Sopro

Tiago Rodrigues rinde homenaje a la apuntadora Cristina Vidal en un espectáculo de corte metateatral y autoficcional

Foto de Filipe Ferreira

Hasta el apuntador. Así que hemos de suponer que el metateatro, género otrora de vanguardia, explotado hasta la saciedad ―en los últimos tiempos entreverado con la autoficción― cierra ciclo. Sobre el teatro en sí, sobre sus aledaños, sobre su ontología y su metafísica, sobre el desguace del intérprete, sobre la ruptura de la cuarta pared, sobre la reconfiguración del espectador, ya estamos saturados. ¿Tiene algo que decirnos, más allá de las anécdotas más o menos curiosas, una apuntadora? ¿Se puede hacer una obra de teatro sobre una mujer vestida de negro para confundirse con las sombras escondida en una concha para soplarle el texto a esos actores que se quedan en blanco en un momento determinado? La respuesta debería ser no. Pero existe un estilo teatral que consiste en exponer, explicar y narrar la idea sobre una obra de teatro que, en verdad, se está haciendo en ese preciso instante al escenificarlo (la idea se difumina y queda el esbozo del proyecto). Únicamente tomando referencias de esta temporada se pueden poner algunos ejemplos: Tratando de hacer una obra que cambie el mundo, Los otros Gondra e, incluso, El sueño de la vida. La cuestión es que la perspectiva conceptual pretende que todo el material, en apariencia, se plasme ya en las tablas. Desde el día del chispazo creativo hasta el punto en el que termina la propuesta. Entendamos que son proyectos en los que uno debe escuchar explicaciones de todo tipo (aquí el autor adopta un tono, a veces, lírico, para dar enjundia a sus elucubraciones sobre el arte dramático) como un teórico, como un filósofo; debe contemplar retazos ―en ocasiones, desechos―, bosquejos, piezas inconclusas (aquí se «interpretan» de manera sui géneris ―irónicamente, diríamos―, fragmentos de obras clásicas que se representaron en el Teatro Nacional D. María II de Lisboa, que es donde ha trabajado casi treinta años nuestra apuntadora); y, por supuesto, se nos describe el escenario como el dramaturgo lo imaginó y como luego terminó en la realidad (tal y como lo vemos todos). El aparataje, para el público habitual, es conocido y, por lo tanto, no sorpresivo. El asunto es que, si la materia de fondo resulta interesante y persuasiva, pues uno puede llegar a aceptar este lenguaje por más que se le induzca a olvidarse de que aquello es ficción (los guiños humorísticos sobre la evidencia de que la protagonista es ella misma). La técnica que se emplea provoca inquietud en los primeros compases; después se agota y no ofrece nada potable. Se dispone Cristina Vidal, la apuntadora, una señora seria, de negro perpetuo, con su libreto en la mano, tras los actores ―situados estos frente al respetable, a una distancia entre ellos generosa―para que ellos emitan el diálogo que tuvieron ella y el director, cuando este le propuso subir al escenario para que se contara su biografía. Ante la indudable negativa de esta profesional del escondrijo, Tiago Rodrigues recurrió a sus «artes» de sí que vale, pero a medias. Hay que hacerse cargo de lo que es deambular de un lado para otro para pergeñar ese diálogo. La susodicha se pasará la función dando indicaciones con el brazo y susurrando las frases que los interpretes deben expresar. Poco a poco nos adentraremos en diferentes episodios sobre montajes célebres de Chéjov, Molière o Racine. Será precisamente con la Berenice de este último autor francés, donde encontraremos los momentos más emotivos. Cristina Vidal, como confidente de los artistas, acaba por saber su vida y milagros, sus amores y sus graves enfermedades. Y así nos lo narran; aunque con unas pinceladas insuficientes como para que los personajes-actores puedan encontrar una entidad dramática (ya sabemos que eso no parece importar en estos espectáculos. El efecto marioneta es evidente). La propuesta viene cargada de un romanticismo sugerido por las directrices del director, cuando evoca el misterio del teatro, y que luego fragua en un final fríamente emotivo; y, sobre todo, por una escena muy significativa y que es necesario comentar. La apuntadora relata cómo ha guardado todas las frases que en alguna circunstancia tuvo que apuntar (las dejó subrayadas). Si las recitara seguidas, ocuparía dieciocho minutos (resultaría «aburrido» comentan). Yo creo que, en lugar de ofrecernos una pequeña muestra, debería habernos procurado una especie de Cinema Paradiso; aunque siendo realistas, qué significan esos versos descontextualizados. Volvemos al arte conceptual: serían enunciados perdidos, textos que nos remiten a la humanidad del actor, a la tensión del momento de la actuación, a la desidia de algunos también, al abuso laboral, incluso. No sé, lo que se quiera. Pero el caso es que la Sala Verde de los Teatros del Canal se hace inmensa para los seis intervinientes. La escenografía y la iluminación de Thomas Walgrave no le dejan a Cristina Vidal un recoveco, una sombra en los que enmascararse, y las distancias, con el espacio tan abierto, demoran demasiado las acciones. De los actores no se puede afirmar nada más que, en general, acometen su labor, ya sea como bustos parlantes, como marionetas (poco tiempo para la desenvoltura interpretativa) que prestan su voz, su cuerpo para la causa; ya sea como actores en sí y sobre sí. Beatriz Brás es quien más transmite la información (despojada de la verdadera intencionalidad de una mujer que presumimos tímida o, al menos, sin ganas de sobresalir). Le da un aire fresco al final, cuando la función se resiste a terminar (el ritmo no ayuda a conectar con lo supuestamente trascendental). Vítor Roriz encarna a Tiago Rodrigues, aunque el estilo indirecto, no nos permite descubrir su tono persuasivo. El resto del elenco, se adentra mucho más en la representación de esas escenas perdidas en los años. Isabel Abreu hace, no solo de la actriz que comandó ciertos montajes, sino de la directora en aquel famoso teatro lisboeta. O Romeu Costa, que se mete en el papel de un famoso actor algo rebelde y que elabora situaciones más divertidas y dinámicas (sobre todo porque se inventa las líneas); para un espectáculo con demasiadas partes estáticas. Sopro parte de una idea y de una mirada que para el público más acérrimo resultarán algo manidas; y, para el menos frecuente, quizás, poco atractivo. Puesto que podemos considerar que es un honroso homenaje a una mujer que ha estado al tanto de los entresijos de un teatro; pero, que mostrado con esta estética tan distanciadora, ¿qué nos dice realmente a nosotros?

Sopro

Texto: Tiago Rodrigues

Reparto: Beatriz Brás, Isabel Abreu, Cristina Vidal, Romeu Costa, Sofia Dias y Vítor Roriz

Escenografía e iluminación: Thomas Walgrave

Vestuario: Aldina Jesus

Sonido: Pedro Costa

Asistente de dirección: Catarina Rôlo Salgueiro

Producción: TNDM II

Coproducción de ExtraPôle Provence-Alpes-Côte d’Azur, Festival d’Avignon, Théâtre de la Bastille, La Criée Théâtre national de Marseille, Le Parvis Scène nationale Tarbes Pyrénées, Festival Terres de Paroles Seine-Maritime – Normandie, Théâtre Garonne scène européenne, Teatro Viriato

Apoyo: Onda

Teatros del Canal (Madrid)

Hasta el 2 de junio de 2019

Calificación: ♦♦

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