Las canciones

Una experiencia salvadora a través de la escucha profunda de esos temas musicales que configuran una biografía emotiva

Foto de Vanessa RábadeOír o escuchar. La música está con frecuencia demasiado al fondo en nuestras vidas. La música suena mientras realizamos otra actividad. La música suena mientras nos pretenden vender un objeto. La música suena para tapar el angustioso silencio, cuando una pareja ha perdido la conversación. El melómano vive rodeado de vinilos y cada día se sienta en un sillón de cuero para deleitarse con la escucha. Una experiencia estética que indudablemente puede ser transformadora y que posee el influjo mágico de la intromisión abstracta. A través de personajes que nos remiten inequívocamente a Chéjov (por ahí andan algunas de las Tres hermanas, por ejemplo) asistimos a una liturgia, a una cura; pero, también, a una escapatoria, a una reclusión, a una dictadura de la emoción salvífica. El padre músico ha muerto; pero su fama ha quedado desvanecida por un acto terrible, que nos hace pensar en un asesinato. Los hijos sufren por su pérdida; aunque da la impresión de que la ausencia de su guía y su anclaje terrenal ha evidenciado dosis de inmadurez y de proyecto vital consistente. La extrañeza de la situación ―ya desde el principio, la gran parte de la función consiste en escuchar canciones―, nos puede recordar a esa visión tan angustiosa con que mira la realidad el director de cine Yorgos Lanthimos. La primera parte, la cara A, me parece algo prosaica, como si al dramaturgo le resultara bastante serio y sentencioso entrar en honduras de manera radical. Se da cierto distanciamiento y se maneja una comicidad un tanto chabacana, concretamente a través del papel que interpreta Carlota Gaviño; pues hace de «maruja canaria». Una especie de cliché anticuado y clasista que rechina con sus chistes de españolada landista. La llegada de Javier Ballesteros y de Joan Solé, dos músicos enormemente intrigados por lo que ocurre en aquel espacio clandestino, sostiene ese tono aún difuso de una obra diletante y sin dirección. Van sonando las canciones como ejercicios de meditación yóguica. Al fondo podemos leer la traducción ―no son pocos los idiomas que flotarán por el montaje. Jacques Brel, Enrique Morente o Cecilia Bartoli. Folclore riojano, canción italiana sesentera y hasta un esbozo de Enrique Iglesias («experiencia religiosa»). Una biografía musical y sentimental, suponemos que del propio Messiez, y que todos los «interesados» en la música poseerán particularmente si no se dejan arrastrar demasiado por el hit efímero. El interludio nos ha de plantear una pregunta: ¿debemos considerarlo una copia? A finales de 2016, la compañía belga FC Bergman presentó en los Teatros del Canal su obra 300 el x 50 el x 30 el (una alegoría de tintes bíblicos sobre el arca de Noé) en la cual, en un momento determinado, se enchufaba la versión extendida del famoso «Sinnerman» de Nina Simone, para que un montón de gente saltara para unirse con lo divino. Ahora Messiez hace lo propio con unas similitudes sospechosas, a la vez que efectistas. Resuena durante más de quince minutos el «My Sweet Lord» (más el «Today Is a Killer») para que los actores se entreguen en cuerpo y alma a la catarsis y para que el respetable, impulsado por unos compases tan ilusionantes, inicie con espontaneidad su danza. Momento álgido del espectáculo, sin duda. Y una demostración clara del efecto consabido de la música en nuestro ánimo. A ello se suma ―si queremos ahondar en su significancia y en su simbolismo―, que la versión (sobre el éxito de George Harrison) de la cantante estadounidense (en su disco Emergency Ward; es decir, «Sala de emergencia») fue censurada por el franquismo en 1973, cuando se añadieron los versos de David Nelson. El remate: «Today, who are you Lord / You are a killer (Hallelujah)». Más allá de todo, ese «descanso» es un divertimento, un subidón, un disfrute y hasta una liberación. La cara B mejora sustancialmente la propuesta. El texto de Messiez se ajusta de tal manera que los personajes por fin vuelan y se dan sentido. Mikele Urroz, en la debilidad de la segundona, de la hermana arrastrada, encuentra en el amor y en el sexo una puerta de salida que la aproxime al «mar». Se empareja con Solé y ambos dialogan con fertilidad y con sintonía humana. Por su parte, también se acoplan Gaviño ―más moderada y creíble― y Ballesteros, para emprender un rumbo lírico, romántico y hasta kitsch. Íñigo Rodríguez-Claro, como un Joaquín Phoenix en su enésima interpretación de la vesania, como un jugador ruso y beodo de ajedrez, sucumbe extraordinariamente a la sinceridad de su existencia. José Juan Rodríguez es el más entregado de todos en lo corporal, y lanzadera de muchas escenas que son inspiradas por su energía, se acoge aún a la música con todos sus temores. Porque Rebeca Hernando ha impuesto con su adustez un régimen entre sectario y místico, entre pijo-coaching y falaz, una senda que posee el redescubrimiento de la música como musicoterapia; pero, además, como asunción de su fuerza vibratoria primigenia, de su matemática memorística contra el ruido, de su veneno propioceptivo, de su pentagrama repleto de coordenadas que desencriptan el lenguaje sensitivo de la naturaleza. Ciertamente, todo el grupo acaba conjuntándose verdaderamente y más en el colofón tan festivo. Todo ello transcurre en la escenografía de Alejandro Andújar, una gigantesca «sala de emergencia», un estudio de grabación insonorizado tan pulcro como esas iglesias contemporáneas donde impera el minimalismo. Las canciones de Pablo Messiez atacan la cuestión primordial de nuestra existencia una vez Dios ha muerto: darle sentido a «esto que pasa». Religarnos al devenir a través del arte, de la religión en su configuración telúrica, en la búsqueda de alguna supuesta solidez arcaica en el inconsciente colectivo, en el calor del baile, en el reconocimiento de que nuestro cuerpo dialoga con unas canciones que son las oraciones reveladoras de todo lo que hemos ido siendo.

Las canciones

Texto: Pablo Messiez, a partir de personajes y situaciones de las obras de Antón Chéjov

Dirección: Pablo Messiez

Intérpretes: Javier Ballesteros, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro, Joan Solé y Mikele Urroz

Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada

Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola

Producción: Víctor Hernández

Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar

Realización vestuario: Ángel Domingo

Ambientación: María Calderón

Colaboración vestuario: Mamen Duch

Iluminación: Paloma Parra

Diseño sonoro: Joan Solé

Coreografía: Lucas Condró

Ayudante de dirección y sobretítulos: Javier L. Patiño

Traducciones: Lorenzo Pappagallo

Distribución: Caterina Muñoz Luceño

Comunicación: Pablo Giraldo

Fotografía: Vanessa Rábade

Diseño gráfico: Patricia Portela

Una producción de El Pavón Teatro Kamikaze

El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)

Hasta el 6 de octubre de 2019

Calificación: ♦♦♦

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