Ira

Julián Ortega presenta un texto de humor negro con tintes fantasiosos que, además, protagoniza junto a Gloria Muñoz

Ira - Foto
Foto de Javier Naval

Más allá de estilos, existen dos tipos de comedias, las que anhelan a través del humor transgredir convenciones, satirizar costumbres o atacar al poder (entre otros intereses trascendentales) y las que únicamente buscan la risa como forma de divertimento. Perfilar una del primer tipo siempre ha sido harto complejo; pero hoy es un ejercicio, nuevamente, de conflicto, sobre todo, social, más que político. Ira, en algún instante, parece que desea ir más allá; pero al final no se atreve a dar el paso y se queda en el mero entretenimiento destinado al olvido. Julián Ortega dispone una serie de elementos antagónicos para provocar el choque, incluso traza unos paralelos irónico-alegóricos; no obstante, termina por ser una comedia de situación con permanentes guiños al entramado seudorreligioso que elabora. Desde luego, ni los cristianos más acérrimos se inmutarán, a pesar de que se estrene en plena Semana Santa. Quizás la vacuidad del asunto tenga como origen una concepción muy laxa del dramaturgo sobre el mito, pues afirma: «Hay quien cree que es muy saludable que nos riamos mucho. Y que nos riamos mucho sobre todo de aquello que nos da miedo; precisamente para desmitificarlo. Mitificar es lo que hace el personaje de Dolores para ocultar su culpa. Mitificar es lo que hace el de Salvador para lograr sus ambiciones. Y es que “no sólo de pan vive el hombre”; el mito nos alimenta desde siempre, y cuando ya nos lo hemos tragado, el mito se vuelve real. Entonces el miedo “al mito” nos ciega ante la injusticia, y ya no somos capaces ni de ver a nuestros semejantes». Sinceramente, no sé de qué mito me está hablando en esta obra, por muy fantasiosa que sea. De todas formas, aquí la que se presume carta ganadora es volver al humor más chusco de Martes y Trece, cuando la pareja era una redundancia de sus propios clichés sobre sus tergiversaciones del lenguaje y ya no pinchaban en la moral imperante. En pleno 2021, Julián Ortega nos entrega a Dolores, una señora de barrio, que se pronuncia permanentemente con vulgarismos (un «pos», unas eses donde no deben incluirse y toda clase de errores sintácticos y morfológicos). Que la gracia sea esta retahíla de anacolutos y de solecismos nos emponzoña en la cochiquera de Los Morancos. Se le pueden reconocer algunos hallazgos lingüísticos ingeniosos como «indios y banqueros» (cuando se quiere referir a una película de indios y vaqueros) o «escrotar», en lugar de ‘escrutar’, entre muchas otras; aunque sin lograr que esos juegos de palabras adquieran un mayor trasfondo sobre las distintas problemáticas que se exponen sin afán de profundidad: el precio de la vivienda, el tema del orden policial, la cuestión de la libertad en una sociedad burocratizada, el mal en Dios, etc. La herida no llega, no se superan las barreras autoimpuestas y el leve humor negro timorato nos salvaguarda hasta del asesinato. Uno de los aspectos que no terminan de cuadrar es el maniqueísmo imperfecto que se establece para concertar el enfrentamiento. Porque parece que él, Salvador, un Julián Ortega algo morugo; tiene una ambición clara. Un tipo que posee una escala de valores bien definida, donde el orden y la legalidad deben imperar por encima de todo. «Virtud» esta que le ha permitido ascender en su trabajo como antidisturbios, pues no solo ha superado la oposición, sino que le piden un discurso donde exponga su agradecimiento y sus pretensiones. Sin embargo, frente a él se sitúa una madre (su madre en la realidad) que, aunque dice estar situada en el asociacionismo de barrio e, incluso, en el anarquismo, es un dechado de preocupaciones que expresa sin un argumentario que pueda componer una dialéctica más provechosa y fértil intelectualmente. Dolores está caricaturizada y desde esa posición es muy difícil abordar la crítica social consistente. El argumento desplaza con elegancia las grandes revelaciones, tanto el oficio de él, como el gran secreto familiar: la identidad de su verdadero Padre. La fantasía de la propuesta, una vez que la «compramos» dramatúrgicamente, no da para mucho; puesto que al final solo sirve como —nunca mejor dicho— Deus ex machina. ¡Con el juego que debería ofrecer! Recurrir al milagro es descomponer el meollo de la cuestión de manera torticera; así se disuelve la cuita moral. Y es que Dolores, temerosa de que le vinieran a «robar» su casa, le ha atizado, pero bien, con la plancha, al empleado del banco que venía a reclamar los pagos no efectuados de la hipoteca (qué inverosímil queda eso de que lleve treinta y seis años pagando religiosamente su deuda. Las hipotecas de cuarenta años las «han aceptado» no hace mucho). Luego, gran parte de los minutos, entre dimes y diretes algo redundantes, consiste en deshacerse del cadáver —como tantas veces hemos visto en el cine—. Que Salvador, una vez asume quien es su auténtico Padre, nos suelte una perorata epilogal sobre lo que pretende hacer desde ese momento —como Ungido que es— para provocar la ira del personal, me parece que es salirse mucho por la tangente. Primero, porque rompe el propio proceder y ritmo dramático que estaban llevando; segundo, porque in extremis da la impresión de que quieres justificar la Ira que da título a tu obra, pero que no desarrollar en la propia obra nada más que insinuando conflictos sociales y, tercero, porque pierdes la oportunidad de profundizar en uno de los grandes temas en cuanto a la religión cristina se refiere: el libre albedrío. ¿Faltaría un acto más o eso sería meternos en unas honduras a las que el autor no está dispuesto? De lo mejor del montaje es la utilidad que se le da a la escenografía de Vanessa Actif, principalmente a esa estructura central que es, a la vez, edificio y piso con varias estancias, reducidas en tamaño, y que permiten guiños simbólicos graciosos con los distintos objetos. Hubo carcajadas en el Español; puesto que a los estrenos de las comedias se acude a relajar la prosapia. Aunque uno crea haberse equivocado de templo y más si está al frente del asunto todo un Dan Jemmett, quien ha dirigido para nosotros, entre otras, Shake y Nekrassov. Ante todo, es un gran director de actores y aquí se vuelve a demostrar, pues saca lo mejor tanto de Ortega, quien explora sus ambigüedades con expresionismo y locura; como de Gloria Muñoz, quien sostiene gestualmente a una mujer que fácilmente se podría desfigurar con sus hipérboles. Y al acabar, uno piensa en cómo los elementos mostrados podrían haber provocado una mayor controversia; sin embargo, los límites del teatro comercial que acogerá este espectáculo marcan unas directrices insuperables. Por eso se llega hasta donde se llega.

Ira

Autor: Julián Ortega

Director: Dan Jemmett

Reparto: Gloria Muñoz y Julián Ortega

Diseño de iluminación: Felipe Ramos

Diseño de espacio escénico y vestuario: Vanessa Actif

Ayudante de dirección: Christopher Knighton

Una producción de LAZONA

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 18 de abril de 2021

Calificación: ♦♦

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Un comentario en “Ira

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