Nise, la tragedia de Inés de Castro

El Teatro de La Abadía acoge de nuevo la espléndida propuesta de Nao d’amores apoyándose en dos obras de Jerónimo Bermúdez

Nise - Foto de Álvaro Serrano Sierra
Foto de Álvaro Serrano Sierra

Vivimos en un mundo tan ansioso de modernidad, que asistir a un montaje tan apegado a unas formas antiguas y hasta viejas, supone, paradójicamente, un clamor vanguardista desde el pasado. La Nise de Nao d’amores es un ejemplo de obra maestra en nuestra contemporaneidad. Es un acontecimiento teatral aquilatado por la perfección técnica en todos los órdenes, a través de una mirada al renacimiento más medievalizado con mimbres metafóricos y gustosos que podemos aprehender con facilidad. El lógico éxito lo devuelve a La Abadía otra temporada más; el espacio para el que fue concebido la propuesta. El ábside envuelve el cuadro viviente, el retablo se configura ante nuestros ojos como ocurre en la historiada tumba de Pedro I e Inés de Castro en el Monasterio de Santa Maria de Alcobaça (Portugal). Los haces de luz cenitales que ha dispuesto Miguel Ángel Camacho producen la sensación de que el sol, con todo su simbolismo, ha penetrado por algún vano. Y luego, el botafumeiro, que aparece de improviso, incide en esa atmósfera turificada. Es decir, toda la visión escenográfica de Ricardo Vergne se nos despliega artesanalmente con materiales como la madera o los azulejos con motivos florales tan típicos de nuestros vecinos que valen decorar la alberca. Todo propende al detalle, al acoplamiento idóneo para que Ana Zamora vaya colocando las piezas en una sucesión de capiteles magníficos. Ciertamente, tendremos que aguzar el oído para que no se nos escape ese castellano del siglo XVI, si es que debemos asumir que se pronunciaba así, como ya ocurrió con la Numancia cervantina que presentaron hace unos meses. Esa puede ser la máxima dificultad en cuanto a la recepción de este espectáculo; pero el argumento es sencillo; aunque su trasfondo sea complejo. Ya se nos dio cuenta de esta leyenda con aquella función de Reinar después de morir, de Vélez de Guevara, que se presentó hace un par de años en el Teatro de la Comedia. La dramaturga ha tomado las dos obras de Jerónimo Bermúdez (1530 – 1599) —Nise lastimosa y Nise laureada— para trazar una historia que comienza in medias res, pues el futuro rey está a punto de enamorarse de Inés, una joven dama de origen noble. Los tintes neoplatónicos se perciben claramente en esa contemplación petrarquista del amor, tan ilusionante como enfermizo, donde la dama convierte a su amado en casi un esclavo de su pasión. Una fuerza, a la postre, totalmente necesaria para apoyar su determinación. Con ella se casará en secreto para escándalo de su padre y de sus consejeros. El meollo del asunto político, y uno de los puntos más significativos de estas obras, es que, al contrario de lo que ocurría en la literatura de todo género, el monarca ya no representa la justicia, sino la impiedad. Por lo tanto, estamos ante una clara denuncia de un comportamiento contrario a los valores del cristianismo. La cuestión es que las intrigas palaciegas planteaban que Inés de Castro era una hija bastarda; aunque, en realidad, se trataba más de luchas entre distintas casas de nobles. Que el rey don Alonso consintiera el asesinato de Inés implicó que después su hijo, henchido de furia, desenterrase a su mujer, para entronizarla de cuerpo presente y después acabar con sus verdugos. Una tragedia que se dirime estéticamente por un maniqueísmo muy tajante, que se representa a través de un originalísmo vestuario de Deborah Macías, compuesto por gruesos abrigos de lana, lo que da también referencia de lo importante que era este tejido en Castilla, y más en Segovia, de donde es originaria esta compañía. Los tonos parduzcos compiten con los blancos en un enfrentamiento mezquino. La música —otro de los puntos fuertes de este grupo— circunda todo el devenir a través de la vihuela, el órgano o el clavicordio. Isabel Zamora y Alba Fresco son las encargadas de tocar las diferentes piezas que ha seleccionado Alicia Lázaro, consiguiendo momentos de gran esplendor, como en las Lamentaciones de Jeremías, de Cristóbal de Morales. A ellas se suma el contratenor José Hernández Pastor para imponer su voz junto a los coros de los distintos cancioneros. La hermosura es absoluta cuando Natalia Huarte, candorosa y desgarradora, frente a la pileta, demuestra su amor con las expresiones propias de las cantigas, donde el agua posee esa significancia tanto purificadora como erótica. Su pretendiente es interpretado por Eduardo Mayo con gran consistencia y con vigor in cresciendo. José Luis Alcobendas, como monarca, se quiebra en la duda con verdadero sostenimiento. Mientras que Alejandro Saá, en el papel de merino mayor, vuelve a demostrar sus aptitudes para la entonación versal y para entregarse a fondo en la defensa de sus espurias intenciones. No le va a la zaga Marcos Toro, otro de los consejeros, para actuar de manera sibilina. El equilibrio entre la duración (certeramente breve) y los distintos impactos argumentales terminan por aunar cada uno de los elementos que entran en juego, para ofrecernos un montaje sencillamente espléndido.

