La tristura presenta un espectáculo sobre los niños robados bajo la pátina de un film en construcción

Melancolía en movimiento. Y viaje hacia principios que se tiñen de nostalgia. ¿Quiénes somos? ¿Quién nos hace ser como somos? ¿Qué nos lleva a buscar respuestas que serán del todo insuficientes? Pablo ha decidido indagar en su pasado. Es uno de aquellos niños robados a finales del franquismo. Desentrañar la madeja va a resultar complicado y habrá de viajar a Italia en busca de un juez jubilado y con unos principios muy claros. Por otro lado, una fotógrafa iniciará también su periplo artístico con un proyecto sobre la identidad de aquellas personas que aparecen en las grandes fotos paradigmáticas de la historia. No es difícil adivinar que ambos hilos se cruzarán. CINE, como las grandes obras artísticas, se sustenta en dos firmes pilares: contenido y forma. La consecución del contenido no es, desde luego, baladí. Su tratamiento es serio, profundo, instigador. Nosotros, en España, estamos a años luz de una consideración «a la argentina» sobre la cuestión. El tema del poder se esputa contra el tema de España, nuestro dolor de España; unamuniano. En cuanto a la forma, La tristura cumple delicadamente con un planteamiento estético auténticamente interesante (aquí también funciona Unamuno): el perspectivismo. Sin llegar al metacine de La rosa púrpura del Cairo, una lámina transparente materializa la cuarta pared. Detrás transcurre la acción como si fueran escenas de un film macilento de los años 50 o de un lirismo doliente pergeñado por Wong Kar-wai o, en los últimos tiempos, Xavier Dolan. ¿Quién mira? ¿Quién nos lanza la mirada? ¿La fotógrafa creando su película? ¿El propio protagonista? ¿Los cinco niños comiendo palomitas? Hay muchos más. Tengamos en cuenta por un lado, que la frontera es sobrepasada en varias ocasiones, que la realidad ficticia se quiere aproximar a la realidad documental e, incluso, a la realidad real del cantante indie que interpreta la pieza; por otra parte, cada uno de los espectadores nos ataviamos con unos auriculares inalámbricos que nos han entregado antes de adentrarnos en la sala. El aislamiento que se produce y la sensación de intimidad funcionan, y te permite conectarte imaginariamente con mayor cercanía en una obra donde, paradójicamente, existe un telón que nos debería separar más que en otras ocasiones. Esto también aquilata el perspectivismo y la soledad. Él es Pablo Und Destruktion, el cantante de la escena independiente que procede de Asturias, un músico peculiar que actúa con taciturnidad y alevosía en un deambular garboso. Alguien que se mueve en ese límite de irrealidad y heterónimos. Traza un camino de búsqueda interior, en cuanto que evalúa su propia historia de éxito y fracaso, y de búsqueda insistente de su madre biológica, algo que en la obra simboliza mucho más, llevándonos hasta el cuestionamiento de la identidad nacional, de nuestro volkgeist. Con ese hálito, se va encontrando con una especialista en casos de niños robados, con una camarera y con el juez que firmó su adopción; todos ellos interpretados por Fernanda Orazi (a quien hace poco vimos en 40 años de paz). Papeles muy diversos a los que sabe sacar partido, construyéndolos, los dos primeros, para que la historia nos parezca creíble y pueda avanzar dentro de los parámetros del realismo; mientras que con el juez se transforma en su cuerpo (un acierto de la obra) en otro símbolo, en este caso, de poder. Una especie de superhombre justiciero, enérgico, déspota y sin una pizca de arrepentimiento; es más, orgulloso de haber puesto orden en una sociedad que, por aquellas, se lanzaba al caos. Aunque lo verdaderamente atractivo de este personaje es que su discurso nietzscheano conlleva unos desencadenantes vitales que no podemos obviar. Por eso, en la otra línea argumental, Itsaso Arana se ve impelida, a través de su tarea como fotógrafa y, también, como maestra de dibujo, a moralizar las lecciones aprendidas en su educación. Ella se muestra segura y dulce, cuidadosa con esos cinco chiquillos de siete años que, en su inocencia, pretenden agarrar el mundo ese de unos adultos a los que les faltan tantas respuestas. Es un placer estético adentrarse en la comisura de esa malla inasible en la que acontece todo y no todo lo que podemos ver, y también adonde nos lleva fantasiosamente. El trabajo de Ana Muñiz en la escenografía, de Eduardo Vizuete en la iluminación y de Eduardo G. Castro en el diseño sonoro es fundamental para que nuestra percepción alcance las motivaciones de esos personajes. Se le pueden poner muy pocas pegas a este espectáculo, quizás sobra una de las canciones de Pablo al final, principalmente porque evita un cierre más cercano y redondo (tampoco me parecen muy adecuadas sus explicaciones sobre la propia obra). Por otra parte, resulta un tanto escueta; uno se queda con ganas de más, de recorrer el profundo y literario texto de Itsaso Arana y Celso Giménez, en ese ritmo pausado y musical, los vericuetos de esos individuos que se han encontrado para cuestionarse el mundo, su mundo, ahora que estamos obligados a la libertad.
Creación y texto: Itsaso Arana y Celso
Pieza escénica de: La tristura
Reparto: Itsaso Arana, Fernanda Orazi y Pablo Und Destruktion
Invitados: Mateo Linder, Cristina Rincón, Olmo Rocca, Simona Rocca y Naia Sobrado
Voces: Roberto Baldinelli, Javier Gallego, Miren Iza, David López y Adriana Salvo
Escenografía: Ana Muñiz
Diseño de iluminación y dirección técnica: Eduardo Vizuete
Asistente técnico: Roberto Baldinelli
Diseño sonoro: Eduardo G. Castro
Ayudante de todo: Violeta Gil
Comunicación: Paloma Fidalgo e Israel Paredes
Cartelería y fotografía: Mario Zamora
Diseño gráfico: Estado Triplete
Producción: La tristura, Las Naves Espai de Creació y Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid
Colaboran con la producción: Tafalla Kulturgunea, Teatro Pradillo y Centro Dramático Nacional
Teatros del Canal (Madrid)
Hasta el 10 de abril de 2016
Calificación: ♦♦♦♦
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