Los nadadores diurnos

José Manuel Mora y Carlota Ferrer ofrecen en el Matadero una desparramada extensión de su éxito Los nadadores nocturnos

Los nadadores diurnos - Foto de Javier Naval
Foto de Javier Naval

Darle otra vuelta de tuerca al impacto dramatúrgico que logró hace nueve años Los nadadores nocturnos ese mismo espacio del Matadero alentaba las expectativas. No obstante, si el texto de José Manuel Mora es un collage triturante de metafísica, religión, estética y depresión, la dirección de Carlota Ferrer se ve superada por el desparrame, y no logra cohesionar mínimamente una pieza que vive de algunas escenas solventes. Si fueran unos jovenzuelos haciendo su carta de presentación, diríamos que sus ansias por epatar les han hecho descarrilar. Claro que, sobre el tapiz, se ve el lenguaje usual de este tándem, pues ya son varios los proyectos que hemos podido contemplar en los últimos años —el más apreciable El último rinoceronte blanco—.

Creo que lo que puede resultar más útil es indagar en las propulsiones internas de la obra, pues contiene una cantidad considerable de remisiones culturales que nos pueden dar la pista de hasta dónde quería llegar el autor para plasmar sus propias vivencias, sus propios fantasmas interiores. Dicho esto, el prólogo carece de atractivo y nos pone muy lejos del tono siguiente. Manuel Tejera, que hace de hijo de aquel Jean G. (se refiere a Genet) que aparecía en el primer espectáculo, nos suelta una explicación que no sirve ni a los espectadores que vieron aquella, ni a los que no la vieron. Un muchacho en forma de texto, por el bebé que el dramaturgo no pudo tener. Farragoso para empezar, y antiteatral en su exposición con unas luces no aptas para noctívagos.

Parte de la acción transcurre en Oporto, en un hotel. Juan Codina viene a ser un médium, un tipo por el que pasan espiritualmente varios de los personajes fundamentales de esta propuesta; aunque él se acoja originalmente al cuerpo de un gerente. En cualquier caso, la carga filosófica que expele el intérprete con su habitual desfachatez nos convoca a una serie de atmósferas que escapan de estrictamente de lo existencial. Es él quien posee el gran discurso aglutinador; pero perderse entre tanta ontología es fácil. Es el personaje más atractivo; a pesar de que también es el que termina por aplastar al resto con sus ínfulas. No hay equilibrio. «Nada cambiará en el mundo hasta que no tomemos todos conciencia interior de la necesidad de transformación». La Belleza (y su salón) se convertirá en el gran concepto a desarrollar y en el que deberá fijarse el espectador.

Otro lugar será París. Por allí deambula la Mujer Rota, una Julia de Castro, sensual en su melancolía, y potente en los movimientos que ejecutará junto a sus compañeros, además de cantar sugerentemente. Es la primera que a través de la pornografía imprime su emulsión de tristeza. También es la primera en ofrecernos su frialdad, cuando habla con el Joven performer, un Enrico Bárbaro que irá cobrando importancia según avance la función y pueda resultar más atrayente. Porque inicialmente sus aclaraciones vuelven a ser tediosas e insistentemente altivas: «…vivimos enganchados a analgésicos y antidepresivos para poder vivir en sociedad y rendir en el trabajo. La primera vez que me metí un clavo en el pene tuve una sensación increíble».

Las vaporosas explicaciones de esto y de aquello, de la evolución de la Orden de los Nadadores Nocturnos al Salón de Belleza, según ha dispuesto el Chico Paloma, demoran la llegada de las escenas que auténticamente nos introducen en los rituales dancísticos que los puedan elevar hacia el arcano o hacia la anestesia social en ese templo new age, que no llegamos a vislumbrar del todo.

En el torrente surrealista, la observación en el cine de Johnny Guitar, el peculiar western romántico, donde se establece una inversión de los prototípicos papeles en la aventura amorosa, con esa mujer tan fuerte. Y es que hablamos de seres orillados, faltos de cariño que buscan un amor puro y un acceso al Bien a través de la Belleza. Gentes que parecen recrear una secta órfica, donde la transmigración de las almas, la metempsicosis, cobra una importancia soberana en ese supuesto gerente portugués que lo acapara todo como un himno (el ascenso de Codina es una constante). Demasiado tenemos que esperar para que su agotador baile repetitivo, como en una rave purificadora, nos destine de verdad a la performance que debería ser núcleo y destino de todo lo narrado. Se esmeran en un sui géneris country line dance, repetido hasta la extenuación para llegar al trance, a través de la música electrónica que Tagore González inyecta. Alberto Velasco, el Chico Paloma, destaca sobremanera en su entrega y en su disfrute bailando, y uno piensa, observándolo, que ahí la obra ha cobrado mucha validez y que muchos de los textos se tornan innecesarios, porque sobreexplican una vía de escape no se sabe si va hacia el cielo o hacia la nada.

Luego, algunos personajes quedan en esbozos, como el Chico Solitario de Carlos Beluga, quien queda demasiado tapado por el resto. Por otra parte, Carlota Ferrer, haciendo de Taquillera, ofrece potencia en su alocución desgarradora; pero su personaje supone cargar hasta la hipérbole las tintas. Luego, además, que se mantenga sobre las tablas cuando los demás bailan, despista; puesto que parece desubicada. Bien distinta es su misteriosa entrada en el prólogo; quizás que debería ser el auténtico empiece.

El pastiche es descomunal, con la Cábala, con el morphing de la videoescena, con la canción de Radio Head tocada por todos y que resulta inevitablemente hermosa y melancólica. Uno se pregunta, si todo el mogollón no merecía expurgarse, vivificarse más, cohesionarse dramatúrgicamente con algo más de coherencia en los saltos espaciales, con algún asidero escenográfico (poco más que el marco de una puerta, que funciona simbólicamente) al que pueda agarrarse el espectador. Demasiadas de las remisiones de Mora están para la evanescencia, destinadas a la lectura reposada, no a la escucha dentro de un montaje teatral.

Los nadadores diurnos contienen unas semillas verdaderamente significativas y de un atrevimiento enorme para la dramaturgia española contemporánea; pero el montaje no está cuajado como para aunar tal caos.

Los nadadores diurnos (Salón de belleza)

Texto y dramaturgia: José Manuel Mora

Dirección: Carlota Ferrer

Reparto: Enrico Bárbaro JR, Carlos Beluga, Julia de Castro, Juan Codina, Carlota Ferrer, Tagore González, Manuel Tejera y Alberto Velasco

Diseño de espacio escénico: Eduardo Moreno

Diseño de iluminación: David Picazo (AAI)

Diseño espacio sonoro y composición musical: Tagore González

Diseño de vestuario: Carlota Ferrer

Asistente de arte: María García-Concha

Ayudante de dirección: Manuel Tejera

Colaboración especial en la escritura: Manuel Forcano

Asistencia a la dramaturgia: José Manuel Martín

Traducción al italiano: Antonella Càron

Una producción de Prevee SL, Draft.Inn y Teatro Español en colaboración con el Teatro Principal de Zamora y el Laboratorio de las Artes de Valladolid

Naves del Español en Matadero (Madrid)

Hasta el 5 de marzo de 2023

Calificación: ♦♦

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