Casa de muñecas

José Gómez-Friha dirige una propuesta sobre este clásico que atempera las ansias individualistas de los protagonistas

Para lo que se ha hecho en los últimos años con el célebre drama de Henrik Ibsen —podemos recordar la desastrosa Mecánica y la visión tarantina de Ximo Flores—, esta versión de Pedro Víllora es bien comedida. Se juega con la atemporalidad del suceso; porque podríamos situarla en los años cincuenta del siglo pasado, pero también en otras fechas. Apenas poseemos detalles escenográficos para contextualizar certeramente. Es una marca de Venezia Teatro —así lo comprobamos en sus dos anteriores espectáculos: Los desvaríos del veraneo y Tartufo— trabajar con un espacio abierto en el que entran en liza muy pocos elementos. Aquí, por ejemplo, destaca el vestuario, principalmente el de la protagonista, que se va cambiando de vestidos, siempre incidiendo en el rosa, y que bien simboliza la mayor libertad con la que cuenta esta Nora. También muestran gusto y elegancia los atuendos del resto; los tonos oscuros en las chaquetas de ellos y la esbeltez que se potencia en Elsa González. Todo este diseño corre a cargo de Paola de Diego. El piano, como único mueble sobre el que concentrarse, es, además, verdaderamente simbólico; ya que es una irónica casa de muñecas en la que se reúnen las características que definen a la heroína: la apariencia por fuera del instrumento musical, propio de los hogares burgueses; y las dependencias ocultas de su interior, donde hallamos utensilios de costura, el buzón y otros cajones camuflados. En esa atmósfera transcurre toda la acción. Los Helmer nos dan la impresión de formar una pareja ideal que mantiene vivo su amor y que espera con ansia la llegada de enero, cuando Torvaldo consiga el puesto de director en el banco para el que trabaja, con el consiguiente aumento de sueldo. Pero debajo de toda esa felicidad se oculta una historia de enfermedades, falsificaciones, deudas y de una presión social que deja a Nora como una sufridora —bien posicionada—; que debe lidiar contra todos los embates que se presentan. Desde luego, el texto de Ibsen nos ofrece unos personajes redondos de los que se puede inducir todo el entramado urbano de finales del siglo XIX en Oslo; aunque hay que reconocer que concentra algunas coincidencias algo folletinescas, como vamos a ver. Uno de los grandes problemas que se pueden percibir en esta versión es que su modernización se queda a medias, y eso conlleva, por el tono adoptado —menos bronco, más suave en las formas y en los diálogos—, que el contexto en el que discurre la trama parezca más complaciente. Esto lo evidenciamos claramente con el marido, interpretado por Oriol Tarrasón con dudas y con un posicionamiento demasiado blando como para aceptar que es un individuo impositivo. Igualmente, el doctor Rank, que encarna Sergio Reques, además de ser algo joven, también se manifiesta demasiado fascinado por Nora; y roza el patetismo, cuando soporta estoicamente su próxima muerte debido a una enfermedad incurable, como un romántico que ha acariciado con la punta de los dedos a su amor platónico. En cuanto a Cristina, esa amiga de la infancia, que asume Elsa González, carece de cualquier tipo de contrapeso, resulta una chica cualquiera; cuando también tendría que expresar su hondura en el argumento. Porque como afirmaba más arriba, Ibsen procuró que todos los personajes estuvieran atrapados por una red de relaciones. Y así, esta mujer que llega de improviso, había sido amante de Krogstad, a quien había rechazado por su falta de recursos económicos. Ella había optado por casarse con un hombre adinerado, de quien poco después había enviudado. A veces, la lectura excesivamente feminista desde nuestro presente, nos hace obviar que estas dos señoras «elegían» a quien «someterse». Sí que me parece que Andrés Requejo logra darle intensidad y desesperación a este prestamista, que, en su momento, favoreció a Nora para que esta obtuviera la cantidad que necesitaba para ayudar a marido enfermo. Ahora reclama permanecer en el banco donde trabaja —las coincidencias siguen—, y que comandará el señor Helmer; sino quiere que revele su secreto y se mancille el honor de ese futuro poderoso de aquella ciudad. Finalmente, es Mamen Camacho quien toma un aire alegre, vivaracho y hasta festivo, auténtica tapadera de sus emociones. La actriz impone un movimiento y un ritmo elocuente y atractivo, que no es acompasado por los demás; y si esto le quita trascendencia al drama, sí que justifica un final donde ya no se va a escuchar el portazo, sino una invitación al diálogo. Porque el individualismo protestante de aquel 1879 se consume, insisto, suavizado por unas maneras más cívicas y modernas. La pregunta, por lo tanto, es: si ya no hay tantos contrastes sociales; si Nora se muestra más madura y dispuesta a evolucionar dentro con esa pareja en pos de un destino más sincero; ¿dónde queda el mensaje que nos conmovía del dramaturgo Noruego? Esto nos lleva como espectadores a contemplar una versión sencillamente correcta; pero nada más.

Casa de muñecas

Autor: Henrik Ibsen

Versión: Pedro Víllora

Dirección: José Gómez-Friha

Reparto: Mamen Camacho, Oriol Tarrasón, Sergio Reques, Andrés Requejo y Elsa González

Escenografía: José Gómez-Friha

Diseño de vestuario: Paola de Diego

Iluminación: Javier Bernat

Diseño gráfico y fotografía: María Lacartelera

Prensa: Josi Cortés

Fotos: Jéssica Serna

Distribución: Fran Ávila

Ayudante de dirección y de producción: David Alonso

Producción: Venezia Teatro s.l.u.

Teatro Fernán Gómez (Madrid)

Hasta el 17 de diciembre de 2017

Calificación: ♦♦♦

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