Espía a una mujer que se mata

Daniel Veronese plantea un Tío Vania propulsado por un elenco que lleva a límite su asfixia existencial

Foto de marcosGpunto

Quizás, cuando uno se adentra en el tedio, aceptando que Chejov es así, con su brillantez, pero también con su plomizo proceder, echa en falta algo más de ímpetu, del nerviosismo con el que hoy en día nos comunicamos. Pues Veronese nos lo concede y lleva a su máxima esencia esta obra hiperrepresentada (la temporada anterior el Vania, de Carles Alfaro). Si todo se redujera a la trama, a la observación de los deseos de cada uno y de cómo las piezas deben encajar, terminaría por ser un culebrón. Muy a la contra, es una oda nihilista que deja entrever fatuamente una esperanza existencial en la búsqueda de la belleza; ya sea en el arte o en la naturaleza o en las mujeres. Ahí tenemos, por ejemplo, la reiterada frase de Ostrovksy acerca de la lucha por liberar a «la belleza». La autoparodia irónica que el dramaturgo argentino pone en la boda de Serebriakov nada más empezar es toda una declaración de intenciones sobre su propuesta estética: «No querida, no… Empieza la función, y en un cuarto de tres paredes sucias, desangeladas, iluminado por una luz fría y artificial, ves a esos grandes talentos, a esos nuevos sacerdotes del arte sagrado, representando a la gente comiendo, hablando… Siempre los mismos, se repiten actores, no usan vestuario, los mismos decorados siempre… Y se creen que están haciendo un servicio a la humanidad». Así es, la escenografía es la misma que ha empleado en otras funciones para otras obras, que recuerde —además de Mujeres soñaron caballos—, Del maravilloso mundo de los animales: los corderos. Y sí, el vestuario es de lo más corriente. Nada que objetar —puesto que el resto es suficientemente subyugante—; pero tampoco nada que sumar. Dos paredes, una puerta, un pequeño pasillo y un vano que se abre y se cierra para sacar la cabeza y espiar. Pedro G. de las Heras encarna a ese achacoso y pesimista profesor, Serebriakov, que comanda la casa y que impone todo su ideario sobre la vida y la literatura como si fuera un sumo sacerdote machacando con su dogma. Interpretado con el poderoso enfiebramiento del enfermo que se deja querer. Su joven y bella esposa es Elena, que Natalia Verbeke sostiene inicialmente con algo de timidez, para luego elevar el brío. También es cierto que es uno de los personajes más pasivos, más objetuales, de la función. Está ahí para que los otros dos hombres se agarren esperanzadoramente a la vida. Por un lado, contamos con Astrov, el médico, un tipo complejo que Jorge Bosch acoge con una multiplicación de matices. Atraído por Elena, dispuesto a seducirla con su inteligencia, con ese interés por la repoblación de bosques, como una tarea titánica destinada a oxigenar el futuro. No obstante, tampoco puede obviar la taciturnidad que lo ahoga en vodka; llega a dar pena. Lo vemos decaer junto a su compadre Vania, los dos como si fueran unos comediantes en la parodia perpetua de Las criadas, de Genet —con el travestismo que les permite diluir su abulia. Pero creo que este montaje, donde la dirección actoral es soberbia y el trabajo de los intérpretes, en su conjunto, es de un altísimo nivel, son Ginés García Millán y Marina Salas quienes sobresalen con su compostura. El primero porque nos regala un Vania extremo, un hombre destruido, que se aburre de su existencia, que sueña con robarle la mujer a su odiado y enviado hermano, que no ha logrado madurar del todo y que sigue necesitando el cuidado de su madre. Logra el paroxismo a través de la brutalidad en el momento álgido del espectáculo, cuando pierde los nervios y busca la confrontación definitiva. La segunda —como viene demostrando estos años, por ejemplo, en Panorama desde un puente o Como si pasara un tren—, una actriz excelente, con su característica voz rota, hace aquí de sobrina, y le da la suficiente ternura y, a la vez, entereza, como para que nos seduzca en su fracaso con el doctor, el hombre de quien está enamorada. Se apuntala el elenco con una Malena Gutiérrez, que con el puro en la boca y su sarcasmo pertinaz, es Teleguin, aquí un criado muy Groucho: «Perdón, pero no soy Ivan Ivanich. Soy Teleguin, seguro me confunde con algún personaje masculino; será por el habano o por los pantalones. Pero soy una mujer y soy madrina de Sonia. Su esposo me conoce mucho. Ahora vivo aquí y ayudo en lo que puedo. No sé si se dio cuenta… todos los días como con ustedes…». El buen humor que posee en ocasiones la obra depende enteramente de ella. Hay que agradecer totalmente este personaje. Breve, aunque brillante en actuación y en texto. Finalmente, Susi Sánchez se queda con la madre; intenta poner la mayor sensatez posible y resuelve con suficiencia el rol más ajeno al meollo fundamental. Es inútil buscar en estos actores, en estos personajes, a sus posibles referentes chejovianos. Veronese interviene metateatralmente el texto y construye, desde el inicio, una amalgama de seres que viven en la ensoñación teatral, con un distanciamiento irónico que de vez en cuando se hace presente, como si no quisiera tomarse absolutamente en serio la hondura existencial de Chéjov.

Espía a una mujer que se mata

A partir de Tío Vania de Anton Chéjov

Texto y dirección: Daniel Veronese

Reparto: Jorge Bosch, Pedro García de las Heras, Ginés García Millán, Malena Gutiérrez, Marina Salas, Susi Sánchez y Natalia Verbeke

Espacio escénico: Daniel Veronese

Ayudante de dirección: Adriana Roffi

Diseño cartel: Javier Jaén

Fotos: marcosGpunto

Teatro Valle Inclán (Madrid)

Hasta el 10 de diciembre de 2017

Calificación: ♦♦♦♦

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