Nise, la tragedia de Inés de Castro

Autor: Jerónimo Bermúdez

Dramaturgia y dirección: Ana Zamora

Reparto: José Luis Alcobendas, Alba Fresno, José Hernández Pastor, Natalia Huarte, Eduardo Mayo, Alejandro Saá, Marcos Toro e Isabel Zamora

Dirección musical: Alicia Lázaro

Asesor de verso: Vicente Fuentes / Fuentes de la Voz

Vestuario: Deborah Macías (AAPEE)

Escenografía: Ricardo Vergne

Iluminación: Miguel Ángel Camacho

Coreografía: Javier García Ávila

Asesor de máscaras: Fabio Mangolini

Ayudante de dirección: Verónica Morejón

Ayudante de escenografía y vestuario: Irma Martínez

Realización de vestuario: Ángeles Marín / Maribel Rodríguez

Realización tejidos artesanales: La Real Lana

Realización de escenografía: Purple Servicios Creativos

Realización de utilería: Ricardo Vergne / Miguel Ángel Infante

Dirección técnica: Fernando Herranz

Prensa: Josi Cortés

Producción ejecutiva: Germán H. Solís

Distribución: Nao d´amores

Una producción de Nao d’amores y Comunidad de Madrid en colaboración con Teatro de La Abadía

Con la colaboración de Ayuntamiento de Segovia y Junta de Castilla y León

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 13 de febrero de 2022

Calificación: ♦♦♦♦♦

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Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia

El Brujo nos lleva a los orígenes del teatro para desplegar todos los recursos propios de su peculiar arte

Igual que es justo reconocer una vez y las veces que sean que El Brujo es un portento teatral y que arrastra a un público fiel que lo sitúa sinceramente en un pedestal; también es de rigor afirmar que uno como espectador va perdiendo alicientes. La fórmula funciona; pero cada vez menos, si uno sigue con asiduidad sus montajes y espera alguna novedad. Si el meollo o la excusa que el artista tome nos lleva por derroteros más interesantes y enjundiosos; entonces nuestra atención cobrará vigor. Y, afortunadamente ―al contrario que en su anterior espectáculo, Autobiografía de un yogui―, este Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia posee una hondura en nada despreciable. De más está recordar todos los habituales recursos oratorios y dramáticos que emplea el actor. El permanente juego de distracción, de distanciamiento para no adentrarse en las dificultades que quiere sondear, en los fundamentos del arte dramático y en esa conexión con la vida. Y eso que sus primeras palabras son versos en griego, y que proceden de Los persas, la obra teatral más antigua que conservamos. Ya sabemos, por ejemplo, cómo le gusta bajar a la más entera realidad del momento y cómo adapta el texto a las circunstancias del tiempo y del lugar. Así que es necesario señalar que esta crítica se centra en lo ocurrido un jueves 4 de marzo de dos mil veinte en el Teatro Bellas Artes de Madrid. Lo que ocurriera en Mérida, cuando presentó esta propuesta, es asunto diferente. De hecho, la materia metateatral ―las peripecias hasta que dio con la idea para realizar un montaje en la ciudad extremeña después de recibir el encargo, son aquí incluidas―. Sigue leyendo

