Esther F. Carrodeguas firma el texto sobre las Marías de Santiago de Compostela para un montaje carente de significancia

Resulta conveniente replantearse desde qué punto de vista se ha enfocado esta leyenda; porque, una vez terminada la función, uno se queda pasmado con tal insignificancia. Debe ser que para comprender el asunto o para acercarse con algo de medida es necesario vivir en Santiago de Compostela, y sospecho que allí, como ocurre en muchas ciudades y pueblos con sus personajes extravagantes (salvando todas las distancias: los heavies de Gran Vía), quedarán los retazos de una leyenda deshilachada. En definitiva, uno se sienta en su butaca de la sala Fernando Arrabal del Matadero, la grande (al montaje le sobra espacio por todos los lados; porque, claramente, es una propuesta destinada a un espacio más recoleto o, todo lo contrario, la misma calle), y aparecen dos señoras peculiares a hablar de no se sabe qué y a los setenta minutos, uno se levanta y se pregunta, ¿y ahora qué hago yo con esto? Pues informarse, puesto que no queda otra. Esther F. Carrodeguas, la autora, escribe: «…una gran historia de crueldad… también una historia de valentía: de coraje, de lucha, de irreverencia, de desobediencia —civil—, y de dignidad». ¿Está esto dentro de esta obra? ¿Tiene contenido esta obra? ¿Se nos pone de alguna manera en antecedentes? Más bien el relato es un retazo tan levemente simbólico y tan corriente en la expresión de su cotidianidad, que las pretensiones de la dramaturga no han pasado de su imaginación al papel. Podemos comparar este espectáculo con algunas de La Estampida, firmadas por José Troncoso, como Lo nunca visto o, claro, Con lo bien que estábamos (Ferretería Esteban), donde aparece como protagonista precisamente Carmen Barrantes, quien, además, hemos visto en La extinta poética, de La Zaranda, con su consabida estética parecida. Es decir, hablamos de caricatura, de repetición, de personajes estrafalarios y, viniendo de Galicia, esperpénticos; pero poco argumento. La actriz, que encarna a Maruxa, recurre a gestos y muecas reconocibles en ella con los que traza consistentemente el bosquejo de esa mujer bastante estricta en sus hábitos y en marcar el camino de su hermana, y anhelar el control de todo lo que les ocurre. Que Barrantes, que ronda los cuarenta y pocos años haga de la mayor, que murió con setenta y ocho años (en 1980), ya nos debe poner directamente en el terreno de la ensoñación, en la semblanza onírica. Mona Martínez interpreta a Coralina, una persona dubitativa, diríamos que acomplejada, temerosa. Sobre todo, en el epílogo, la actriz se desenvuelve con mayor hondura y logra que esos minutos finales sean los más potentes y significativos de toda la función; cuando parece que revelan algunas de las penas más anquilosadas en sus entrañas. Maruxa y Coralia salen a «las dos en punto» (uno de sus apodos) de su casa para dar el mismo paseo de siempre, desde la rúa do Espirito Santo hasta la Alameda, pintados sus rostros como dos muñecas de guiñol, como esas viejas prostitutas de posguerra que necesitaban llamar la atención en algún barrio de mala muerte. Vestidas con colores llamativos —cualquier color sería llamativo en una ciudad tan gris y lluviosa, catolicona y cerrada por aquellas—, y eso generaba un contraste de reacciones. Unos las insultaban, y otros, algunos tenderos, cuando ya requirieron ayuda, incluso para sobrevivir, las cuidaban dentro de lo posible. Por lo visto, su hermana Sara también las acompañaba hasta que esta murió. Fueron una pila de hermanos, hijos de una costurera y de un zapatero, vinculados con el anarquismo, hecho que «provocó» que nuestras protagonistas sufrieran humillaciones de todo tipo, como ser paseadas rapadas por la calle o irrumpir en su casa a destrozarla. De lo poco que sacamos en claro de este montaje es que su carácter resultaba paradójico y se balanceaba entre los guiños procaces y humorísticos a los hombres, y los exabruptos insolentes sobre otros viandantes que las vilipendiaban absurdamente. ¿Algo locuelas? Con una vida tan solitaria y miserable, parece razonable; aunque, el vino dulce Sansón que compraban con frecuencia, también las ponía en posición escandalosa. Tampoco termina de quedar expresado, si al final de sus vidas, una vez llegaron otros tiempos y las gentes fueron de otra manera, si se les tuvo más respeto e, incluso, cariño; cuando flirteaban con los estudiantes universitarios y estos respondían con piropos picantones entrando al trapo. Hemos de pensar que así fue, y que resultaron entrañables y hasta «frikis», diríamos hoy, hasta el punto de que en la actualidad sean uno de los suvenires que se venden en la capital, a imitación de la estatua tan colorista que está situada en el Parque de la Alameda. Por otra parte, la obra se hace lenta, deambulan o se suben a la plataforma que ha encajado en su escenografía Elisa Sanz, y que se infrautiliza —un sinsentido—. El resto del espacio parece que se llena, porque no se sabe qué hacer con él. El fondo está repleto de ropa lanzada de cualquier manera puesto que, según la escenógrafa: «Para mí simboliza su pasado truncado. Ellas eran modistas. La ropa que vemos tirada son las prendas que dejaron de coser, el tiempo que se rompió». Yo pensaba que tenían Diógenes. Luego, su vestuario peculiar (un abrigo verde, sus pañoletas para potenciar el rostro palidísimo) tampoco es que destaque demasiado; porque la iluminación de Juanjo Llorens es tétrica a más no poder. Oscuridad y más oscuridad para las dos de la tarde. Parece que salen de madrugada. Si todo es simbólico, incluidas las siluetas que se proyectan en la gigantesca pantalla, el engranaje por parte de la directora Natalia Menéndez no está bien resuelto. No se da una cohesión entre relato, contexto y personajes; ya que ninguno de estos elementos está suficientemente desarrollado. Este espectáculo me parece que parte de un concepto equivocado, al que se suman decisiones de carácter artístico erróneas. No sé qué pensarán los compostelanos; pero Las dos en punto es una propuesta aburrida, que no nos revela ni la identidad, ni la historia de estas dos pobres mujeres. Si usted no las conocía, ahora tampoco lo hará.
Autora: Esther F. Carrodeguas
Dirección: Natalia Menéndez
Reparto: Mona Martínez y Carmen Barrantes
Escenografía y vestuario: Elisa Sanz (AAPEE)
Diseño de iluminación: Juanjo Llorens (AAI)
Diseño de videoescena: Álvaro Luna (AAI)
Espacio sonoro: Ana Villa y Juanjo Valmorisco
Movimiento escénico y de actrices: Mónica Runde (10&10)
Ayudante de escenografía y vestuario: Lua Quiroga Paúl (AAPEE)
Ayudante de iluminación: Rodrigo Ortega (AAI)
Ayudante de videoescena: Elvira Ruiz Zurita
Ayudante de dirección: Pilar Valenciano
Producción ejecutiva: Santiago Ayala
Una coproducción de Teatro Español y Octubre Producciones.
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 23 de mayo de 2021
Calificación: ♦
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Un comentario en “Las dos en punto”