Los gestos

Pablo Messiez se enfanga en esta obra, donde la repetición y la carencia de argumentario nos dejan con la sensación fracaso

Los gestos - Foto de Luz Soria
Foto de Luz Soria

La ambición de Pablo Messiez en esta propuesta me parece desnortada, sin rumbo. Alguien que nos ha dejado memorables obras como La voluntad de creer ansía boicotear su argumento, su posible relato, para caer en un ejercicio de deshumanización, tal y como propugnaba en su célebre ensayo Ortega y Gasset («Un cuadro, una poesía donde no quedase resto alguno de las formas vividas serían inteligibles, es decir, no serían nada, como nada sería un discurso donde a cada palabra se le hubiese extirpado su significado habitual»).

Si se busca el gesto en sí mismo, con su validez, como discurre Giorgio Agamben (influido por Guy Debord) en esa dialéctica con la imagen; pues observaremos una vaciedad tremenda. No son gestos que configuran al personaje; porque no se quiere que haya personaje. Tampoco son gestos novedosos en un cuerpo que le permitan descubrir el mundo. ¿Sabe nuestro escritor lo que pretende o se ha ahogado en sus especulaciones filosóficas y no ha logrado esbozar un lenguaje artístico? Me topo con un callejón sin salida. Quiero situarme en el teatro del absurdo (él mismo adaptó Los días felices, de Beckett), con Ionesco; pero solo hallo manierismo. O acaso la aparición Manuel Egozkue haciendo de pianista, con enfado y aire espontáneo, que cada jornada viene a reclamar su puesto, su jornal, debe ser interpretada como un guiño marxista. Sería demasiado afimar.

Al principio, Nacho Sánchez, deja su rostro llamativo de estupefacción en el centro del escenario. Es fácil especular con que es un trasunto del autor o, al menos, alguien que imagina una situación. Este Lisandro, el cual se introduce en esa ensoñación, transgrede las reiteraciones. Rompe rutinas. Si se nos da la pista con Pasolini, no queda más remedio que acogerse fuertemente a la trama de Teorema, esa cinta herética y confusa. Aunque vuelvo, entonces, a echar en falta el engranaje a desmontar. El cineasta italiano ponía foco en la iglesia, en la burguesía, en asuntos de poder; nuestro dramaturgo argentino nos lanza a unos «peleles» que no podemos situarlos en ninguna coordenada trascendental.

Tenemos a Fernanda Orazi, que se encarna en Topazia. Esta admiradora de Mina (no se aprovecha su aura de misterio) proyecta hacerle un homenaje en una futura sala de fiestas. Ella misma ha heredado el espacio que tenemos delante. Una especie de ciclorama que Mariana Tirantte ha ideado para que contemplemos Roma y escuchemos a las chicharras y a las campanas. Un reducto en el que protegerse, abandonada durante bastante tiempo, adonde acuden algunos vagabundos (poco hilo hay aquí de donde tirar). La ambientación, al menos, es sugerente. Pero observar a la actriz con un leve histrionismo repetir su ensayo a las órdenes de un tal Sergio, no nos lleva a ningún sitio. Él es Emilio Tomé, quien anhela, por su parte, homenajear al susodicho director de cine. Apenas le da para discutir y perfilar diálogos atascados. Algunos espectadores reconocerán ecos en esta pareja de aquel espectáculo «rehecho» de Barbados en 2022, de Remón. Algo de aquella (más coherente) hay en esta.

Está claro que se quiere regresar a esas ideas deleuzianas sobre la repetición, que el pensador definía como «la diferencia sin concepto». La repetición que genera disonancias mínimas. Cuando aparece la coreógrafa Elena Córdoba, que hace de madre de Topazia, y hace su danza, uno puede reconocer, en la síntesis de esas pinceladas con los demás, que la perspectiva de Pina Bausch, en la alguna medida, acontece. Recordemos aquel Café Müller. En el Teatro Valle-Inclán también hay sillas desperdigadas.

Creo que Messiez ha fracasado a la hora de trasladar sus premisas sobre los gestos, sobre nuestros gestos cotidianos, reiterados, sobre cómo nos conforman corporal y espacialmente; e, incluso, ideológicamente. Nos dejamos llevar por una manera de expresión que encontramos en el otro. Nos demediamos, nos convertimos en emoticonos planos e insistentes en lo mismo, en clichés esperados que nos arrastran en la corriente anodina. El público, en su afán de exégesis, puede agitar la coctelera con Lo fatal, de Rubén Darío o con las imágenes extraídas de Expressions des passions de l’Ame, Charles Le Brun, con todos esos dibujos tan impactantes, o disfrutar de Battiato o de la propia Mina. Difícilmente descubrirá algo que sí se ofrezca teatralmente, aunque sea a través de la elipsis. Nuevamente seremos nosotros aportando nuestro bagaje cultural para completar lo que no acaece. Hasta habrá alguien ─así me ha ocurrido a mí─ a quien le venga aquella pieza, tan inane como dadaísta, de Jacinto Benavente, El encanto de una hora, que dirigió Tuñón.

Debo preguntarme si, teniendo en cuenta que me enfrento a un dramaturgo extraordinario, si no seré yo el que ha fracasado en la crítica, en la interpretación. Habrá que mantener la sospecha.

Los gestos

Texto y dirección: Pablo Messiez

Reparto: Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Fernanda Orazi, Nacho Sánchez y Emilio Tomé

Escenografía: Mariana Tirantte

Iluminación: Carlos Marquerie

Vestuario: Cecilia Molano

Coreografía: Elena Córdoba

Espacio sonoro: Lorena Álvarez y Óscar G. Villegas

Vídeo: David Benito

Ayudante de dirección: Alicia Calôt

Ayudante de escenografía: Paula Castellano

Ayudante de iluminación: Irene Cantero

Ayudante de vestuario: Carmen Flores

Estudiante en prácticas: Vicente Villó

Fotografía: Luz Soria

Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero

Diseño de cartel: Equipo SOPA

Producción: Centro Dramático Nacional y Teatro Kamikaze

Con la colaboración de Real Academia de España en Roma

Teatro Valle-Inclán (Madrid)

Hasta el 14 de enero de 2024

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3 comentarios en “Los gestos

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