Juan Echanove y Lucía Quintana se ponen al frente de esta adaptación de la conocida novela de Mario Vargas Llosa
La novela de Mario Vargas Llosa, una de las buenas; aunque no de las mejores, no es complaciente con el hecho histórico que pretende criticar y desbrozar. La adaptación de Natalio Grueso, sí lo es. El objetivo parece inequívoco: entregarle al público la versión teatral de la obra de un Nobel, despojándola de la complejidad literaria (un manejo del tiempo en constante vaivén, tramas que se entreveran, personajes dibujados hasta el mínimo pormenor, una riqueza léxica inconmensurable y una tensión sostenida que va desde lo íntimo al acontecimiento trágico y político) y construyendo un texto cargado de explicaciones antidramáticas. Cada escena parece una lección de historia sobre la República Dominicana y la dictadura de Trujillo. Enseguida nos damos cuenta de que el versionista ha decidido cargarse uno de los hilos conductores, aquel que va desentrañando el atentado que algunos conspiradores organizaron para acabar con El Jefe (este aspecto se resuelve desastrosamente con unas imágenes que casi son un pim pam pum sin importancia). Así que todo se centra en Urania, la hija de Cerebrito, el senador Agustín Cabral (hombre de confianza en el trujillato). Lucía Quintana tiene la difícil papeleta de representar a la mujer madura que regresa a Santo Domingo ―ella hace tiempo que se ha exiliado a Estados Unidos, para desarrollar una exitosa carrera profesional―, a encararse con su padre, con sus tías y con el pasado que inapelablemente ha determinado su torturada personalidad. Pero, la actriz, que solventa con gran pundonor ese rol y nos convence totalmente; también debe encarnar a la propia Uranita con 14 años ―vestida con la misma ropa, con unos pantalones de talle alto, detalle, en absoluto baladí―. Demasiada imaginación hay que echarle para que la escena cumbre del montaje posea la crudeza necesaria para retratar a ese violador impenitente. Da la impresión de que Carlos Saura no se ha atrevido a acometer el asunto con la violencia pertinente. Aquí ser sutil es incoherente con la caracterización de un cafre. ¿Por qué no lleva el vestido adecuado para una niñita que se presenta en sociedad? Lo cierto es que la función se sostiene básicamente porque los actores dominan la situación con creces. Juan Echanove, más comedido de lo habitual en él, interpreta a El Benefactor con el sarcasmo tenebroso de quien se impone a Dios; llevándonos cadenciosamente a la demostración de sus límites inmorales. Un dictador que lleva su ego hasta el paroxismo. No queda ni un solo aspecto social, cultural o político que no esté tamizado por su narcisista carácter. A su alrededor pulula la caterva de chupópteros, de meapilas y de adláteres corruptos que ejecutan las órdenes y que actúan con la brutalidad esperada ―a pesar de que son humillados por su dueño con frecuencia, donde más les duele―. No hay más que fijarse en el maquiavélico Johnny Abbes, el responsable del Servicio de Inteligencia Militar, un Manuel Morón animalesco y sanguinario. O ese monigote de Joaquín Balaguer, el presidente sin país, que nos muestra a un David Pinilla en el regodeo pedante de su blandenguería. Por otra parte, Gabriel Garbisu, Cerebrito, mide muy bien el equilibro desasosegante de un peso pesado caído en desgracia doblemente, primeramente, por perder la confianza de Trujillo en una especie de castigo kafkiano que lo destina al ostracismo; y, segundo, por aceptar que su hija sea el valiosísimo trofeo que debe conceder para intentar recuperar el terreno perdido en el gobierno. Es ahí cuando Eduardo Velasco demuestra sus dotes para perfilar la chulería de ese conseguidor que es Manuel Alfonso. Una serpiente tentando a ese hombre desfondado. En otro orden, Saura ha intentado otorgarle dinamismo a esas oscilaciones entre el presente y los flashbacks, con transiciones bien empastadas; no obstante, apenas ha logrado que las escenas tengan la carga de violencia, o de musicalidad (qué poco suena la música en una isla tan bailona), o de embate dialéctico esperables. El estatismo impera. A ello hay que afearle la escenografía diseñada propio director que, igual que realizó con su anterior propuesta, El coronel no tiene quien le escriba, parece que considera que los dibujos naífs sobre una gran pantalla son más que suficientes para decorar el ambiente y meternos en situación. La pobreza escenográfica es patente e inefectiva. La concreción, la síntesis, la puntualización de lo que fue aquella salvajada de periodo va reduciendo el argumento ficticio a muy poco, para remitirnos a un desenlace que se observa extrañamente (la balacera llega sin sentido). La falta de ambición artística deja la adaptación de una gran novela en un esbozo que tan solo entretiene.
Basado en la novela de Mario Vargas Llosa
Dirección: Carlos Saura
Adaptación: Natalio Grueso
Intérpretes: Juan Echanove, Lucía Quintana, Manuel Morón, Eduardo Velasco, Gabriel Garbisu y David Pinilla
Ayudante de dirección: Gabriel Garbisu
Iluminación: Felipe Ramos
Diseño de escenografía: Carlos Saura
Diseño de vestuario: Carlos Saura
Jefe técnico: José Gallego
Producido por: José Velasco
Teatro Infanta Isabel (Madrid)
Hasta el 15 de marzo de 2020
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “La fiesta del Chivo”