La ruta de don Quijote

Arturo Querejeta se mete en la piel de Azorín para recrear aquella colección de crónicas sobre el héroe cervantino

¿No es todo un atrevimiento pergeñar un espectáculo sobre un libro así? ¿Alguien lee hoy a Azorín? Relegado a un olvidadizo cuarto puesto, tras Unamuno, Baroja y Machado, en la Generación del 98, se pasa casi por alto en los planes de estudio y uno desconoce qué obra debería revitalizar su figura. El de Monóvar ha envejecido muy mal y su seudónimo es la única huella que sobrevive. Al igual que ocurrió en el 2005 (y luego en 2015), con todos esos fastos sobre El Quijote (mucho merchandising y poco lector); en 1905 también se conmemoró la publicación de la magna obra, aunque con un sentido más político e ideológico. Fue más una búsqueda de emblemas que vinieran a reconstruir el andamiaje derrumbado tras el desastre. Cervantes y don Quijote fueron un tema que excedió lo puramente literario. Puede que resulte una visión demasiado posmoderna, pero el montaje que se presenta ahora en La Abadía cobra mayor valor dado el contexto y la coyuntura que vive España y la discordia catalana. Sigue leyendo

El pintor de batallas

Adaptación de la novela de Pérez-Reverte sobre las experiencias de un fotógrafo de guerra

La fotografía no para de cobrar importancia en nuestra sociedad. Se la ha encumbrado —sin mucha teoría fuerte detrás— como objeto artístico en sí (no paramos de conocer exposiciones de fotos de aquí y de allá). Pero más relevancia ha tomado —puesto que vivimos rodeados de instantáneas— nuestra incapacidad para situarnos detrás del objetivo, para comprender el contexto en el que se ha tomado y para descodificar todo aquello que implica su composición, ya sea intencionada o azarosa. Los malos entendidos y las visiones torticeras están a la orden del día. Nunca está de más recordar que una fotografía es un signo y, concretamente, un icono. Lo reflejado no es en sí la realidad. La fotografía es un arte de doble manipulación: la de nuestro propio ojo y la del aparato. En El pintor de batallas conocemos a un fotógrafo de guerra llamado Andrés Faulques, un tipo que se ha retirado a vivir a un faro. Allí se dedica a pintar un mural enorme, con claras alusiones a su pasado en todos esos conflictos bélicos en los que ha trabajado. Sigue leyendo

Teresa o el sol por dentro

Personal relato de Rafael Álvarez, El Brujo sobre la santa en un espectáculo inclasificable

