Rafael Álvarez, El Brujo, nos lleva a extraer las enseñanzas de Yogananda, el introductor en Occidente del kriya yoga
Muy difícil resulta criticar un espectáculo de El Brujo sin caer en las consabidas características de ese estilo que ha pergeñado de forma genuina; pero, en esta ocasión, creo que no ha encontrado el equilibrio que sí se percibía en sus obras anteriores. Primeramente, porque se extiende demasiado, sin que haya motivo para ello. Es cierto que la exitosa Autobiografía posee un número de páginas considerable; aunque no hay más que observar cómo nuestro intérprete se demora con algunas de las anécdotas. Él mismo comenta que llegaremos hasta las dos horas y cuarto. Pienso que existen demasiadas redundancias sobre aspectos metafísicos a los que se pretende otorgar cierta consistencia que se quedan flotando en la nada. Además de esa reiterativa unión entre los dichos retóricos de algunos científicos (por ejemplo, Einstein) y las especulaciones de estos «ungidos» como si alguno de ambos ofreciera una aproximación certera. Pura poesía. Uno puede entender que estos yoguis hayan tenido tanta repercusión en Occidente; y eso sin que hayan conseguido conversiones masivas al budismo o al hinduismo. Para aquellos que desconfían de los iluminados que se teletransportan galácticamente o que tienen sueños premonitorios que se cumplen fehacientemente, la vida de Yogananda (de la que también se da cuenta en el documental de 2014, Awake) puede ser una excusa para comprender un hecho sociológico de primera magnitud. Ya que nuestro yogui viajó a Estados Unidos en 1920, donde llegó a ser aclamado en conferencias multitudinarias como la del Carnegie Hall. En ese país introduciría el kriya yoga, un conjunto de procedimientos de meditación basado en la respiración. Yoga más marketing, y los empresarios felices porque sus empleados rinden más gracias a que su estrés ha disminuido (poca religión y poca filosofía). Hoy, ya que el término hindú tiene demasiadas connotaciones orientales y suele impartirse por maestros con ínfulas sofísticas, se le ha dado un lavado de cara desde la psicología para que los más «racionalistas» se puedan beneficiar de sus bondades. El mindfullness es ahora lo que pita si usted no quiere inflarse a benzodiacepinas. El caso es currar como un burro mientras lucha denodadamente por ser viral (de lo que sea y como sea). Las rebeliones son más propias de otros siglos, ahora la gente civilizada adopta la postura del loto. Por otra parte, nada en el discurso de Yogananda es nuevo (no obstante, muchos occidentales se ven subyugados por el exotismo). Todas las concepciones metafóricas y poéticas sobre el cosmos, el karma, la conciencia y el desapego estaban impresas en las filosofías y en las religiones de la antigüedad, metamorfoseándose sin parar en sincretismos que coinciden con los mismos misterios. Y esta es una de las claves que arrastra El Brujo: el misterio. El misticismo que lo religa con lo inasible, con esa inmensidad oceánica de lo desconocido, con ese cuestionamiento con el más allá desde el más acá, desde los interiores de su ser sorprendiéndose a sí mismo en la ignorancia de la vida. Y si por algo es valioso el montaje es por recordarnos que constantemente somos llamados a descubrir qué somos, qué hacemos aquí, qué podemos esperar; algo que no ocurre con frecuencia en el teatro. La complicidad de los espectadores, muchos de ellos seguidores acérrimos y, probablemente también, ciudadanos bastante alejados en primera instancia del mundo yóguico, es innegable. Aunque es evidente que funcionaba mejor la incursión en el tema de lo inefable con los místicos españoles (véase Teresa o el sol por dentro, o su espectáculo sobre san Juan de la Cruz). El actor trufa la función con cada uno de sus guiños, de sus impostaciones de voz, de esos saltos mortales que nos llevan desde lo complejo a lo prosaico ―extraordinario cómo habla de nuestras tendencias naturales a través del dicho castellano: «La cabra tira al monte»―, o cómo recurre a ese comodín que es su sketch, tantas veces repetido, de «Conchita Montes», verdadera delicia de sus fanes; siempre con ese aire de improvisación, de tipo despistado que pierde el hilo y que lo recupera más adelante volviendo atrás. A todo ello hay que añadirle que escenográficamente los distintos elementos que configuran el ambiente oriental le dan coherencia; y la proyección de frases elocuentes (también con humor) sobre el fondo contribuye a un noble ejercicio didáctico. Javier Alejano permanece sentado sujetando un sitar con el que interpreta pequeñas piezas ad hoc y algunos acordes para marcar el paso de El Brujo. Si uno acepta el reto de descodificar los aforismos y el simbolismo que llevan impresos, encontrará preceptos de sentido común que casi todas las culturas arrastran consigo. Además, si uno es capaz de llevar esas enseñanzas a su vida particular, reinterpretándolas desde la libertad, el montaje se dará por válido.
(Basado en la obra de Paramahansa Yogananda)
Dirección y versión: Rafael Álvarez, El Brujo
Actor: El Brujo
Músico en directo: Javier Alejano
Diseño de iluminación: Miguel Ángel Camacho
Música original: Javier Alejano
Director musical: Javier Alejano
Diseño de escenografía: Equipo escenografía PEB
Realización de escenografía: Tossal Producciones y Orfebrería Orovio de la Torre
Realización de vestuario: Talleres Moustellier
Diseño de vestuario: Gergonia Moustellier
Videomapping: Libe Aramburuzabala
Diseño gráfico: H&R
Directora de producción: Herminia Pascual
Ayudante de producción: Ana Gardeta
Jefe técnico: Óscar Adiego
Asistente personal: Pedro José Alarcón
Distribución: Gestión y producción Bakty, S. L.
Hasta el 23 de septiembre de 2018
Calificación: ♦♦♦
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2 comentarios en “Autobiografía de un yogui”