Siempreviva

Salva Bolta versiona el texto de Don DeLillo para desarrollar un montaje macilento lleno de luminosidades sobre un artista moribundo

Foto de Jesús Ugalde

Coinciden en la cartelera madrileña dos obras de calado y de forma muy distintos sobre la cuestión de la eutanasia. Rita y Siempreviva ofrecen tonos de desarrollo casi antagónicos. Podemos considerar a Don DeLillo como a uno de los mejores novelistas vivos de Estados Unidos, un tipo que maneja una narrativa de inmersión, de permanente detallismo y de profundización en las esencias de lo americano, desde una perspectiva decadente y acibarada, como se puede apreciar en su mejor novela, Submundo. Todas esas características están en Love-Lies-Bleeding (Sangre de amor engañado), bajo la versión y dirección de Salva Bolta, quien ha sabido untarle una asfixiante pátina de luminosidad crepuscular. Eso se comprueba no solo en la cadencia, algo morosa, como voy a detallar; sino en una escenografía, la de Paco Azorín, que conjuga varios aspectos, en apariencia, paradójicos. Primero afirmemos que simbólicamente es coherente con las pretensiones del protagonista. El gran cubo inclinado que se ubica en el centro nos remite igualmente a la obra de arte que está elaborando nuestro artista, experto en land art, es decir, horadar una estancia dentro de una montaña, algo así como lo que pretendió producir Chillida en Tindaya, ubicada en Fuerteventura y considerada sagrada por los aborígenes; como a una habitación de hospital, tan aséptica y, a la vez, tan pura como un sepulcro iluminado. Así lo refleja la línea de luz que nos anuncia la disolución oceánica. Por otra parte, la intervención que se produce con las esculturas que simulan cactos repartidos por un desierto rastrillado circularmente, es como una simulación baudrillardiana de la naturaleza. En definitiva, una metáfora del artista solitario y decaído, que se aproxima hacia la parálisis corporal. Todo compacta si lo analizamos detenidamente. Y es que el espectáculo puede resultar algo pesado, algo monótono y lento en los procedimientos, dos horas taciturnas ―Luis Perdiguero ha realizado un trabajo con las luces muy persistente― que no terminan de desvelarnos al personaje definitivamente; pero que, una vez termina, si aceptamos el reto deconstructor, descubriremos un texto repleto de gestos y de guiños, de una profundidad soberana. La estructura planteada es muy clara y muy determinante para el desarrollo de cada uno de los papeles. En un inicio, Felipe García Vélez, quien hace de Alex, aparece sentado en una silla de ruedas, charla con su joven mujer («Una vez vi un muerto en el metro») en lo que parece una habitual transmisión de experiencias vitales para alguien que vive recluida como una anegada admiradora sin mucho mundo. Marina Salas ―a quien no veía sobre el escenario desde Espía a una mujer que se mata― se ajusta excelentemente en el quiero y no puedo de alguien que observa cómo su futuro con su marido se va a desvanecer. Furia de muchacha impotente y su voz rota tan característica hasta la rendición. Enseguida, en la escena 2, nos trasladamos al siguiente año, cuando Alex ha sufrido un segundo ataque y yace vegetal sobre la cama del cubículo. Salva Bolta ha decidido que no veamos el cuerpo, el rostro y la mueca del moribundo, ni su posible dolor, ni su rictus mortuorio. Este hecho potencia la frialdad que en varios momentos atenaza los diálogos. Tiene sentido, como veremos; pero, como espectadores, nos perdemos la dureza del momento final y, quizás, no sea justo. Aunque se nos avanza que la propuesta trata sobre la eutanasia, creo firmemente que, en realidad, consiste en una matanza simbólica. Esto se entiende, cuando aparecen por aquel paraje Toinette y Sean, la cuarta mujer y el hijo de la primera. Mélida Molina luce en el flashback que nos sitúa seis años antes, cuando empieza el acto segundo. Su visita, después de que lo hubieran dejado, nos sirve para conocer mejor al artista. Ella desprende erotismo y se suelta con la bebida, en uno de los mejores momentos de la función. El rock progresivo ―buena decisión dramática― ambienta sicodélicamente el instante de intimidad. Aún no sabíamos si el hombre del que todos hablaban era un tipo genuino o una impostura, porque cuando tratamos de artistas estadounidenses ―fijémonos en Pollock― uno ya no sabe si es un suvenir, un romántico trasnochado o un objeto de consumo snob para pijos neoyorkinos. Aceptemos por una vez que Alex Macklin es un pintor, un escultor, de verdad, con ínfulas de autenticidad. Parece que su visión lírica de la vida, ese cúmulo de metáforas que le rondan cuando piensa en el nombre de las plantas ―siempreviva (la traducción daría para toda una exégesis), mariposa del desierto―, como en esa remisión al poema hermético de Ungaretti, «Mattina», que únicamente tiene un verso: «M’illumino d’immenso», y que vale para probar traducciones posibles que se convierten en anunciaciones, en mantras o en compuertas místicas. Es una clave oculta que no puede pasar desapercibida y que funciona como un aleph en la obra. Vélez trasluce alma de roquero, de pulsión violenta que esconde con decoro ―«Siempre pensé que mataría a alguien. No sé por qué no ha sucedido»―, un eremita que conlleva heridas que apenas se dejan ver. Nos lo creemos porque tiene la pinta y el movimiento del individuo desastrado que anhela dar forma a la perfección geométrica en el caos natural como camino de salvación. Sus «cadáveres» son esos tres espectros sin compostura existencial, una ex mujer sin rumbo, una esposa sostenida en el deber y en la admiración, y un hijo, que en sus quejas demuestra toda la típica gama de carencias afectivas. Carlos Troya manifiesta ser el más acuciante a la hora de zanjar el asunto. Configura con finura esa falsa seguridad que imprime cuando sostiene la morfina y las instrucciones de uso obtenidas en internet. Asistimos al debate esperable, pues Lía se resiste a lo inevitable; pero, insisto, es un falso debate. No es tanto compasión, como soltar el pesado lastre. Sangre de amor engañado, esa es la metáfora. Reconozcamos en el debe, que se puede hacer un poco pesado el montaje hasta que se llega al segundo acto; porque es el momento en el que vislumbramos al personaje que verdaderamente nos interesa. El resto es demasiado dependiente de la figura del artista y sus charlas alargan en exceso el acontecimiento cumbre. Siempreviva es un espectáculo macilento y críptico, que nosotros debemos auscultar para descubrir sus códigos fundamentales.

Siempreviva

Basado en Sangre de amor engañado, de Don DeLillo

Versión y dirección: Salva Bolta

Reparto: Felipe García Vélez, Mélida Molina, Marina Salas y Carlos Troya

Diseño de espacio escénico: Paco Azorín

Composición de música original: Luis Miguel Cobo

Diseño de iluminación: Luis Perdiguero

Diseño de vestuario: Ikerne Giménez

Ayudante de dirección: Juanma Romero Gárriz

Ayudante de escenografía: Alessandro Arcangeli

Una producción del Teatro Español

Naves del Español en Matadero (Madrid)

Hasta el 28 de febrero de 2021

Calificación: ♦♦♦♦

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