuando relata uno de sus primeros magreos con catorce años. Se le puso por delante el Gorila ―Elías González saca su chulería con buen tono―, un tipo mayor, en una discoteca, y las hormonas la dispusieron a una experiencia para la que no estaba preparada (lógicamente). Se cruzan ahí la educación, la costumbre y la presión de una sociedad que favorece saltarse ciertas etapas madurativas por mor de reconducirlo todo en el consumo (de las emociones). Funciona igualmente con sensatez dramatúrgica la relación con el esposo, un Martxelo Rubio que logra una magnífica actuación con ese vaivén de incomprensión que lo zarandea, porque ve que no puede ayudar a su mujer y que, además, él también particularmente sufre la inquina de colegas y allegados. Por otra parte, los hijos, una niña pequeña de tres años y un casi adolescente, Gael, reclaman una atención e, incluso, una explicación. Y ese es un trago para el que los padres no parecen estar preparados. Otro detalle más para la consideración sexual. La presencia del padre ―con César Cambeiro bordando su papel de hombre de campo con sabiduría asentada en el más puro sentido común―, nos permite atisbar una infancia, una juventud de Concha, unos tiempos de felicidad y de raigambre donde se encuentran las bases de su fuerza y de su personalidad (es ahí donde sobra el acompañamiento sicológico). O sea, hallamos líneas de ficción muy bien trabajadas; aunque no estaría mal rebajar el número de improperios y de palabrotas que se sueltan, pues puede ser un poco cargante y excesivo. La escenografía de Elisa Sanz nos introduce en un salón afable, que también sirve como gabinete de sicología. En el fondo, varias videoescenas de Elvira Ruiz ilustran las partes más oníricas. La factura es satisfactoria y la Sala de la Princesa te permite una cercanía fenomenal. La panadera nos avisa de que aún convivimos con tabúes absurdos que favorecen la mirada de los cotillas lúbricos.

La panadera

Escrita y dirigida por Sandra Ferrús

Reparto: César Cambeiro, Sandra Ferrús, Elías González, Susana Hernández y Martxelo Rubio

Escenografía y vestuario: Elisa Sanz (AAPEE)

Iluminación: Paloma Parra

Música y espacio sonoro: Antonio de Cos

Videoescena: Elvira Ruiz

Ayudante de dirección: Concha Delgado

Ayudante de escenografía y vestuario: Paula Castellano

Fotos: Luz Soria

Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero

Diseño de cartel: Equipo Sopa

Coproducción: Centro Dramático Nacional, El Silencio Teatro e Iria Producciones

Teatro María Guerrero (Madrid)

Hasta el 7 de marzo de 2021

Calificación: ♦♦♦

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