Un thriller que posee como trasfondo el misterioso incendio del rascacielos madrileño
El esquema de los thrillers está muy trillado. Las series de televisión, las películas y muchas novelas parece que han agotado la fórmula y lo único que hacen es buscar espacios inexplorados que sustancialmente no cambian lo preestablecido. No queda más que intentar sumergirse en personalidades lo suficientemente atractivas y complejas o en ofrecer perspectivas que abran caminos de incertidumbre. ¿Cómo aceptar que gran parte del público está sobre aviso, que enseguida se atisbarán las rutas más habituales del género? Curiosamente, el año pasado por estas fechas presentaba el Centro Dramático Nacional una versión de Hard Candy y, al ver que Windsor comenzaba con una conversación de chat de esas donde el simple ligoteo va encaminado a algo más, saltaron todas las alamas. A partir de ahí esperé que algún macguffin me engañara y me hiciera creer que todo correría por otros derroteros. Pero, aceptemos que es otra vuelta más sobre esa lucha de encubrimientos, pues al menos deberíamos sentirnos cautivados por aquello que nos cuentan. Incluso que se nos pusiera en la tesitura de la duda y de la doblez de los propios personajes; pero la lógica del reporterismo se impone rápidamente. La obra se divide en tres actos, nos presenta a una joven becaria ciertamente avispada que interpreta Sara Mata con algo de nerviosismo en algunos diálogos, pero que, en general, demuestra que es una actriz con buenas aptitudes. Se queda con un personaje al que le faltan muchos matices, se ve algo simplona, algo macarra, incluso; y que, a pesar de tener un reportaje que puede conllevar múltiples peligrosos, parece que lo tiene todo resuelto; es más, cuando da la impresión de que la cosa se va a torcer (y es ahí donde debería insertarse algún conflicto), en menos de un minuto su jefe le suelta un cheque de 5000 euros. Frente a ella se sitúa el director de Tribuna Digital, Eduardo Reyes, en el que Aníbal Soto (al que recordamos precisamente de otro thriller, La soga) se encarna con seguridad y algo de engreimiento que le viene muy bien al papel. Este individuo, al que se le ve venir desde el primer instante, expone la verdad inapelable de su profesión: la dictadura de los clics. Si la gente no entra y clica en tus noticias, estás acabado. Es decir, que al sensacionalismo se le abren las puertas de par en par. Quizás su perdida ambición periodística justifique el hecho de que no exista un seguimiento concreto del propio reportaje, de qué pudo ocurrir con el rascacielos que nos motive, también por ese lado, a resolver el enigma junto a la periodista (pero, insistimos, aunque es algo muy gordo, ella solita lo tiene controlado). La pareja nos recuerda inevitablemente a la Olenna de Mamet, de quien conocimos hace unos meses su última creación, Muñeca de porcelana, donde también se da un enfrentamiento dialéctico entre dos personajes, pero llevado con un ritmo repleto de contrapesos que no detectamos aquí en Windsor. Primero porque el propio caso no carga las tintas sobre el suceso en sí del incendio, apenas sabemos en qué puntos se centra la investigación y ni siquiera descubrimos qué ha escrito la joven en su artículo para que, oh, sorpresa, se alzara al primer puesto de las noticias, no solo más leídas del día, sino del año; y que casi va a salvar al diario, gracias a que la publicidad se va a multiplicar. Esto sencillamente es inverosímil y es un punto flaco del libreto. Otro aspecto que no funciona es el acto segundo, puesto que ralentiza enormemente la función y lo único que se pretende es marcar el estereotipo de «depredador» que es el susodicho tipo. Este relata sus andanzas como profesor universitario mientras se emborracha. Un exceso de datos y pistas que se rematarán al final de la obra, donde la explicación es clara y manifiesta, como si fuera Angela Lansbury en Se ha escrito un crimen. Así que ningún espectador se marchará a casa angustiado ante la incógnita. Un thriller posee unas reglas muy firmes, pero a la vez muy endebles. Es como la repostería, ni pasarse ni quedarse corto; luego, eso sí, puedes incluir todas las sorpresas y engaños que tu creatividad te permita, para atrapar al espectador. Lo que más se puede valorar de esta obra es la idea, pero su consecución está repleta de fallos que te dejan con la sensación de que te lo han dado todo hecho. No tenemos más que fijarnos en el desenlace (que no destriparé), sencillamente digamos que nadie diría las frases que emite Eduardo, el director, ante una serie de revelaciones. Tampoco ella debería manifestar algo que es evidente. Por otra parte, Max Lemcke, el encargado de la dirección, acepta que un misterio que se nos ofrece excesivamente sintetizado, se alargue en exceso, ralentizando las escenas no con interrupciones constantes del teléfono o de la intromisión de otros redactores, que sería lo propio de un despacho como ese, sino, como ya se ha afirmado, con el perfilado excesivo del personaje masculino de quien llegamos a saber toda su trayectoria vital. Por otra parte, contamos con una escenografía creada por Sonia Rubio que esboza un despacho totalmente blanco, con una asepsia que se aleja bastante de lo que suelen ser estos espacios y que por eso resulta más simbólico; eso sí, el cuadro con Woodward y Bernstein es un topicazo que sobra. Creo que el hecho de que fuera un encargo ha lastrado la labor de Antonio Rojano, quien ya demostró sus capacidades en este género cuando presentó La ciudad oscura, y hace unos meses su atrevimiento dramatúrgico en DioS K. Windsor es un texto que requeriría un pulimiento exhaustivo y una complejidad mayor. Ahora, si lo que se busca es un entretenimiento de otro cariz, entonces, seguramente haya espectadores que se den por satisfechos.
Dramaturgia: Antonio Rojano
Dirección: Max Lemcke
Reparto: Aníbal Soto y Sara Mata
Escenografía: Sonia Rubio
Iluminación: Abel García
Fotografía: Shey Nuñez
Producción y diseño: Nacho Bauzano
Prensa: Gran Vía Comunicación
Sala Nave 73 (Madrid)
Calificación: ♦♦
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