Adaptación de la novela de Pérez-Reverte sobre las experiencias de un fotógrafo de guerra
La fotografía no para de cobrar importancia en nuestra sociedad. Se la ha encumbrado —sin mucha teoría fuerte detrás— como objeto artístico en sí (no paramos de conocer exposiciones de fotos de aquí y de allá). Pero más relevancia ha tomado —puesto que vivimos rodeados de instantáneas— nuestra incapacidad para situarnos detrás del objetivo, para comprender el contexto en el que se ha tomado y para descodificar todo aquello que implica su composición, ya sea intencionada o azarosa. Los malos entendidos y las visiones torticeras están a la orden del día. Nunca está de más recordar que una fotografía es un signo y, concretamente, un icono. Lo reflejado no es en sí la realidad. La fotografía es un arte de doble manipulación: la de nuestro propio ojo y la del aparato. En El pintor de batallas conocemos a un fotógrafo de guerra llamado Andrés Faulques, un tipo que se ha retirado a vivir a un faro. Allí se dedica a pintar un mural enorme, con claras alusiones a su pasado en todos esos conflictos bélicos en los que ha trabajado. De improviso se cuela en su refugio, alguien que, primeramente, parece un turista despistado; enseguida descubrimos que es Ivo Markovic, el protagonista de una fotografía de esas que reciben flamantes premios y que buscan denodadamente transmitirnos el horror; un croata que ha venido a rendir cuentas con el autor. A partir de ahí lo que tenemos es una lucha dialéctica sobre la posición moral que ocupan aquellos seres con su cámara enfocando la miseria, el dolor y hasta la muerte y, a la vez, manteniéndose al margen de una situación en la que deben permanecer ajenos. Las bazas de Markovic son su propia experiencia y su ímpetu desbocado; puesto que él mismo declara que no posee estudios y que no dispone de un discurso bien armado para derrotar a su rival; es más, está decidido a matarlo. Sin embargo, Faulques sí que parece que tiene respuestas —muchas de ellas tópicas— sobre las preguntas que siempre han planeado sobre el tema. Esta desigualdad intelectual hace caer el espectáculo y el texto en un torbellino de evidencias y de derivaciones que se atascan sin mayor hondura. No es un combate que ataje el quid de la cuestión y que pueda poner contra las cuerdas al pintor. Por lo tanto, conceptualmente aguanta poco, si lo que esperamos es ir más allá. Peor si se recurre a esa explicación fantasiosa que se repite a menudo del efecto mariposa y que se reduce, para muchos, en aceptar que las cosas pasan por algo y ya está. Cierto es que las contestaciones a todos esos «por qué», no son fáciles y que hoy en día siguen generando conflicto; pero precisamente la ficción nos debe permitir adentrarnos a territorios incómodos con más pujanza. También se encuentran diferencias en la construcción de los personajes. Jordi Rebellón se encarga del artista y la verdad es que su personaje no posee identidad suficiente, parece más un molde, alguien que necesita al otro para ser. ¿Cómo alguien con esa vida no tiene más apostura, una sobriedad y un carácter a prueba de intromisiones? Digamos que el actor aprovecha su pericia para ofrecer una representación correcta. No ocurre igual con Alberto Jiménez, un tío muy bregado en las tablas, no hay temporada en la que no disfrutemos de su buena disposición (DioS K, Numancia). Aquí compone un Ivo Markovic sufriente y furioso, impotente en su incapacidad para entender ciertas actitudes y para argumentar con lógica inapelable. Cierto es que el acento a veces se escapa, pero se suple corporalmente con su enervación creciente. Además, el croata permea y esboza matices que lo hacen creíble. Ambos actores se ven muy favorecidos por el elemento que más eleva el nivel del montaje, que es la escenografía de Curt Allen Wilmer, un profesional que está dejando en la escena española toda una serie de trabajos excepcionales (La cocina o La Estrella de Sevilla). En esta ocasión ha planteado una gran superficie blanca, semiesférica, en la que va a apareciendo de forma efectiva la pintura de Ángel Haro. Resulta positivamente impresionante, más todavía con la iluminación cuidada de Miguel Ángel Camacho. No debemos olvidarnos de la música original de Marc Álvarez, absolutamente acorde con los momentos trágicos que se recuerdan en la función.
Podemos concluir que El pintor de batallas, basada en la novela de Arturo Pérez-Reverte, la cual está escrita con una prosa convencional que aquí afortunadamente evitamos, concentra en poco más de una hora sugestivas dicotomías éticas que nosotros mismos deberemos resolver, inmersos en nuestra sociedad del espectáculo. La factura de la propuesta posee alicientes para que el respetable tome de buen grado una obra a la que le falta un punto de profundidad y dinamismo.
Basado en la novela original de Arturo Pérez-Reverte
Dirección y versión: Antonio Álamo
Reparto: Alberto Jiménez y Jordi Rebellón
Espacio escénico y vestuario: Curt Allen Wilmer
Pintura mural y diseño gráfico: Ángel Haro
Iluminación: Miguel Ángel Camacho
Música original y espacio sonoro: Marc Álvarez
Ayudante de dirección: Paloma Díaz
Asesoría videoescena: Álvaro Luna
Dirección de producción: Gina Aguiar Minestrone PGC
Distribución: Emilia Yagüe Producciones
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 16 de abril de 2017
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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Un comentario en “El pintor de batallas”