Pablo Rosal continúa con su personalista andadura dramatúrgica elaborando otro ejercicio de estilo a través de los estereotipos habituales de las novelas de detectives
Empecemos por el final o por el todo o por esto que aquí ocurre. Asesinato de un fotógrafo es un ejercicio de estilo. Y, sinceramente, creo que solo es un ejercicio de estilo. Otro más, como su exitoso Los que hablan. Porque hay un tipo de público que necesita aparentes rarezas teatrales en este mundo de engrudos y de llamadas de atención permanente. Pero, ¿nos quiere decir algo Pablo Rosal? O simplemente juguetea con el género negro, con el cliché. Hace poco, Puñales por la espalda. Glass Onion desplegaba todo su poderío tecnológico para realizar un producto repleto de remisiones culturalistas en un collage descomunal que, con la apariencia del film extremadamente comercial, que engancha a todos aquellos que ansían descubrir quién es el asesino, nos descubría el cinismo de nuestro mundo contemporáneo. No es de una profundidad deslumbrante; aunque no es un artefacto vacío, como si lo es esta pieza teatral. Esto no quita, claro, que sea entretenida, divertida por momentos, ingeniosa en algunos detalles y sugerente por esa retórica que destila («El detective es un cabo suelto en la comunidad humana») que nos descubre una forma de narrar repleta de comicidad naíf, anunciada por su trompeta jazzística (el jazz, por supuesto) ejecutada con su boca.
No he parado de recordar El crack cero (2019), de José Luis Garci, que es la precuela sobre su famoso detective. Grabada, por supuesto, en blanco y negro es, quizás, la película más representativa de cómo un cineasta, determinado totalmente por sus preferencias estéticas, nos ofrece una cinta que necesariamente nace caduca. Solo podemos observarla con distancia irónica. Todas las sentencias demoledoras, de un romanticismo rancio, que los personajes expresan en cada plano son un suvenir. La decencia artística de Pablo Rosal va por el lado de la anticipación. Sin caer en la farsa, ni en la payasada, constantemente nos hace partícipes de un relato que todos (y él, el primero) no podemos más que contemplarlo como algo estereotipado. Todos los tópicos están ahí. Es el empeño de algunos dramaturgistas de «vendernos» lo evidente para intentar que nosotros, el público inteligente y de élite, les otorguemos algún atisbo de originalidad a través de nuestra interpretación, de nuestra recepción o, si queremos perder más tiempo, de nuestra crítica. Véanse en los últimos tiempos Obra infinita, de Los Bárbaros o La imagen interior, de El Conde de Torrefiel.
Será esta otra obra más que se sume a una colección escueta de obras teatrales que desarrollen el noir, desde La gota de sangre, de Pardo Bazán hasta La Florida, que presentó en esta temporada Víctor Sánchez, pasando por la Carlota, de Mihura, y alguna más como Perdona si te mato, amor.
Un fotógrafo muerto en una reconstrucción fotográfica para dilucidar lo que parece un asesinato. Ahí está la gracia escenográfica del sencillísimo planteamiento. La voz del narrador-protagonista se recrea en los detalles en la estilización del género novelístico que llega con éxito de ventas hasta el día de hoy —y parece incansable—. Pablo Rosal se inviste con el traje oficial de detective para darle un rollo vintage, no tiene el móvil en la mano, pero le da swing en la lengua y en los pies (durante un interludio). La fotonovela permite ilustrar las hipótesis y los errores de la memoria para que todos descubramos que nosotros somos los primeros mentirosos con nosotros mismos. Julio Romero es contactado por un tal Franz Ziegetribe, un relevante fotógrafo en horas bajas, para que acuda a la habitación 112 del hotel Montevideo en caso de que lo asesinen. Así sucede. Si no, qué caso tendríamos.
Todo es muy sencillo. Todo está demasiado vacío, tanto en las imágenes, donde no aparecen humanos, como en las descripciones, donde únicamente se hace referencia a las personas que, de alguna manera, pueden tener alguna relevancia. ¿Qué hay alrededor de esos sospechosos en la bulliciosa Barcelona? No importa. Así nosotros, los espectadores que atentamente escuchamos la historia, no nos perdemos. Setentañeros son la pareja de galeristas, el señor y la señora Casajoana, que han tenido hasta el momento una relación estrechísima con su protegido. También gastan los setenta Cuca Ràfols exesposa de Ziegetribe, política y empresaria de la noche (dueña de un puticlub) y Miguel Sánchez-Pino, un desagradable periodista dueño de una publicación un tanto sensacionalista (amigo de nuestro finado). Luego está el recepcionista del hotel y la sirvienta de los mecenas, quien se expresa con clarividencia. No hay deriva erótica, pues nuestro sabueso no está para correrías. Nada más se nos concede. El juego está servido.
No hay novedad. Detalle a detalle. Con demasiada linealidad, con pocos requiebros. Con sempiterna melancolía en la gabardina. Terminemos por el final: una broma. Una inverosimilitud. Un ejercicio de estilo.
Autoría: Pablo Rosal
Dirección: Ferran Dordal i Lalueza
Reparto: Pablo Rosal
Fotografía: Noemí Elias Bascuñana
Concepto escénico y diseño de vestuario: Sílvia Delagneau
Diseño de escenografía: Maria Alejandre
Espacio sonoro y música: Clara Aguilar y Pau Matas
Diseño de iluminación: Mingo Albir
Ayudantía de dirección: Mònica Almirall
Equipo de realización de fotografías:
Dirección artística: Maria Alejandre
Asistente dirección artística: Oriol Duran
Gráfica: Pablo Shenkel
Colaboración especial: Josep Maria Gassó
Agradecimientos: Albert Salord, Carla Schroeder, Irena Visa, Myrta Anadón, Ascensor Cocktail Bar, Bar Raïm, Galeria Esther Montoriol, Kipps Agramunt, Llibreria la Memòria, Llibreria Nollegiu, Primavera Sound y Transports Metropolitans de Barcelona
Una producción de la Sala Beckett
Este texto recibió una ayuda para la escritura teatral en la temporada 2020-21 de la Sala Beckett con el apoyo de la Fundación SGAE
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 23 de abril de 2023
Calificación: ♦♦
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