Los tres tiros libres de un baloncestista ofrecen siete posibles desenlaces de una historia con trasfondo político

Uno de los elementos más interesantes dentro del arte moderno es el de la incertidumbre. A Félix Estaire le motiva tanto el concepto que mientras a pocos kilómetros de distancia alguien del público decide cuál de las parejas (estas se conforman de manera distinta cada día) es la ganadora en la versión de Danzad malditos, aquí en el María Guerrero un joven baloncestista se enfrenta a tres tiros libres decisivos para el desenlace de un partido trascendentalmente personal. ¿Cuántas canastas encestará en cada función? Siete finales son posibles y, aunque, apenas ningún espectador vaya a contemplarlos, el solo hecho de que asistamos a un momento crucial en sentido estricto, bien vale la tensión que se genera; y esto es un punto a su favor. En el primer acto se plantean todas las cuestiones acerca de las decisiones vitales, de la necesidad de tomar partido, pero todo ello de una forma conceptual y epistemológica, sin centrarse en nada concreto. Es luego, según avanza la obra, cuando se introducen contextos históricos más determinados que nos remiten a la extinta Yugoslavia, a la guerra, a la vida de jugadores como Vlade Divac y su amistad rota con Petrovic. Serbia contra Croacia. Mientras, se lanza el primer tiro (en mi caso, encestó), y la presencia del padre da pie al cuestionamiento lógico del absurdo de las fronteras, de las banderas, de la manipulación política. En una de las reflexiones el público aceptará que la referencia a Cataluña es una evidencia absoluta. Poco más se puede afirmar de la trama, puesto que únicamente la muñeca del protagonista determinará su devenir. Ignacio Jiménez se lleva el costoso peso de meter canasta (el año anterior formó parte del elenco en La ola). Adopta un cierto tono de decaimiento que le viene muy bien a un baloncestista que, aun siendo integrante de la selección nacional, es el último del banquillo y no parece que lleve en sí el hálito imperioso de la victoria. Esto lo convierte en un personaje dubitativo, y no es precisamente una buena característica en un deportista, pero dramáticamente es muy sugerente. Enfrente, José Ramón Iglesias, más versátil en sus interpretaciones, da velocidad y energía a los diálogos. Como viene ocurriendo con estas pequeñas obras ─lo vimos no hace mucho con Bangkok en esta misma sala─, los dramaturgos parecen olvidarse de que han decidido acudir a las formas dramáticas para revelarnos su historia. Ante la incapacidad para representar su extenso relato, se acogen en exceso a la narración y, digamos sencillamente, que eso no vale. En Rapsodia ─al menos en el final que pude ver─, se zanja el asunto primero con un par de frases evidentes expuestas por el padre y, segundo, con este mismo, contando lo que le ocurrió a su hijo después de las canastas. Es decir, no se lleva a escena parte de la obra. Es comprensible que a lo largo de la función se recurra a descubrir lo que ha ido ocurriendo para que el asunto avance, aunque esto suponga aportar algunas explicaciones que resultan excesivas. Parece que muchos autores se sienten incómodos con las elipsis y con las insinuaciones, temerosos, quizás, de no ser comprendidos; pero son los espectadores quienes deben esforzarse por aproximarse a la incertidumbre que todo lenguaje artístico implica. A pesar de esto, Rapsodia para un hombre alto posee un relato políticamente ejemplar acerca de los desatinos de las poblaciones manipuladas. No está de más aprovechar esta obra para reflexionar sobre las terribles consecuencias de los divorcios territoriales.
Texto y dirección: Félix Estaire
Reparto: José Ramón Iglesias e Ignacio Jiménez
Movimiento escénico y coreografía: Xus de la Cruz
Ayudante de dirección: Xus de la Cruz
Diseño de cartel: Isidro Ferrer
Fotos: marcosGpunto
Teatro María Guerrero (Madrid)
Hasta el 20 de diciembre de 2015
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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Importante tostón de obra, hermano.
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