La Needcompany presenta en el Matadero su antología de violencia shakesperiana en un montaje de claro cariz nihilista
Desde que me enganché a las películas coreanas de Kim Jee-woon, Park Chan-wook y Bong Joon-ho, y a los vídeos de Britney Spears, me siento anestesiado ante la contemplación de la violencia. Ocurre lo mismo cuando terminas de ver The Act of Killing (pero en la versión del director. No hay que andarse con zarandajas), que un indonesio arriba o abajo te aporta poco. En el arte conceptual el truco consiste en basarlo todo en la cartela, el resto es poner a funcionar la imaginación del espectador; cuanto más culto, más implicaturas y, quizás, más fascinación al observar lo que en la propia obra no se da; eso, si cae en la trampa. Parece conveniente atender al prólogo, por aquello de sacar algo en claro. Maarten Seghers se transmuta en bufón y en director de orquesta, para pulular y componer las músicas y los ruidos, los sonidos que nos induzcan a sostener en la mayoría de los casos la agresividad. Avanza que en la época del bueno de Billy (para los amigos), Londres, como Sevilla, era un lugar repleto de rufianes, de pícaros, de ladrones y de asesinos que sabían emplearse a fondo en cualquier callejón macilento. Que no nos olvidemos de ese ambiente y de que eso puede justificar el hecho de que en el teatro de Shakespeare hubiera tantas atrocidades. Algo evidente, por supuesto, como acaece con otros tiempos que, precisamente, el propio dramaturgo recoge en algunas de sus tragedias históricas. A partir de ahí, diez mujeres o diez personajes femeninos para soportar la violencia. Lo cierto es que a escena no salta ni un solo personaje, como mucho un jirón. Somos nosotros, los espectadores cultos que nos sabemos de memoria las treinta y ocho obras del poeta inglés (sí, incluyo las dudas, las apócrifas y las espurias), los que hacemos el trabajo. Y que, si en la pantalla pone Cleopatra, pues como si pone Cordelia (o cualquier nombre) y luego se mantienen en silencio o solo gritan. La violencia sin relato es menos violencia, y nos termina dando igual ocho que ochenta. Pero si nos detenemos a escuchar una historia cruel y vamos derrumbándonos con los detalles y los horrores aledaños, entonces, si aún mantenemos nuestra humanidad, nos conmovemos. Aunque aquí no hay contexto, no hay trama, aquí hay macabra ejecución sádica y pornográfica, recreación —tampoco tanta, no nos vayamos a pensar, para nuestro mundo— de «vivisecciones» varias. Las diez mujeres terminan siendo indistinguibles. Parece que un tal Otelo está celoso de su mujer Desdémona y por eso la estrangula. Este es el cariz. Cada escena intenta apretar más las correas y ofrecernos la siguiente página del catálogo de brutalidades. Eso sí, siempre desde la ironía. La ironía posmoderna es una máscara tontorrona que evidencia en qué sentido el nihilismo corroe los ingenios. No es una ironía crítica que desvele hipocresías e insensateces. Es una ironía que está ahí para recordarnos que eso es teatro, que la sangre es de mentira, de que hasta sus bailes parecen servir únicamente como calentamiento para el próximo round. Es más, incluso un intérprete llega a esputar algo así como «deja de hacer el ganso» a una de las actrices que danza sin comedimiento. Es la escatología infantil, de Romeo y Julieta comiéndose las cacas. Encumbramiento de la fase anal freudiana. Si queremos auscultar este espectáculo desde un punto de vista más consistente, a lo mejor debemos hacerlo más nuestro, más contemporáneo, y asumirlo como otra manifestación postdramática de decadencia, de falta de sentido, de ideas. Las toses pestíferas, el lenguaje deshilachado y repetitivo con el que se expresan (con el inglés y con el español entremezclados. Quizás para congraciarnos; porque no tiene mucha razón de ser), para no decir apenas nada lógico. Como unas letanías de autodestrucción y de vesania incontenible. Es un acierto de Victor Afung Lauwers, pues ya que no ansía ni darle al asunto una cohesión, al menos se nos concede la desintegración de unos actores que anhelan encarnarse en unos personajes, sin lograrlo. Una Ofelia gangosa pierde todo simbolismo y se convierte en un monigote de los Monty Python. Gonzalo Cunill y Juan Navarro, habituales de los espectáculos de Rodrigo García (véase 4), y Nao Albet, quien nos regaló la mejor propuesta de la temporada pasada, Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, demuestran, una vez más, que encajan perfectamente en este tipo de montajes. Actores entregados al máximo a la causa, hasta límites complejos y de esfuerzo corporal inequívoco. No le van a la zaga ellas, pues la performance —si hay que lanzarse al final a la pileta purulenta— exige pulsión erótica, evasión y aguante. Grace Ellen Barkey, Martha Gardner, Romy Louise Lauwers y Meron Verbelen, en mayor o en menor medida, ceden sus cuerpos para confirmar sobre el tapiz ese asesinato considerado como una de las bellas artes. Reconozcamos que algunas de las coreografías son ejecutadas con una fuerza desgañitante que nos permite acceder a una atmósfera de corrosión y que las imágenes que tenemos que contemplar poseen una horripilancia que nos fustiga. Los guiñapos inertes necesariamente nos perturban. De todas formas, si se pretende destilar la violencia ejercida sobre mujeres en las obras de Shakespeare, encontraremos que el dispositivo es alto falaz; pues claramente parece darse la tesis que, a modo de «cherry picking» —quizás del «agrado» confirmatorio de algunas feministas actuales— . Esto habilitaría, por supuesto, proyectos subsiguientes como Los besos de Billy, Los polvos de Billy, Los suicidios de Billy, Las mentiras de Billy y lo que se antojase con tal de deconstruir al dramaturgo de los huevos de oro. En Shakespeare está todo, así que se pueden antologizar todas las virtudes y todos los vicios, como en un hit parade, capaz de ejemplificar nuestra existencia a gusto del consumidor. Si a Billy´s Violence le quitas el conflicto moral, la narrativa y el contexto, ¿quiere eso decir que toda violencia es igual, que tiene el mismo fundamento, la misma solución, la misma, incluso, justificación? ¿O la violencia se emplea como un reclamo comercial igual que pasa en una infinidad de productos culturales? Lo que más me ha interesado, en definitiva, insisto, no es tanto la violencia como la expresión enteramente humana; sino, una vez más, la degradación dramatúrgica. Cuando, a falta de discurso, se tiene que recurrir al fetiche, al tótem, al ídolo, es decir, al incuestionado Shakespeare para exprimirlo desde aquello que no está en puridad en Shakespeare. ¿Es este espectáculo una burla? No, es un espectáculo nihilista, que, como dijo Nietzsche es «voluntad de la nada».
Texto: Victor Afung Lauwers
Dirección, diseño de espacio escénico y vestuario: Jan Lauwers
Dramaturgia: Elke Janssens y Erwin Jans
Reparto: Nao Albet, Grace Ellen Barkey, Gonzalo Cunill, Martha Gardner, Romy Louise Lauwers, Juan Navarro, Maarten Seghers y Meron Verbelen
Composición música original: Maarten Seghers
Diseño de iluminación: Ken Hioco
Una producción de Needcompany en coproducción con Festival Grec de Barcelona, Teatre Nacional de Catalunya, Teatro Español, Teatro Central (Sevilla, España), Les Salins – Scène Nationale de Martigues y Cultuurcentrum Brugge
Naves del Español en Matadero (Madrid)
Hasta el 26 de septiembre de 2021
Calificación: ♦
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