teresa-o-el-sol-por-dentro-fotoBajo el epígrafe «Ingenio y mística», El Brujo ha perfilado dos espectáculos auspiciados por las conmemoraciones y por una época de transición y crisis como fueron los albores del Barroco. Si hace unas semanas presentaba Misterios del Quijote con su peculiar visión del clásico cervantino, ahora nos ofrece Teresa o el sol por dentro, una semblanza sui géneris sobre la vida de la santa. La pericia de Rafael Álvarez para llevar a su terreno un tema, a priori, áspero, complejo y hasta inapelable, como la experiencia iluminativa de nuestra célebre mística, ronda la genialidad. El Quijote era propicio para el humor, pero que la platea de los Teatros del Canal se rompiera de risa con las confesiones cristológicas de Teresa de Jesús, alcanza un punto herético. Fundamentalmente hay que destacar el equilibrio que el artista ha logrado con esta función. Sus elementos primordiales se compactan de maravilla y, además, se conjugan dialécticamente en un ritmo que va in crescendo hasta dejarnos más que satisfechos con la propuesta. Comienza, como es habitual, con una presentación extensa, en este caso, una contextualización histórica donde salta de acá para allá a través de los hitos más destacables del siglo XVI más otras intertextualidades que él espolvorea y que nos pueden dirigir por cualquier vericueto, ya sea alguna similitud política con la actualidad o alguna costumbre llamativa con la que debamos sentir afinidad. Sigue leyendo

Misterios del Quijote

Aproximación fronteriza del Brujo a la novela de Cervantes en este año de conmemoraciones

Foto de Fran Ferrer
Foto de Fran Ferrer

Continúa Rafael Álvarez, el Brujo en sus incursiones literarias, abordando clásicos a través de sus particulares procedimientos interpretativos. En esta ocasión ha dirigido sus intereses hacia la que debería haber sido la horma de su zapato. Alguien tan interesado en bordear el asunto, en aproximarse con distancia en ese juego de entrada y salida ficcional, en esa propagación de recursos metalingüísticos y metateatrales de ser y no ser actor-personaje, tendría que haber sacado oro de una obra donde aparecen tantos narradores más él, como respetable juglar, que se ha sumado a la lista; pero creo que en esta propuesta se ha quedado con la lanza en astillero. Con el Brujo tenemos garantizadas muchas bonanzas: un público cálido repleto de adoradores que no dudan un instante en aplaudirlo en cuanto pisa el escenario (casi un ritual que es difícil encontrarlo con otros intérpretes) lo que carga el ambiente, un sentido del humor que trabaja en varios planos, bien puede caer en lo efectista, pero chabacano, con regodeos en lo escatológico («chorrina», «chorra y orina», pura invención) o en lo sexual, con aquello de las «mozas, destas que llaman del partido» (el artífice no deja pasar una), como puede ironizar sobre cuestiones políticas de plena actualidad, asuntos sociales (aquí, chistes sobre borrachos y tabernas) y un sinfín de ocurrencias que nos lanza con su acostumbrada espontaneidad. El humor peculiar de Rafael es el hilo inapelable de la obra. También tenemos garantizada la interpelación, nosotros somos su permanente narratario y nos trata con deleite, con sorna y con falsa adulación. Sigue leyendo

Así que pasen cinco años

El grupo Atalaya vuelve a dar una lección estética en su versión de la obra lorquiana

Foto de David Ruano
Foto de David Ruano

Después del buen sabor de boca que nos dejó su reciente Madre Coraje, ahora los de Atalaya se han plantado en el Centro Dramático Nacional con una mirada sobria y onírica sobre uno de esos textos de teatro imposible de Federico García Lorca. También este año hemos podido disfrutar ─y lo hemos contado por estos lares─ de El Público, con una visión del simbolismo lorquiano absolutamente diferente del que aquí, con Así que pasen cinco años, ha imaginado Ricardo Iniesta. Escorado hacia una estética, por un lado, expresionista, donde la arquitectura se maximaliza y las escaleras conducen hacia la nada o el vacío y, por otra, hacia Magritte: objetual, directo y metafórico. Cuando la función se vuelve aún más onírica, también podemos encontrar esas líneas de fuga que imprimió Orson Welles en su adaptación de El Proceso. Partimos, por lo tanto, de una escenografía con pocos elementos, pero de una funcionalidad evidente, que juega con el beneficio de una iluminación donde Miguel Ángel Camacho ha sabido provocar nuestra atención. Es una virtud de esta compañía la capacidad para dinamizar los textos cuando se ponen en escena, aprovechando todos los espacios posibles de tal forma que nada entorpezca el paso de un acto a otro, de una escena a la siguiente. Lo vemos, por ejemplo, cuando aparecen delante del telón el niño y la gata, para después adentrarnos de nuevo en ese despliegue de escaleras dobles, de armario de espejos donde se multiplican las personalidades reflejadas o de los objetos que se reparten por el suelo como las tijeras, como símbolo de impotencia en el más amplio sentido del término. Sigue leyendo

