Nada que perder

Mítin teatral revestido de trama en ocho escenas sobre un caso de corrupción

Foto de Daniel Martínez López
Foto de Daniel Martínez López

Metidos ya de lleno en campaña, Nada que perder se presenta como un acto electoral reconvertido de puzzle policial o como un mitin apenas escondido tras un argumento acerca de la corrupción o, es más bien, un panfleto dirigido no se sabe muy bien a quién. Si no fuera porque el trabajo de los hermanos Bazo (recuerdo con agrado su obra Los impostores), de Juanma Romero y Javier G. Yagüe los avala, y que la Sala Cuarta Pared suele arriesgar con sus propuestas, uno tendería a pensar que este proyecto se les ha ido de las manos o que la deriva del país les ha nublado la vena artística. En cuanto comienza la obra, ya somos interpelados con las famosas tres preguntas de Kant, que se resumen en aquello de «¿qué es el hombre?»; a partir de ahí, cientos de preguntas de carácter moral (muchas de ellas falsos dilemas) y político para enmarcar y puntualizar la respuesta que nos viene en forma de cuadro. Es decir, un Pepito Grillo (no vaya a ser que el respetable se pierda), nos ametralla con cuestiones como una sombra que acompaña a los dos protagonistas de cada una de las ocho escenas. Al principio es un padre, profesor de filosofía, que debe acudir a comisaría porque su hijo ha sido detenido por quemar un contenedor en un acto de protesta. Luego, se va elaborando la trama con una interventora puesta a dedo en el ayuntamiento, un futuro alcalde y su madre, un policía, etc. La historia deja pronto de tener importancia porque el tono es tan directo, explicativo, demagógico y moralista que uno siente que está o en el culto evangélico o en una sesión para escolares o que es un indio recibiendo a los españoles de la conquista trayendo la Buena Nueva. A esto, además, hay que añadirle que, sin pudor, se entonan los recortes perpetrados por los últimos gobiernos de la nación (por si alguien no se había enterado). A la mitad de la función dan ganas de parar la obra, pedir que enciendan las luces y obligar a los dramaturgos a responder acerca de: «¿es esto teatro para adultos?», «¿qué creen que tiene el público en la cabeza?», «¿podrían dejar que pensara por mí mismo o que me hiciera las preguntas que me diera la gana o que lo interpretara de otro modo?» Pero las preguntas siguen de este cariz: «¿sabe usted que su ropa ha sido confeccionada por niños?», «¿sabe de dónde proviene el coltán?». Entonces, quizás, cuando suena uno de los malditos móviles que siempre participan en todas las sesiones (hasta tres en este caso) habría que intentar otra vez parar (sería verdaderamente original) y preguntar: «¿Sabe cuánta mano de obra barata hace falta para montar las piezas de su aparatito?», «¿está usted cómodo con la temperatura del aire acondicionado?», «¿sabe cuántos árboles se han talado para elaborar la entrada que le ha facilitado el acceso a este espectáculo?». Pero son fantasías mías. Seguimos. “¿Es la justicia igual para todos?”. Espere que voy a reflexionar sobre ello. No. Ya tenemos la respuesta: la colaboradora-amante del futuro alcalde, una corrupta, prepara su defensa con uno de esos expertos en demorar los casos hasta la prescripción (te lo explican todo perfectamente). Lo ven ustedes, la justicia no es igual para todos. Encima, el epílogo, donde el profesor de filosofía del inicio se lía la manta a la cabeza en uno de esos discursos arrebatadores que en otro contexto podrían llegar a funcionar, aquí, solo por la mera cuestión de que “nos envíen” a protestar a Génova y a Ferraz, ya te da buena cuenta del objetivo. ¿Metáfora, autocrítica, elipsis, representación, duda, visión epistemológica, estupefacción ante las complejidades del mundo actual, cuestionamiento del papel de la izquierda en su discurso aniquilado? Nada. Los actores que configuran el reparto se enfrentan a varios papeles cada uno de ellos y, encima de que varios personajes son ciertamente estereotipados y hasta inocentemente caricaturescos, defienden con gran profesionalidad su labor. Marina Herranz es la que se enfrenta a situaciones más antagónicas y demuestra su buen hacer. Igualmente sus compañeros Javier Pérez-Acebrón y Pedro Ángel Roca acometen su oficio con perspicacia. Ya que es complicado realizar una crítica teatral ante tamaño discurso, solo me cabe lanzar preguntas a los dramaturgos: «¿vivimos en un estado democrático desde el punto de vista del sistema político?», «¿saben ustedes que es el mandato imperativo?», «¿son ustedes conscientes de que en España los votos son cheques en blanco?» y, por último, «¿saben que las clases populares hace mucho que no van al teatro y que lo han sustituido por el cine, la televisión y YouTube?». (Creo firmemente en su valía como escritores, insisto).

Nada que perder

Dramaturgia: QY Bazo, Juanma Romero y Javier G. Yagüe

Dirección: Javier G. Yagüe

Intérpretes: Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón, Pedro Ángel Roca

Escenografía: Silvia de Marta

Iluminación: Alfonso Ramos

Ayudante de dirección: Elvira Sorolla

Edición musical: Carlos Bercial

Fotografía: Daniel Martínez López

Utilería y vestuario: Cuarta Pared

Realización de escenografía: Richard Vázquez

Sala Cuarta Pared

Hasta el 19 de diciembre de 2015

Calificación: ♦

Texto publicado originalmente en El Pulso.

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