Una enorme piscina en el Teatro Valle-Inclán acoge la obra sobre el suicidio que firma la joven dramaturga Eva Mir
Pertenece Eva Mir (1996) a una generación de dramaturgos que apuesta por un teatro de la divagación, de la expresión poética, del estatismo teórico, del deambular por las ideas sin atenazarlas, de la distancia irónica que circunda la cuestión central. Arrumbar la trama y disolver el argumento. Que sea «discípula» de María Velasco ―viene a cuento recordar aquí Petite mort―, no debe pasar por alto. Las obras de esta corriente ―encorsetada por la narraturgia―, suelen producir cierto deleite literario cuando se leen, y se saborean las mordaces metáforas sobre la vida contemporánea, y uno puede detenerse en ellas; pero esa disertación en escena, esos monólogos alegóricos son inasibles, y únicamente se pueden pillar al vuelo. La sensación ante tamaña logorrea es de abarullamiento. Las palabras, las frases se compactan en un engrudo. Así ocurre con la protagonista, Berta, de quien sabemos que se ha leído las obras completas de Shakespeare ―lo repite unas cuantas veces. El texto, en general, es felizmente recursivo; y machaconamente repetitivo―, que se dedica a escribir ―podemos tomarla como un trasunto de la dramaturga―, y que un día decidió clavarse un cuchillo para desaparecer de este mundo. Este personaje es, desde el punto de vista del acontecimiento, lo único que me parece interesante; y más me lo parecería si el resto de piezas, de papeles, tuvieran la fuerza o la peculiaridad suficiente como para ofrecer un contrapeso que engrandeciera el conjunto. Marta Matute, a quien no veía desde aquel hito titulado Yogur / Piano, se echa encima la función. Primeramente, se entrega con su ágil físico, subiendo y bajando con actitud gimnástica. En su discurso vehemente y contrario a las directrices terapéuticas, busca el enfrentamiento, la crítica mordaz de su ser y de su tiempo, anhela sujetar la cuestión de cara. Sí, el suicidio. Uno de los grandes tabúes que, en los últimos años, tengo la intuición de que se está comenzando a desvelar. Se percibe en la prensa por el cambio de enfoque, por algunas campañas publicitarias de asociaciones involucradas en su lucha, además, de que el número de películas, obras de teatro o novelas cada vez se inmiscuyen más en el asunto. Sobraba dar el dato; pero ya digo que en estos montajes hay cierta tendencia al ensayismo. Casi cuatro mil al año es para tenerlo en cuenta. ¿Y los intentos? Otros miles. ¿Y los ansiolíticos? De récord mundial. Adopta la actriz, en muchos momentos, una dicción molesta, como de viejecita henchida de hartazgo. Además, es ella quien, en realidad, pone sobre el tapete algo de cordura; pues se digna a rememorar la muerte de uno de sus compañeros, Khalid, un inmigrante que no pudo superar el fallecimiento de un amigo en el tráfago marítimo. Y es que nos encontramos en un pueblo que está siendo rehabilitado por estos aspirantes a suicida, y que forma parte de un proyecto dirigido por una fundación con fines algo cuestionables. Y como la dramaturga ha decidido que construir una piscina es lo más metafórico ―y desde luego que lo es―; pues nuestra escenógrafa plenipotenciaria, Monica Boromello, no ha dudo en ponerse manos a la obra. El piscinón que abarrota y agarrota la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán es tan imponente como absorbente. Tres trampolines, varias escalerillas, corcheras, un vaso con cinco calles y todo tipo de detalles hiperrealistas. También incluye un letrerito luminoso para hipertextualizar el texto (útil cuando se convierte en reloj y hace el guiño tan significativo de las 4:48, hora en la que dicen que se comenten más suicidios, y que nos remite claramente al texto de Sarah Kane). Solo le falta el agua, y el cloro. Y una iluminación de David Picazo que potencia con pericia esos tonos cerúleos y amarillentos, que resignifican la moribundez melancólica y la esperanza iluminadora. Paola de Diego se encarga, fundamentalmente, de vestir