Roberto Martín Maiztegui aborda el proceso de madurez de un joven que aspira a convertirse en guionista

Hace pocas semanas comentaba que el fragmento de Roberto Martín Maiztegui era el más interesante dentro de esa obra colectiva en la Cuarta Pared, Todo lo que veo me sobrevivirá, donde se hablaba del mundo mismo de la actuación a partir de un joven que quiere estudiar interpretación. Aquí, en alguna medida, se insiste en esa cuestión sobre el ámbito de la ficción audiovisual. Como madrileño nacido en 1986 parece que la impronta de alguien que ha marcado tanto la estética ficcional de estos últimos años como Pablo Remón ─a quien agradece su ayuda y con quien firmó el libreto de Sueños y visiones de Rodrigo Rato─ es persistente. De hecho, es fácil rastrear unos modos en algunas de las propuestas representadas en las temporadas anteriores. Empezando por Los pálidos, de Lucía Carballal, que trataba sobre un guionista (la función se puso en pie en esta misma Sala Francisco Nieva, del Teatro Valle-Inclán). También circunda por aquí la fallida propuesta de David Trueba, Los guapos, que nos llevaba con nostalgia a un barrio de aquellos previos al giro tecnológico. Y, cómo no, El tratamiento, del susodicho Remón, con, además, algunos de los componentes del elenco que ahora disfrutamos.
Me gustaría, antes de adentrarme en los pros, señalar una contra que me parece de rigor, y que tiene que ver con el aire despolitizado que se estila en el relato ─por mucho que haya alusiones a presidentes del gobierno concretos─. Por supuesto que se detectan dificultades económicas, pues estamos en las calles de Aluche en los noventa y principios de los dos mil; sin embargo, da la impresión de que nuestro protagonista está un tanto in albis a la hora de recordar. De hecho, eso puede justificar que luego desarrolle un cariz clasista, cuando se reencuentra con un amigo de la infancia el día que este le envía unos bocadillos de Mallorca. Este es acogido por otro incombustible como es Emilio Tomé, que sabe paladear las palabras para darle acento macarra a ese tal Isra. Se embutirá en otros personajes marginales, como aquel tío gallego del héroe, que termina en el siquiátrico Esquerdo; pero que, en momentos, de lucidez es un buen acicate para la pulsión creativa de su sobrino. Después, cuando haga de profesor en la ECAM (la escuela de cine), desplegará la veta de la fascinación artística con algún rasgo caricaturesco.
Esta es la historia de Nito, un guionista algo timorato que tiene entre manos un nuevo proyecto. Francesco Carril vuelve a protagonizar una obra ─el actor va dejando su estela a cada paso─ con esa suficiencia de la espontaneidad, de la bonhomía, del tipo entrañable, pero con empeño. Será narrador de su propia creación en esa estructura metateatral un tanto manida del work in progress, que vale de remembranza (y el preámbulo es una síntesis de ese proceso). A quien tiene que convencer de la idea es a una productora italiana (personaje que ha introducido el autor para esta puesta en escena) que interpreta Ángela Boix. La actriz, que otra vez coincide con Carril (Hacer el amor o El mal de la montaña), ante todo, se encarnará en Naza, la primera novia y confidente, una tía echada para adelante. Simboliza esa disonancia que se da cuando el ascensor social se escacharra. La intérprete se colará en otros roles y tendrá que impostar su voz para favorecer la comedia. Aquí la gracia se trabaja con todas las remisiones culturales (y culturetas), con todas las pullas posibles a diestro y siniestro, y con todas esas descripciones de épocas y de lugares conocidos para ciertas generaciones de españolitos que nos permitirán carcajearnos con la pátina de la añoranza. En este sentido, sería un drama de costumbrismo amable.
Si Boix y Tomé son capaces de recoger varios papeles con su versatilidad, la terna es cerrada por Javier Ballesteros con gran apostura. Y este va desde el Rata, un colgao que trapichea y que lee a Marwan, a Germán, un estudiante de guion que está fascinado por el Tercer Cine. Por otra parte, Olivia Delcán, con su habitual sencillez expresiva, ofrece un contraste a tanto expresionismo (aunque, su propia biografía se asienta en el surrealismo). Ella hace de la nueva novia de nuestro protagonista, aquella que conoció ya una vez se propuso seriamente escribir películas y formarse para ello. También se ocupará de narrar afablemente el devenir de estos seres en su transformación.
Podríamos achacarle al texto que el remate sea un tanto cargante, que quiera cerrar demasiado algunos hilos y que alargue la función innecesariamente. En realidad, lo fundamental ya estaba contado. En cualquier caso, posee sus elementos entrañables, su humor inteligente y una factura apreciable. A pesar de que la maqueta organizada para la escenografía por Monica Boromello, con todos esos pisos apilados y algunas referencias a Carabanchel y Aluche, no se luzca suficientemente, pues no podemos contemplar todos sus detalles. Los brutos, que en el mundo del audiovisual señalan esas imágenes grabadas y que aún no tienen ninguna edición (he ahí la metáfora), huele a neorrealismo. Merece la pena.
Texto y dirección: Roberto Martín Maiztegui
Reparto: Javier Ballesteros, Ángela Boix, Francesco Carril, Olivia Delcán y Emilio Tomé
Escenografía: Monica Boromello
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Sandra Espinosa
Espacio sonoro: Sandra Vicente
Ayudante de dirección: María García de Oteyza
Ayudante de escenografía y vestuario: Mauro Coll Piotrowski
Ayudante de iluminación: Alejo Gozente
Tráiler y fotografía: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño de cartel: Emilio Lorente
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 15 de junio de 2025
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Los brutos”