Espectros

La versión que presenta María Fernández Ache en el Teatro Español sobre el drama de Ibsen alcanza niveles telenovelescos

Espectros - Foto de Javier Naval
Foto de Javier Naval

Estos Espectros son una debacle total de principio a fin. Estoy más que convencido que cualquier telenovela venezolana tiene menos anagnórisis, menos desvelamientos sorpresivos, que esta obra de Ibsen. Uno se pregunta si este texto tiene solución en escena hoy en día sin que nos parezca absolutamente caduco e infumable; puesto que el grado de inverosimilitud es tal que uno solamente puede recurrir a la risa (no faltan algunas carcajadas en situaciones realmente luctuosas en este espectáculo).

Ya plantear esto como una hipótesis sobre qué hubiera ocurrido si Nora (en Casa de muñecas) no hubiera roto sus cadenas es también un absurdo. Porque es una especulación vacua, para recargar las tintas con algunas de las sentencias que suelta nuestra protagonista con El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, en la mano. Y es que todo el planteamiento del montaje está muy alejado de cualquier aire de modernidad y de avance social como para que algunas insinuaciones políticas reverberen con alguna fuerza en los espectadores. No, esto está muy anticuado en la manera de proceder y no tiene apenas un ápice de actualización. Es decir, nada que ver con lo que se planteó en aquella fabulación titulada La vuelta de Nora, de Lucas Hnath, una especie de segunda parte del célebre drama.

Henrik Ibsen publicó esta obra en 1881, justo dos años después de su más celebre texto, lo que nos lleva a pensar en un cambio radical a la hora de plasmar una situación realista, donde ahora los personajes no manifiestan con su hacer su modo de vida y su forma de pensar. No, aquí tenemos un ajuste absoluto a las unidades de tiempo y de espacio, y un desbarre en la unidad de acción cuando se pretenden resolver en veinticuatro horas problemas enormemente enjundiosos que estaban anquilosados. A saber, que inicialmente conozcamos a la criada, Regina, charlando misteriosamente con su padre, un carpintero que ha estado trabajando en el nuevo orfanato. Un hombre humilde, algo bronco, con un Manuel Morón, que se desenvuelve con una interpretación matizada, y que resulta el más creíble de todos; pero que se nos muestra como un progenitor egoísta y poco cuidadoso con la muchacha. Ella, Carla Díaz, primeramente, parece algo pizpereta, y luego su carácter no evoluciona y queda bastante tontorrona y desfondada, cuando se relaciona con su amante, el señorito Osvald. Parece, además, forzado el lenguaje empleado por esta chica (uso de tacos y palabras malsonantes. La «mierda» que sueltan en varias ocasiones parece excesiva), cuando se le ha procurado desde pequeña una educación y un saber estar en esa mansión (lo del acento resuena a otras épocas). Sabremos, por supuesto, para que el embrollo sea supino, cuál es su verdadero apellido y su linaje, como ocurría en las novelas bizantinas (o en la sala de al lado del Teatro Español, con La importancia de llamarse Ernesto).

No obstante, lo más gravoso se halla en el trío formado por el pastor, la señora y su hijo, quien ha regresado después de mucho tiempo al hogar. Contamos con una escena que es el colmo de la anticipación. Aquella en la que el clérigo insiste de forma torticera (y bien claro que nos queda) que no hace falta asegurar el nuevo hospicio (no es necesario que siga, porque esto ya huele a chamusquina). Javier Albalá se arroga frases que, en lugar de resultar corrientes para aquel contexto y propias de su confesión, se nos quieren hacer pasar por inverosímiles e inconsecuentes. Toda su moralina se discute en un debate inconsecuente e hipócrita como el que tiene Helena Alving, la viuda y rica dueña de la casa, y auspiciadora de esa institución para huérfanos. Creo, sinceramente, que María Fernández Ache, quien encarna a la señora con un tono bastante plano, ha ejecutado una labor de adaptación y de dirección muy poco convincentes. O acaso es razonable, después de los descubrimientos que se van sucediendo como una imparable bola de nieve, que Osvald sea llevado hasta el patetismo más ridículo.

Andrés Picazo, quien ha realizado una actuación correcta en 400 días sin luz hace unos meses, toma a un tipo con tintes de artista bohemio encoñado con la sirvienta (que, a la postre, ustedes pueden imaginarse) que acaba de llegar y que resulta que tiene una enfermedad terminal, que le provoca todo tipo de espasmos a los que asistimos después de un griterío desaforado que dura mucho, y que está sobreinterpretado y pasado de vueltas. El epílogo es una hecatombe dramatúrgica que a cualquiera con un mínimo de gusto le debe espantar.

En cualquier caso, merece la pena señalar que, aunque no llega a aprovecharse del todo, y que las grandes láminas traslúcidas reducen un poco el espacio, las ideas de Ikerne Gimenez con su escenografía y su vestuario, son lo más vistoso de la pieza. Ha jugado con tejidos que se acercan a la transparencia en los vestidos, con detalles muy sutiles, portando varias capas, como gran metáfora de esos fantasmas del pasado que ahora reviven con sus terribles verdades. También la iluminación de Felipe Ramos, en este sentido, permite un trabajo de tenebrosidad muy loable.

Estos Espectros están demasiados envejecidos como para que puedan ofrecer la más mínima solvencia con los mimbres dramatúrgicos que se emplean.

Espectros

Autor: Henrik Ibsen

Adaptación y dirección: María Fernández Ache

Reparto: María Fernández Ache, Javier Albalá, Carla Díaz, Manuel Morón y Andrés Picazo

Diseño de espacio escénico y vestuario: Ikerne Gimenez

Diseño de iluminación: Felipe Ramos

Diseño de sonido: Nacho Bilbao

Asistente de dirección: Sonia Almarcha

Ayudante de dirección: Philippe Nadouce

Jefa de producción: Rosa Merás

Ayudante de producción: María José Martínez

Una producción del Teatro Español, Territorio Violeta y Philippe Nadouce

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 5 de marzo de 2023

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