de gala a nuestra Berta; puesto que ella quiere estar estupenda allá donde vaya. Porque se cuida y porque su perfeccionismo debe seguir imperando, aunque eso la sitúe de nuevo en el abismo. Luego, está todo lo demás, que no termina de encajar. Empezando por los dos compañeros de fatigas, que parece que van a la par en su comportamiento. Rodrigo Sáenz de Heredia congela su rostro para reconcentrarse en su penuria. Un hombre enamorado que ha perdido a su mujer y que quiere marcharse con ella, allá donde esté. Y, después, Mónica Lamberti, es una persona con movilidad reducida, aspecto este que aprovecha excelentemente para crear un personaje que tendría que dar mucho más de sí. Un carácter extraño, extravagante incluso, una mujer, Agnes, que es víctima de los atentados del 11M, y que, en su reclusión hogareña, fantasea con sus orgasmos, su masturbación, sus Coca-Colas y el voyerismo que practica con sus vecinos. Una vida que es un pozo de dificultades. Ambos personajes no tienen continuidad, no generan choque, contraste, están bastante apagados teatralmente hablando. A ello se suma que la trabajadora social, una Helena Lanza bien dispuesta, se abalance con precipitación, con un equívoco proyecto de documental, con una postura crítica sobre los impedimentos para salir adelante en Madrid. Suena caótico, y más, cuando en el epílogo se engarza con poca habilidad en una especie de performance autosugestivo para que nuestros protagonistas cojan energía y se conviertan en héroes de su existencia. La RAE está pensando en retirar la palabra ‘héroe’ del diccionario, ya que al significar todo, ya no significa nada. Otro baúl del bienquedismo. Qué empeño con el heroísmo en nuestros días. No debe quedar otra opción en el amamantamiento infantilista. La canción de Bowie se desgasta a la misma velocidad que el «Imagine». Y José Pablo Polo se recrea con el tema en la mesa de mezcla cuando irrumpe en la pileta. Me quedo con el personaje de Berta, de Marta Matute, en el medio de la piscina, con gran parte de su discurso, con su agonía, con esa mirada amarga que ella misma sentencia: «¿Cómo va a superar la realidad a la ficción si no paramos de anestesiarla?».
Escrita y dirigida por Eva Mir
Reparto: Mónica Lamberti, Helena Lanza, Marta Matute y Rodrigo Saénz de Heredia
Escenografía: Monica Boromello
Iluminación: David Picazo
Vestuario: Paola de Diego
Música: José Pablo Polo
Audiovisuales: Víctor Vioque
Ayudante de dirección: Vanessa Espín
Ayudante de escenografía en prácticas: Rebeca de Arriba
Ayudante de vestuario en prácticas: Esther Batalla Sánchez
Fotografía: Luz Soria
Tráiler: Bárbara Sánchez Palomero
Diseño de cartel: Equipo SOPA
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 14 de marzo de 2021
Calificación: ♦♦
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Buenas noches Ángel Esteban Monje, comentarle nada más que no entiendo muy bien a qué se refiere por “padece una minusvália motora” …. ¿qué es eso, de qué está usted hablando ? ¿Acaso valen menos mis piernas que las suyas ? ¿ a qué tipo de valor se refiere? Antes de poner etiquetas capacitistas, por favor infórmese y no “padezca” de inexactitud.
Un saludo
Monica Lamberti
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Buenas noches, Monica.
Como no quiero padecer inexactitud, me gustaría que me indicara qué término debería emplear, si es que debo emplear un término para informar al espectador.
Un saludo.
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¿De verdad que que usted necesita un adjetivo? ¿No cree que en silla de ruedas puede circular todo el mundo? ¿No es suficiente actriz?
No, parece que su escritura se goza con la etiqueta, pues dele, que va por delante que respeto su opinión sobre mi trabajo, eso no hay duda, lo que va por detrás y no respeto es que necesite calificar mi persona para hacer su trabajo.
Otra cosa, no pienso volver a contestarle, tengo funciones por hacer.
Un saludo
Monica Lamberti
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