La hija del aire

La famosa tragedia de Calderón con la perspectiva de Mario Gas; entre la frialdad del elenco y la garra de Marta Poveda

Foto de Lau Ortega

De manera inconfundible es esta una de las comedias más célebres de Calderón. Vive en paralelo de su obra maestra, La vida es sueño; pues igual que ocurre con aquella, también el protagonista mora encerrado por los nefastos augurios que pesan sobre él. Semíramis posee una historia que se pierde en las leyendas de hace siglos y que nos la sitúan como la Sammuramat asiria. Sus reminiscencias se reparten por el Mediterráneo y el propio dramaturgo madrileño la emplea para crear una tragedia sobre la ambición de poder. Desde luego, lo interesante es descubrir si la versión de Benjamín Prado y la dirección de Mario Gas suman lo suficiente como para justificar el montaje más allá del valor que tiene como clásico. En cuanto al primero, nos ha entregado un texto que suena suavizado en los hipérbatos propios de la escritura barroca, y eso hace que el verso se nos muestre más claro al oído; aunque eso le quite cierta sentenciosidad. Por otra parte, al retirar a Chato (y a los músicos), ese bufón rústico que acompaña siempre a la futura reina, nos censura la réplica sarcástica. La sensación general es de frialdad en diferentes tramos de la extensa función. Esta percepción viene determinada por unos actores que han sido dirigidos hacia el estatismo. En muchos momentos parece que, una vez toman posición, su expresión no es acompañada por el cuerpo. Aquí, realmente, la baza segura ha sido apostar por Marta Poveda, pues sabemos que no cabe el error dada su enorme experiencia (por ejemplo: El perro del hortelano o La dama duende) en estas lides (aunque haya espectadores a los que su peculiar voz rota no les persuada bastante). Todo en ella es energía. Su dicción es una concatenación fluida de los octosílabos y su posicionamiento escénico es una permanente afrenta a cualquier freno que se le ponga por delante. Una mujer incansable que nos arrastra con su potencia desde el inicio, encerrada en una oscura gruta hasta que sucumbe en la guerra. Otro de los grandes puntos de la propuesta es, sin duda, la impresionante escenografía de Ezio Frigerio (acompañado por Riccardo Massironi). Un templo, una galería gigantesca que se eleva (y se abre para ser caverna y prisión) en todo el fondo del Teatro de la Comedia y donde se distinguen motivos de la escultura, de los bajorrelieves, de, arte antiguo de Próximo Oriente. Así el toro que atraviesa desde arriba y el rostro de un felino que nos remite imaginariamente a la Leona herida procedente de Nínive, se imponen para marcar estéticamente la función. Primordial para sacarle todo el partido con sus escorzos es la iluminación Fiammetta Baldiserri; no obstante, la luz destinada a los actores sobre las tablas favorece aún más el alejamiento y la quietud; precisamente porque es excesiva y vemos demasiado. Otro asunto bien distinto es que las videoescenas de Álvaro Luna no acaban de encajar del todo en esa escabrosidad. Y por seguir con los aspectos artísticos, la composición musical de Orestes Gas tiene a veces un soniquete electrónico que resta elegancia. Creo que una de las pegas que se pueden poner en este ámbito es que se han mezclado demasiados elementos. Si bien el vestuario de Franca Squarciapino es un dechado de detalles militares y de sobriedad que nos aproxima a una interrelación de la casaca y el abrigo que nos hace pensar en Rusia, mientras que los vestidos de las féminas entroncan con lo persa, con lo babilónico. Ningún arma de fuego se utiliza, únicamente sacan el sable de vez en cuando; sin embargo, sí que se oyen tiros y hasta ametralladoras. Se quieren abarcar, entonces, demasiadas épocas con detalles insuficientes. Como afirmaba más arriba, Poveda marca la pauta y se encuentra con un elenco que, en general, camina a un ritmo inferior. La falta de seguridad en el verso agarrota las piernas y la lengua. Se traza una trama maquiavélica, donde la avidez y la pujanza no tienen fin. Menón, un Agus Ruiz que se descompone en el momento que quiere sujetar a su personaje enamorado, libera a la cautiva cuando se le concede el dominio de aquella región. Por allí ronda Tiresias (Ricardo Moya), el viejo maestro que ha ilustrado a la dama. Nino, un Germán Torres a quien le ocurre algo parecido a Menón mientras es seducido por Semíramis, ha vencido en la batalla y se ha quedado con Nínive. Si bien lo más seductor, como se sabe, llega cuando la protagonista se alza con el poder ya en la segunda parte y se ve sometida a dos cuitas. Por una parte, su crueldad ante su enemigo y pretendiente al trono Lidoro. Es destacable la entrega de José Luis Alcobendas. Y, por otro lado, ese juego de intercambio con su propio hijo, al que se parece tanto. Ninias (Aleix Peña), muy querido por su pueblo, por ser varón provoca el repliegue y la retirada de su madre, hasta que decide regresar disfrazada del rey. Bastante flojas son las líneas argumentales que plantean diversas relaciones amorosas. Entre los generales, José Luis Torrijo causa buena impresión y da gran verosimilitud a ese confidente que se debe ajustar a los devenires con los que se topa. En definitiva, Mario Gas nos dispone el montaje del clásico con algunos aires de modernidad; pero sin lograr una atmósfera de tragedia agónica. Si no fuera por la Poveda…

La hija del aire

Autor: Pedro Calderón de la Barca

Versión: Benjamín Prado

Dirección: Mario Gas

Reparto: Agus Ruiz / Juan Díaz, Lander Iglesias, Marta Poveda, Ricardo Moya, Germán Torres, Marta Betriu, Jose Luis Alcobendas, Pietro Olivera, David Vert, José Luis Torrijo, Ariana Martínez, Silvana Navas, Aleix Peña Miralles y Jonás Alonso

Videoescena: Álvaro Luna

Composición musical y audioescena: Orestes Gas

Iluminación: Fiammetta Baldiserri

Vestuario: Franca Squarciapino

Escenografía: Ezio Frigerio con Riccardo Massironi

Teatro de la Comedia (Madrid)

Hasta el 23 de junio de 2019

Calificación: ♦♦♦

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Un comentario en “La hija del aire

  1. Totalmente de acuerdo. A veces el resultado no es igual a la suma de las partes. Pero, en este caso, los responsables son Mario Gas y Benjamín Prado. La osadía de eliminar personajes y recortar versos la hemos pagado nosotros: el público.

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