Sube a escena la obra de Paco Bezerra sobre los invernaderos almerienses, a través de la mirada de un joven fantasioso

Ante todo, se plasma en esta obra galardonada en 2009 con el Premio Nacional de Literatura Dramática, una atmósfera; ya de por sí viciada por la confluencia de múltiples elementos, como se verá, que es observada, además, por una contemplación evasiva y enloquecida que nos remite más al sueño que al raciocinio. La huerta almeriense, cubierta de plásticos, es, auscultada desde fuera, un paraje artificioso al que sabemos que acuden muchos inmigrantes africanos. También es el lugar con menos precipitaciones de Europa y, a la vez, el que genera unas cosechas de números exorbitantes. La implementación de técnicas de cultivo, y eso incluye el uso de insecticidas («Los insectos se inmunizan y crecen hasta el triple de su tamaño»), han propiciado una ingente riqueza a muchos agricultores de la zona. Aquí precisamente nos encontramos a una familia, integrada por un padre y sus tres hijos, que ofrecen comportamientos antiguos, modales que remiten a esa presión social propia de sociedades rurales encerradas sobre sí. El auténtico protagonista, Indalecio (como el santo patrón de Almería o como el indalo), vive inmerso en sus historias, es un escritor que no conserva sus relatos por escrito, sino que los deja cocer en su cabeza. Es el menor de los tres hermanos, un muchacho fantasioso que se cuela en los invernaderos de su padre para divagar en sus cuentos. Samy Khalil interpreta a este malhadado con sutil ambigüedad, arrastrado en sus gestos por la duda y por el temor a todo lo que le rodea, desesperanzado en su soledad sospechosa. La locura o la fantasía exacerbada o las dos visiones al mismo tiempo, en un contexto cerril y asfixiante para alguien que no encaja en esos ritmos de trabajo. A partir de él se abren varias vías de acción, unas únicamente se esbozan, algunas se diluyen sin más en el argumento y otras amplían el significado general de la función. Rápidamente conocemos a Farida, una chica marroquí que trabaja en los invernaderos y que, además, trapichea con hachís para poder viajar a Francia. Juega el papel de amante —la escena de sexo se resuelve con un pudor escénico excesivo— e incluso de posible vía de escape; aunque no llegamos a saber hasta qué punto puede estar aprovechándose de él para que la ayude con sus negocios. Me parece que Mina El Hammani se sobrepasa en su ímpetu cuando habla con Indalecio. Conectado a esta misma subtrama, aunque localizada en tiempos que resulta imposible identificar plenamente, se sitúa Pepa Rus con Mercedes, una buena amiga del protagonista, que también sobrevive —debe cuidar de su criatura— con el menudeo de chocolate. Es una actriz idónea para estos roles, sabe redondearlos con adecuadas dosis de displicencia callejera y entrañable confraternización. Una de las sendas que pienso que no termina de funcionar es la que comanda Julieta Serrano haciendo de La Quinta (pretenden quitarle los malos espíritus al chaval), una curandera de los alrededores. Por una parte, sus procedimientos de bruja son poco vistosos, demasiado ridículos y, por otro lado, se completa la escena con divagaciones que no vienen al caso. Luego está la familia estrictamente dicha. El tono busca la tensión propia de la tragedia griega, como si el honor se fuera a desmoronar por algún mal de ojo. Sus redes de acción poseen una fuerza expresiva desmedida, movidos por la hybris, en este caso en su obsesiva búsqueda de unos tomates que superen su propia naturaleza: «Dentro de muy poco, cultivaremos los tomates más caros del mundo». Los contemplamos cómo manipulan el producto entre las sombras, sosteniendo un secreto, un tesoro resultado de su genio y de su ambición. Aceptemos que se observa desde la mirada del protagonista; pero Raúl Prieto, el hijo mediano, parece un personaje de la Comedias bárbaras, es salvaje, y se mueve con furia: «Las cárceles de aquí parecen hoteles, ¿sabes?», amenaza. El padre, enfermo, —el uso de químicos hace estragos y es uno de los temas que se dejan caer. La madre también murió «envenenada»— ha decido repartir sus posesiones. No parece muy coherente que Chete Lera, a quien pronto enchufarán a un respirador, no de muestras de su cansancio; no obstante, el actor posee esa aura mortecina y oscurantista que se impone metódicamente. Finalmente, Jorge Calvo, es el personaje más esquivo, casi un espectro. Durante mucho tiempo ha sufrido una enfermedad cutánea en la espalda que le provoca picores insufribles. Probablemente homosexual, reprimido por ese ambiente opresor. Repleto de bondad, siempre atento a los desvaríos de su hermano pequeño. Sus parlamentos microfonados como un narrador que quiere atenazar la historia y rellenar los huecos que reconforten a los espectadores más perezosos, podrían obviarse perfectamente. Para qué afirmar: «…me encontró colgando de la higuera…», por ejemplo. La escenografía es inequívocamente propicia. Vuelve Monica Boromello a acertar. Aquí despliega en el Teatro Valle-Inclán todo un invernadero como base, con los grandes tomates creciendo sobre una extensión de tierra; luego sitúa muy certeramente otros espacios, como un gran agujero al frente donde se recluye Indalecio y un árbol colgado al fondo que, gracias a la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, lo admiramos como si fuera un holograma lleno de simbolismo. A ellos dos se suma el espacio sonoro creado por Luis Miguel Cobo; destacan los tambores que igual nos recuerdan a la Semana Santa que a un batallón de fusilamiento.
Creo que Paco Bezerra ha concitado buenas ideas; pero le ha faltado pulir su escritura —si como dramaturgo ha intuido lógicamente que su obra debería llevarse a escena—, que percibimos en una serie de explicaciones que sobre las tablas sobran. Ya sean el padre y el hijo mediano, en off, recordando que: «Está prohibido poner un pie dentro de nuestro invernadero», cuando ya ha quedado claro en una conversación anterior; o sus concreciones finales en el epílogo haciendo una especie de resumen de cómo ha sido la vida de aquel muchacho y sus historias o, como ya he comentado, el hilo narrador de Ángel que, aunque lleno de lirismo, acentúa detalles que no vienen al caso. Mejor el silencio. La pausa. Seguramente se han querido aunar demasiados estilos, desde el metateatral hasta el thriller pasando por el realismo costumbrista. Luis Luque no lo ha tenido fácil para dirigir este compendio de asuntos; y, en general, ha sabido, ante todo, abrir los espacios para que visualmente el montaje nos ofrezca más puntos de vista. En definitiva, Dentro de la tierra, posee indudables virtudes espectaculares y aborda cuestiones de verdadero interés.
Autor: Paco Bezerra
Dirección: Luis Luque
Reparto: Jorge Calvo, Mina El Hammani, Samy Khalil, Chete Lera, Raúl Prieto y Julieta Serrano
Escenografía: Monica Boromello
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas
Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo
Ayudante de dirección: Álvaro Lizarrondo
Ayudante de escenografía: Laura Ordás
Ayudante de vestuario: Paola de Diego
Ayudante de iluminación: David Hortelano
Estudiante en prácticas RESAD: Pablo Martínez Bravo
Diseño de cartel: Javier Jaén
Fotos: marcosGpunto
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 19 de noviembre de 2017
Calificación: ♦♦♦
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3 comentarios en “Dentro de la tierra”