Ojos de agua

Charo López extrae de La Celestina las esencias de un hedonismo desaforado

Ojos de aguaLa vieja puta Celestina ha resucitado en la forma de una dama encantadora que se nos expone más allá del tiempo y del espacio. Viene a darnos su versión de los famosos hechos acaecidos entre Calisto y Melibea, pero también para reclamar su libertad de bruja. No duda la trotaconventos en sincerarse, ella no ha dejado un solo día sin pecar, y su testimonio contrasta con un cinismo histórico del resto de damas que obvian las oscuridades de sus «buenas costumbres». Por eso esboza, constantemente, Charo López la sonrisa, prueba de su afán hedonista; creando una interpretación candorosa y vitalista, sagaz y complaciente. Se gusta la actriz en escena, se mueve con la seguridad de un personaje, epónimo de la literatura amorosa y cortesana, sabedora de secretos tan íntimos como definitorios. A su vera, jugando un papel reconfortante, detallista y dinámico, el espíritu de aquel sirviente llamado Pármeno (compañero de aquel otro sirviente llamado Sempronio) que Fran García, en una disolución de personajes y acompañantes, colorea. Él mismo nos ofrece un grácil prólogo a modo de captatio benevolentiae, nos regala sus temas musicales (por momentos me pareció un acústico de Vestuta Morla) donde comprobamos que tanto Yayo Cáceres como Álvaro Tato han pergeñado verdadera poesía, muy afinada en el discurso y apropiada en el tono. Además, la guitarra de Antonio Trapote encaja a la perfección. Sigue leyendo

Otelo

El Teatro Bellas Artes acoge una de las grandes obras del Shakespeare madurootelo-eduardo-vasco

Una de las obras de Shakespeare más definidas en su argumento, más claras en la construcción y, también, más sencillas en la trama es Otelo. Esto nos debe servir para que fijemos nuestra atención en el cinismo de vaivén que profiere Yago, quien verdaderamente ejerce de antagonista abyecto y persuasivo, además de poseer los mimbres que desencadenan toda la tragedia. La presencia en escena de Daniel Albadalejo (ya lo disfrutamos anteriormente en La lengua en pedazos) como el moro de Venecia y de Arturo Querejeta como Yago en una pulsión de fuerzas memorable, nos puede llevar a imaginar que tan solo ellos llevan la obra, con esa transformación tan dinámica y redonda de sus personalidades. Su energía dramática es tal que, en cierta medida, eclipsan al resto del reparto, entre los que destaca Lorena López como Emilia (mujer de Yago) y Fernando Sendino como Casio. La codicia, el alcohol, la astucia, el impulso por medrar y la envidia se muestran en una escenografía sencilla donde unas enormes puertas a modo de retablo se alzan al cielo desde el mismísimo centro, mientras la música es interpretada al piano con gran coherencia trágica por Ángel Galán. Además, el vestuario de Lorenzo Caprile, en verdad elegante y favorecedor, fundamentalmente en los hombres, pertrechados por casacas negras nada ampulosas. Elementos que favorecen el desenvolvimiento del gran Yago y el enorme Otelo quienes en varias ocasiones se aproximan hacia el público sentados en las escaleras a dictar sus meditaciones, sus verdaderas intenciones, sus miedos, sus tretas, logrando una comunicación superior.  Sigue leyendo