Lucía Miranda continúa su experimentación con el teatro documental verbatim para abordar caleidoscópicamente nuestra relación actual con el acceso a la vivienda

Ya que en los últimos años hemos asistido a varios proyectos basados en el teatro documental verbatim, podríamos distinguir un procedimiento más estricto y otro más entreverado por la dramaturgia. Al primero correspondería Port Arthur, obra que recrea milimétricamente el interrogatorio de un asesino; mientras que al segundo se ajustaría Lucía Miranda con Fiesta, fiesta, fiesta, donde trataba los conflictos de la chavalería en los institutos, y la propuesta que ahora nos compete. La dramaturga se impone toda la parafernalia investigadora, muy propia del periodismo, para recabar testimonios que trasladará tal cual a la escena. Esto es un truco, evidentemente, como bien sabe cualquier periodista, publicista o marrullero profesional. Si la pretensión del periodismo es hallar una verdad oculta o sospechada; la del dramaturgo es la manifestación de una mirada sobre una realidad real o imaginada para trasladarnos una posibilidad o varias de nueva realidad. Es decir, en Casa no hay objetividad; a pesar de que uno pueda caer en la trampa de que sí. Lo mismo se lleva diciendo desde que se inventó la fotografía y luego el cine. O desde que el nouveau roman francés dispuso las herramientas para la novela objetivista española que tuvo como epítome El Jarama, de Sánchez Ferlosio. Aunque antes había estado, por ejemplo, El Corán (¿o no es palabra revelada?). Lo que ocurre es que existe una aspiración algo espuria sobre el mimetismo, en aras de una imperiosa verdad verdadera que tiene como máximo absurdo el «basado en hechos reales». ¿De qué le vale al espectador todo el aparataje si lo expuesto carece de interés o de persuasión? No es el caso en este montaje; porque la autora ha metido bien la mano, sobre todo en la ordenación de las piezas, para lograr un equilibrado mosaico, apenas reiterativo en el último tramo. Insisto, si el espectador (o la dramaturga) necesita saber que aquello que escucha lo ha pronunciado exactamente una persona real, entonces su capacidad para aprehender una ficción con todas sus implicaciones está algo cercenada.
Después de cuarenta entrevistas sobre la relación de los entrevistados con el concepto ‘casa’, se configuraron hasta veinticinco personajes que se repartieron entre cinco intérpretes. La sensación es de asistir a un reportaje viviente, donde uno sabe que se ha trazado un corte, que se han buscado unos perfiles, que se ha querido una variedad, pero en una parecida dirección. La perspectiva es pesimista; puesto que la casa se asume como un conflicto, como una pérdida, como un empeño agónico. Aquí no hay personajes satisfechos —aunque sea moderadamente— con sus hogares. Y eso que el 75 % (hace muy pocos años superaba el 80 %) de los españoles es propietario de una vivienda (claro que todo el mundo querría algo mejor, más grande, menos ruidoso, con piscina y pista de ping pong). Afirmo esto porque el verbatim parece no dar posibilidad para el debate interno, para el cuestionamiento desde los propios entresijos del texto. Pero tampoco hace falta esforzarse mucho para demostrar que la política en vivienda en nuestra España se ha abandonado, para que los bancos marquen las reglas del mercado. Hoy, la desprotección del inquilino —por mucho que se hable de okupación— es máxima. El abuso es grandioso y la zozobra insoportable para muchos. Y esto, sin que falte el humor y la ironía, y hasta el encanto, es lo que escuchamos en una pieza dinámica y concentrada, emotiva y reivindicadora, de consideración cívica. Ahora, no estaría mal repensar ese reclamo permanente sobre los derechos materiales, como bien se argumenta en El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos, de Stephen Holmes y Cass R. Sunstein.
En cualquier caso, tenemos un elenco muy dispuesto para la interacción imparable. Lucía Miranda configura un collage que se amalgama con las voces y las impostaciones, como asume Macarena Sanz. La actriz regresa a los escenarios para ofrecernos su ternura, su delicadeza, ya sea como madre de un muchacho con discapacidad intelectual, o como venezolana que abandona su tierra para buscarse la vida en España como asilada política, y descubrir la «amabilidad» burocrática. Gran parte de la fluidez extraordinaria de la función consiste precisamente en la capacidad actoral para entrar y salir de sus personajes y adoptar otros. Y, si no, fijémonos en Pilar Bergés cayendo en el infierno del desahucio para convertirse en una activista de la PAH y dejar claro que los bancos son unos trileros y nosotros, si no podemos aducir ingenuidad, consideraremos que estamos inermes ante la ilusión del hogar propio o la mensualidad desorbitante de un alquiler indeseado. En relación a la cuestión bancaria, considero que todo el tema satírico y televisivo que se montan para evidenciar las artes del birlibirloque (recordemos que existe un Banco de España, con un gobernador que nombra directamente el Presidente del Gobierno, perdón, el Rey) me chirría bastante; porque termina por resultar algo superficial, ya que incide en esa falta de contraparte algo más crítica entre tanta queja. Quiero decir que nada parece objetarse en todo el espectáculo sobre la responsabilidad individual. En cualquier caso, Ángel Perabá igual se engarza una marioneta para hacer de showman, que se pone serio para encarnar a un fotógrafo de raza que anhela viajar a países lejanos inmersos en conflictos bélicos, o que se trastabilla con unas ideas que no terminan de brotar en el papel de ese joven con discapacidad. Se maneja con soltura en todos los caracteres, como así lo hace Efraín Rodríguez, quien se mueve por todo el escenario con pasmosa electricidad para entregarse a fondo, principalmente como uno de esos menores migrantes no acompañados que van de piso en piso a la espera de que la suerte les dé una oportunidad válida. Por otra parte, que la obra se enmarque con la interpretación de César Sánchez, que hace de arquitecto —en referencia al padre la creadora—, es de lo más coherente, y nos lleva hacia un punto de emotividad familiar que es, en definitiva, a lo que remite en gran medida Casa.
En cuanto a la escenografía, digamos que Anna Tusell ha llenado el espacio de luminarias cálidas en forma de hogar, de fuego primigenio, para dejar el fondo como estudio de arquitectura, que a todos los personajes les debe servir metafóricamente como impulso y esperanza. Ciertamente, Lucía Miranda ha pergeñado una dramaturgia sólida; aunque acabe por encerrarse en sus propios límites y en un visión algo sesgada y taciturna de nuestra realidad inmobiliaria.
Dramaturgia y dirección: Lucía Miranda
Reparto: Pilar Bergés, Ángel Perabá, Efraín Rodríguez, César Sánchez y Macarena Sanz
Iluminación: Pedro Yagüe
Espacio sonoro: Nacho Bilbao
Visuales: Javier Burgos
Vestuario y escenografía: Anna Tusell
Ayudante de dirección: Román Mendez
Auxiliar de dirección: Marina Álvarez Moltó
Producción: Helena Ordoñez Bergareche
Ayudante de escenografía y vestuario: Fátima Cué
Construcción de decorado: Mambo decorados
Construcción casas: Creators of legend
Construcción Muppets: Merche Cuesta Ramón – La casica Puppets
Asesor de muñecos: Manuel Román
Una coproducción de Teatre Lliure, Teatro de La Abadía, Théâtre Dijon Bourgogne-Centre Dramatique National y Cross Border
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 6 de marzo de 2022
Calificación: ♦♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en: