Vanessa Espín ha escrito un drama que refleja, a través de distintas vivencias, cómo transcurre la existencia sin luz durante dos años en el asentamiento de la Cañada Real Galiana

Antes de meterme en harina, me pregunto: ¿saldrá el espectador con una idea más o menos clara de cómo se vive en la Cañada Real? Respondo que en el Teatro Valle-Inclán no se vivencia la atmósfera degradada de aquel lugar único en Europa. El texto de Vanessa Espín es una fantasía, una fábula, hecha de realismo mágico, que sortea en exceso no solo las distintas problemáticas que cualquiera se puede encontrar en un barrio con los servicios básicos limitados; sino que se obvian otros conflictos de más calado, como la droga, o la masificación de algunas zonas. En 400 días sin luz no hay absentismo ni fracaso escolares. Sí, por el contrario, tenemos a unas honrosas mujeres luchando por sus derechos, a una muchacha que saca sobresalientes y quiere ser médica, a una joven rumana que cuida de su abuelo postizo y otros seres que sacan lo mejor del ser humano. No seré yo quien dude de estos personajes; porque, de hecho, algunos son enteramente reales, pero no vaya a ser que los espectadores se marchen a casa pensando que la disyuntiva es únicamente eléctrica. Y si tuviéramos que hacer el esfuerzo por imaginar lo que allí no acontece, pues bueno, algo sacaríamos; pero es que algunos diálogos son inverosímiles hasta el hartazgo. Pongamos de ejemplo a la madre que vive en los pisos nuevos al otro lado y observa espantada cómo su hijo ha metido en casa a una chica de la Cañada. Que alguien se exprese con ese odio, con esa xenofobia, con frases totalmente desfasadas, tan abruptas y descabaladas, marca un maniqueísmo insoportable. Si la madre de ella hace lo propio; aunque con más justeza, pues uno se queda inerme.
Espín ha ideado pequeñas historias que, insisto, se apartan de la morosa y pesada cotidianidad para un territorio desabastecido de energía y de otros bienes. Debemos entender que todo transcurre en alguno de los sectores menos chungos, y por eso no se cargan las tintas con las cuestiones más desagradables. Sin embargo, cada escenita viene henchida de activismo y de penuria familiar. Pero el problema no es que a los personajes les falte realismo, porque viven envueltos en una especie de cápsula de ficción; sino que, además, al trabajar con algunas gentes de la propia Cañada, en ese afán de hiperrealismo artístico y compromiso solidario, la función adquiere modos amateuristas.
Muy distinta es la labor actoral de María Ramos, quien realiza una actuación sobresaliente, con una intensidad desasosegante que le permite ahondar en un personaje altamente excepcional, pues su Wafa es una buena estudiante de bachillerato que aspira a estudiar Medicina. Le da la réplica un Andrés Picazo algo pasado de jerga adolescente (exceso de «mazo»). Ambos son como Romeo y Julieta, o personajes de algún romance fronterizo, que nos destina a un desenlace tremendamente edulcorado y bastante inverosímil.
Por su parte, Abdelatif Hwidar, en el papel de abuelo, sí que me parece que tiene un discurso más convincente, pues da cuenta de cómo la llegada de inmigrantes a la zona dificulta aún más la convivencia; además, la ternura que expresa sobre su hija adoptiva, Doina, tiene mucho sentido. Ella es encarnada por Zaida Romero y creo que a ella le ha tocado otro de esos papeles algo planos, faltos de matices y tendentes a un buenismo que impregna la función. Y como afirmaba más arriba, acogiéndose a las consignas del realismo mágico, Taha El Mahroug hace de Khalid, y se encarga del prólogo y de deambular como el espectro del hijo fallecido de Hanan, interpretada por Houda Akrikez, gran luchadora de los derechos de las mujeres en la Cañada en la realidad. Luego, el muchacho se va encontrando con Gerardo, un Pedro G. de las Heras que esboza un extraño rol, una especie de buscador de tesoros ocultos, un tipo extravagante. Después, es conveniente destacar a Saida Santana, pues, en los múltiples papeles de los que se hace cargo, favorece la cohesión general con su buen hacer, sobre todo cuando hace de trabajadora social.
Luego, la escenografía de Boromello es tan sencilla que tampoco contribuye a ambientar las dificultades. Eso sí, la iluminación de David Picazo resulta muy relevante en distintas fases del espectáculo acentuando las sombras. Es cierto que la dirección de Raquel Alarcón favorece un movimiento bien engrasado para que las piezas se engarcen con gran plasticidad.
Al final, uno debe quedarse con esas pinceladas que se intuyen de luchadores por una vida digna, inmersos en un conflicto político que nadie se atreve a resolver de manera adecuada; y que, mientras se pasan la pelota entre administraciones, estas gentes malviven y hasta mueren, y Madrid mira para otro lado. Bien sea que esta obra, con todas sus carencias estéticas, nos haga reflexionar sobre esta vergüenza.
Texto: Vanessa Espín
Dirección: Raquel Alarcón
Reparto: Khadija Ajahiou, Houda Akrikez, Taha El Mahroug, Pedro G. de las Heras, Rahma Hitach, Abdelatif Hwidar, Zaira Romero, Andrés Picazo, María Ramos y Saida Santana
Escenografía: Monica Boromello
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Beatriz San Juan
Videoescena: Elvira Ruiz Zurita
Espacio sonoro: Enrique Mingo
Ayudante de dirección: Aitana Sar
Ayudante de escenografía y vestuario: María Abad
Realizaciones: Mambo decorados (Escenografía)
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 13 de noviembre de 2022
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “400 días sin luz”