El hombre y el lienzo

Alberto Iglesias firma y dirige una propuesta cargada con todos los tópicos románticos del artista atormentado

Foto de David Ruiz

El número de películas dedicadas a pintores es ingente (las de Van Gogh se deben llevar la palma) y lo habitual es aproximarse a la figura de estos especímenes desde su biografía. Mucho menos frecuente en la ficción es la indagación teórica sobre el concepto de arte. Si acaso La bella mentirosa, de Jacques Rivette, especula sobre angustia del cuadro terminado; de asir lo bello a través del cuerpo de una mujer espléndida. Más complicado es encontrar de forma más o menos seria el tema sobre las tablas. La temporada anterior pudimos contemplar en Rojo, el acercamiento a Mark Rothko (o tiempo atrás la sátira La autora de Las meninas). O, hará unos meses, una aproximación (muy tangencial) sobre Goya. Con El hombre y el lienzo el atrevimiento ―quizás su único mérito― ha sido llevar la teoría y la práctica en síntesis mediante una trama dramática. Pero el resultado me ha parecido desnortado, caduco e impostado. Es una función que hace aguas por todos los lados y que, además, conlleva una sorpresa parateatral que ahonda en la catástrofe y hasta diríamos que en la acérrima hipocresía ―la posmodernidad es lo que tiene―. El texto que firma Alberto Iglesias dibuja un protagonista con todos los tópicos del pintor maldito; aunque, es más un tipo con mal carácter y con unos cuantos dejes cursilones (emplea algunos aforismos verdaderamente sonrojantes como lecciones zen de usar y tirar). Y se nos vende como un tipo de hoy, de unos cuarenta y tantos años que, pintando autorretratos, de tintes expresionistas en formato de 135 x 90 cm, ha logrado exponer en los museos más importantes del mundo. Sinceramente no sé a qué mundo se refiere. El mercado del arte lo ha trastocado todo y ahora «triunfan» (o ganan pasta) las obras de corte «espectacular» para gente impresionable (véase a Lita Cabellut o a Domingo Zapata). Pero ante todo se nos presenta al artista consternado (no sabemos muy bien por qué), que se cabrea a cada instante ―el comienzo, con esa furia insensata ya impone un tono grandilocuente―; que tiene muy presente a su padre, un cantante lírico que murió bastante joven (que le dejó como legado una sentencia para reconfigurar toda una filosofía de vida). También nos habla de cómo su madre lo admira muchísimo y guarda todo lo que se publica de su hijo. No hay mucho que descubrir por ahí; aunque se toma su profesión como el héroe frente al dragón que lo va a chamuscar. Altivo de más, engreído y, suponemos, que alguien que no ha debido pasar muchos apuros económicos, por lo visto, un bilbaíno bien avenido que ha triunfado desde la facultad. Y es que mostrar cuadros reales terminados posee el riesgo inequívoco de que esas pinturas han de justificar en sí mismas su valor. Es un jardín que perfectamente podrían haber sorteado, evidenciando el misterio que se pretende desvelar; pero reconozcamos que Javier Ruiz de Alegría se va a calzar un cuadro cada día, como si su mano fuera una máquina de churros, con unos trazos ya ideados, repetitivos y sin profundidad, sin duda, sin recreación, sin replanteamiento (parece que el tormento tiene un límite). Si nos fijamos ―es otro ejemplo más― en el film (edulcorado) sobre Giacometti Final Portrait, podemos exasperarnos con la propia exasperación del artista, tan metido en su retrato que cada pincelada es un equilibrio imposible entre el deseo y la verdad. Más coherencia moral se asume en El pintor de batallas, la novela de Arturo Pérez-Reverte que adaptó para las tablas Antonio Álamo. Si queremos tomar un punto de referencia sobre las vivencias que un retratista puede conllevar en su existencia para que encontremos algo de validez en su discurso. Porque las respuestas de pijoprogre que tenemos que escuchar de nuestro protagonista sobre el dolor en el planeta y las guerras, mientras me intento subir a la chepa del crítico que me entrevista, tienen un tufo insoportable, máxime si hasta una exposición sobre terrorismo le vale para entregar un autorretrato. O esa prepotencia nietzscheana (muy a lo Escohotado) sobre el consumo de drogas que a varios amigos ha derrotado; mientras que él ha salido victorioso. No me creo nada, me parece tan forzado y tan arrogante; que solo faltan añadir esas pinceladitas de teoría estética para rematar la faena. Un poco de Platón y la belleza, otro poco de Adorno sobre el orden y el caos; y una serie de referencias a la religión que podrían haber abierto un discurso más interesante y pertinente si el diálogo con el silencio hubiera aplacado el chorreo de este monologuista inaguantable. Y es que los artistas plásticos únicamente han acertado cuando han empleado la poesía o la carga metafórica para intentar racionalizar su controvertida tarea (véase a Jorge Oteiza o a Manolo Millares o al propio Dalí); mientras que han fracasado en un filosofar más estructurado. Generalmente, las influencias, los gestos, las aproximaciones, los motivos o su cosmos particular nos han dejado pistas certeras. El actor quizás querría embeberse de un Francis Bacon; pero termina por anular el arco dramático con su soberbia. Para más inri, en este espectáculo ―en el que se da tanta importancia a la cuestión performativa del autorretrato en directo a modo de minihappening―, se ha querido ampliar lo parateatral con una acción que no podemos dejar pasar por alto: los cuadros de cada día salen a la venta por 400 euros, dinero que se quiere destinar a NUPA, una asociación de ayuda a niños, adultos y familiares con trasplante multivisceral y afectados de fallo intestinal y nutrición parenteral. La pintura pergeñada en veinte minutos, convertida en atrezzo, devenida en arte, cobra valor monetario para salvaguardarse en la caridad. ¿Qué es el arte? Ustedes mismos.

El hombre y el lienzo

Autor y director: Alberto Iglesias

 

Intérprete: Javier Ruiz de Alegría

Voz en off: Ramón Barea

Espacio y luz: Javier Ruiz de Alegría (AAPEE)

Diseño espacio sonoro: Kike Mingo

Vestuario: Silvia Mir

Diseño gráfico y cartel: David Ruiz

Fotografía: David Ruiz / Emilio Gómez

Producción ejecutiva: Kendosan Producciones

Ayudante de dirección: Jacinto Bobo

Técnico: Óscar Sainz

Dirección de producción: Jesús Sala

Teatro Fernán Gómez (Madrid)

Hasta el 2 de febrero de 2020

Calificación:

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