Lucía Miranda sobredimensiona la pequeña farsa infantil de Valle-Inclán para darle un vuelo espectacular

Difícil es pensar que se pueda exprimir escénicamente tanto un texto infantil como La cabeza del dragón; pero Lucía Miranda ha creado un espectáculo maravillante y lo ha dirigido con el respeto justo al autor para ganarse su dosis de libertad. El Teatro María Guerrero se ha llenado de múltiples personajes que aparecen por doquier, ocupando cualquier recodo posible, mucho más allá de la caja escénica, y convirtiendo los palcos en reductos mágicos y grotescos, donde permea el mundo adulto, ese que se esconde en la astucia del autor. No obstante, esa remisión a los que han superado la mayoría de edad y que serán los que ocuparán las butacas en cada función, no son suficientes como para crear un interés superior por un argumento cargado de tópicos, por muy ingeniosos que sean. Es una obra, esta de Valle, que llega hasta donde llega.
A pesar de ello se disfruta puesto que lleva un ritmo extraordinario, gracias, también, a la música que va a acompañando cada escena, tan variada. Luego, ya que todos los intérpretes están muy afinados y le ponen tanto ímpetu como talento. Y, encima, porque no faltan los momentos divertidos. Incluidas unas coplillas, donde se critica a nuestra política (y a nuestros políticos), con un escoramiento más que evidente, que el dramaturgo no hubiera firmado más que en algunas alusiones. Es un momento, brillante en cuanto que Juan Paños, con su ukelele, canturrea como un maestro de ceremonias (luego cantará trayéndonos a la «princesa» de Rubén Darío).
El colorido y la espectacularidad difuminan aún más la historia, y quizás nos roban la atención para que nos centremos en las claves ocultas, más adultas, que nos ofrece Valle-Inclán en relación a su época y cómo su crítica nos vale, además, para la nuestra, donde la monarquía con sus permanentes anacronismos, también queda retratada como si fuera un paralelo sin igual.
Nuestros sentidos quedan a gusto. La música festiva, abrumadora, retumbante, cabaretera y contemporánea (la reina, una Clara Sans, agigantada, entra con el «Single Ladies» de Beyoncé. Ya saben: el empoderamiento femenino y juvenil que no ruge en las calles). Y es que Nacho Bilbao ha sido muy consciente de que esta farsa debía superar el folclore español sin abandonarlo, y de que el espectador debía estar en constante vibración. Incluso se da una búsqueda de las sinestesias con el color que «ha forzado» Alessio Meloni en su escenografía entre los turquesas, los dorados y esos balcones que se transforman en habitáculos surrealistas que dan cabida, por ejemplo, a un carnicero demoniaco. Y acorde, absolutamente, el vestuario fenomenal de Anna Tusell que es una fantasía que inevitablemente nos lleva a Tim Burton y, concretamente, a su Alicia en el País de las Maravillas. Lo grotesco, lo pintoresco y el pastiche imprimen fuerza en los trajes de todos esos seres de cuento.
Todo es sensorialidad y caos e hipérbole. Y la juventud del elenco hace gala de su energía desde el primer instante. Con Ares B. Fernández y su conjuración andrógina e infantil para dirigirnos en toda esta aventura con su príncipe Verdemar, quien ha dejado escapar al Duende. Este es acogido por Carmen Escudero con grandiosidad y mucho arte. En su cante y en su baile se remite mucho más a la célebre definición lorquiana de ese otro «duende» que, en su arrebato telúrico, desea liberarse de cualquier atadura. Aquí es magnífico. El ya nombrado Paños y su compadre Víctor Sáinz, se quedan con los príncipes Ajonjolí y Pompón para movilizar el asunto con sus tejemanejes desde el principio. Después de esto, el asunto es bastante corriente y si algún trasfondo político debiera determinarse o alguna apreciación de mayor calado nos debiera subyugar, ciertamente quedan marginadas. Lo que sí ocurre es que, la voz de José Sacristán declamando los apartes tan modernistas de Valle, permiten pausas para tomar las riendas y no aceptar el caos de la charanga.
Además, dentro de la extensa compañía tenemos más; porque Chelís Quinzá y Carlos González parecen funcionar como dos gemelos, Tararí y Tarará; pero que luego tienen personajes bien distintos y potentes. El primero está estupendo desde la ironía desenfadada que le imprime a su Rey Micomicón. O, el segundo, con la altivez sarcástica del propio Rey y con otros de esos seres estrafalarios que pueblan la escena. En general, el grupo funciona tanto en las individualidades como en el movimiento conjunto.
Que al final entronicen a Valle-Inclán como un gran Buda parece algo fuera de lugar, una boutade procesionarlo; aunque no deja de ser una celebración de la gran fiesta que se monta en el teatro. No quedará en la memoria esta historia; pero sí su colorido, su música y la gracia con la que está compuesto el espectáculo.
Texto: Ramón María del Valle-Inclán
Dirección: Lucía Miranda
Reparto: Francesc Aparicio, Ares B. Fernández, Carmen Escudero, María Gálvez, Carlos González, Marina Moltó, Juan Paños, Chelís Quinzá, Marta Ruiz, Víctor Sáinz Ramírez y Clara Sans
Voz en off: José Sacristán
Escenografía: Alessio Meloni
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Anna Tusell
Dirección musical y composición: Nacho Bilbao
Sonido: Eduardo Ruiz «Chini»
Dirección conjunto instrumental: Guillem Ferrer
Canciones bufón: Juan Paños
Caracterización: Mónica Gascó
Asesor de máscaras: José Troncoso
Asesoría de objetos: Małgosia Szkandera Hernangómez
Ayudante de dirección: Belén de Santiago
Ayudante de escenografía: Mauro Coll
Ayudante de iluminación: Eduardo Berja
Ayudante de vestuario: Carlos Pinilla
Realizaciones: Proes y Readest (escenografía), Paloma de Alba, Gabriel Besa y Peris Costume (vestuario), María Calderón (ambientación vestuario), Matías Zanotti (máscaras), Óscar Muñoz (crinolina), Estrella Baltasar (confección de telones)
Diseño de cartel: Equipo Sopa – Fotografía de cartel Xermán Peñalver
Fotografía y tráiler: Bárbara Sánchez Palomero
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 13 de noviembre de 2022
Calificación: ♦♦♦
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2 comentarios en “La cabeza del dragón”