Pablo Fidalgo, en la propuesta que nos descubre en el Teatro de La Abadía, no profundiza suficiente acerca de los malos tratos acontecidos en un colegio marista de Vigo
Tiene Pablo Fidalgo una forma de entender el teatro que resulta de un compromiso ético (véase Habrás de ir a la guerra que empieza hoy). Es cierto que indaga sobre su propia biografía y que nos la va entregando con métodos propios de la autoficción, del teatro documental y, sobre todo, a partir de un teatro escueto, mínimo, esencialista que, como ha ocurrido en esta ocasión, ha terminado por caer en la simpleza. Uno puede comprender que no se quiera abrir en canal de manera impúdica sobre sus experiencias traumáticas; pero cuesta pensar que se pueda emprender una «enciclopedia del dolor» desde unos planteamientos tan timoratos y prudentes. Huir así de lo escabroso, del morbo, nos obliga a rellenar el trasfondo con todo lo que nos han aportado otras obras artísticas y, también, el periodismo. Fue precisamente un artículo de El País del 31 de mayo de 2021, el que devolvió a nuestro dramaturgo a su pesar e, incluso, a la hospitalización cuando estaba inmerso en la preparación de El libro de Sicilia, que presentó en octubre en el Teatro María Guerrero. El propio Fidalgo asegura que él no sufrió abusos sexuales; aunque sí acoso escolar. No obstante, insisto, la amalgama de sensaciones difusas, los pensamientos que circunvalan hechos concretos que desconocemos, se van repitiendo durante casi una hora para compactar algo así como una zozobra. Y bien, podemos asumir ese estado, cómo después de los años han quedado unas cicatrices que se expresan sicosomáticamente con ansiedad y que, principalmente, han configurado a un ser a partir de unos hábitos. Quizás estamos hablando de alguien tímido, de alguien que es insultado y se acostumbra al desprecio mientras las heridas se van inoculando, ahormando el carácter casi indeleble con el que ha nacido. En este sentido tan inasible para nosotros como espectadores, esta especulación más sicologista que dramatúrgica nos puede dejar a las puertas de un relato que se pudiera anclar en hechos, en actos, en desprecios o en degluciones que trazaran un mapa vital. Algo se atisba; a pesar de ello, me quedo bastante perdido ante la nimiedad. Si pienso en las víctimas que sí han denunciado, creo que ni se sentirán inmutadas.
Al principio aparecen las típicas imágenes de esas grabaciones en Super 8 que toda una generación conserva, ahora revalorizadas por la moda vintage. Inevitablemente las contemplamos con prurito nostálgico. Da la sensación de que esos fotogramas siempre los asociamos con la alegría infantil, con los cumpleaños sonrientes, con disfraces imposibles y que ahí quedan esos primeros años de inocencia. El mismo dramaturgo parece un chico tan normal. Pero nosotros hemos venido a que nos pegue el hachazo, a descubrir lo que vino después.
Entre todas las distancias que se marcan en este espectáculo, la que más nos dispara hacia una evocación definitivamente extravagante es que Gonzalo Cunill haya sido el elegido como trasunto del creador. Supone una ruptura en la propuesta autoficcional; puesto que el actor —imagínense a los que estamos acostumbrados a verlo en escena. Hasta tres veces esta temporada (Billy´s Violence, En lo alto para siempre y esta que nos compete)— lleva en sí el encasillamiento de la verborrea, con el estereotipo bonaerense de quien parece poseer un discurso infinito, enroscado sobre sí y, finalmente, autorrecursivo y anclado en una idea, en una emoción o en una anécdota. Nos alejamos de la mímesis en varios sentidos. Por la edad —y esto tiene que ver con lo inverosímil que supone hablar de una época, la del escritor, que no puede ser la de ese tipo que tenemos delante—, por el acento y, si forzamos, por la del cuerpo. Ni siquiera Fidalgo se ha buscado a un tipo grande como él, que se disfrazara de portero y que nos diera la imagen del melancólico al que le reverbera profundamente la intemperie de la portería, y el eco percutor que alcanza el presente. Lo digo esto, por supuesto, porque si el empeño es la autoficción y renunciar a lo ficcional, al final, se quiebran las dos perspectivas dramatúrgicas sin posibilidad de síntesis. Es que Cunill parece un hombre que discurre como si fuera un narrador que remite a no sé qué, con su habitual solvencia y soltura. Habla en primera persona, aunque no me creo a esa persona. A ese tipo ágil que, en el colofón, baila con su ritmillo en una danza irónica y alegre una canción italiana (antes, también en italiano, había sonado David Bowie). ¡Cuántas capas de distancia, Pablo! ¿Es que acaso no se podía insuflar alguna tímida respuesta? ¿Es que ese «Esto que no salga de aquí» expresado por su madre no podría haberse descrito de alguna manera? ¿Es que ese sistema disciplinario tan macabro no se podía haber perfilado en alguna medida? Porque, por un momento, inicia una tesis: los maestros de entonces procedían de zonas rurales, se habían metido al seminario como una forma de medrar y no tenían la más mínima vocación ni educativa, ni religiosa. Eran unas bestias entrenadas para enderezar los renglones torcidos. Luego, cuando se adentra en la vía de escape que supuso empezar a jugar al fútbol y convertirse en portero, tampoco llegamos a escuchar su relación con el grupo con algo de precisión. No entiendo que hoy en día alguien que ha salido de Vigo y se mueve internacionalmente tema ninguna represalia por parte de la Iglesia por un montaje así, tan poco acusatorio. Así que el consejo de su abuela, me parece exagerado. En cualquier caso, la influencia reconocida del arte povera italiano, al que aquí se remite textual y escenográficamente (un arenero, con el banco habitual de los vestuarios), llega a ser un lastre que, en lugar de ir a la esencia, se queda a medias. Creo, en definitiva, que este primer tomo de La enciclopedia del dolor es deudora del Fidalgo poeta, más intimista, más lírico, más evocador, que del Fidalgo dramaturgo, alguien que concita a un público que espera un acontecimiento que no llega.
La enciclopedia del dolor. Tomo I: Esto que no salga de aquí
Texto y dirección: Pablo Fidalgo
Diseño de iluminación: Bruno Santos
Colaboración artística: Amalia Area
Super 8 images: Manuel Lareo Costas
Audiovisuales: Eduardo Tejada
Asistente artístico: Carla Cabané
Producción: ElenaArtesescenicas | Teatro de la Abadía | Wiener Festwochen.
Con la colaboración del Teatro Jovellanos de Gijón, Los Barros (Carlos Marquerie – Elena Córdoba), y Escuela Yera Vega de Pas (residencia artística).
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 4 de junio de 2022
Calificación: ♦♦
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