Juan Carlos Fisher dirige el éxito de la dramaturga británica Lucy Prebble, un drama sicologista sobre el poder de la química en nuestro cerebro

El efecto es efectista. Se la recomendaría, para que se entretuviesen, a los adolescentes. Cuesta pensar que el público adulto que suele ocupar las butacas de los Teatros del Canal no vaya a detectar las simplificaciones con las que se acomete el planteamiento. Por un lado, habría que señalar que la obra, tan acuciante para el momento que vivimos a partir de este constructo tan avieso de la «salud mental», se ha quedado anticuada. De hecho, ya lo estaría en aquel 2012 en el que se publicó. Los fármacos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina han sido puestos tan en cuestión que la siquiatría más seria declara abiertamente que esa vía antidepresiva apenas «funciona» en el 10% de los casos. Sigue leyendo

No pocas veces se ha recordado aquel célebre paso de Bette Davis por el Festival de San Sebastián en 1989, donde fue galardonada justo antes de que muriera unos días después en París. Anécdota esta que también se recuerda y se repasa en el montaje que se representa en Nave 73. Juan Mairena ha escrito un texto dramático cargado de episodios memorables de una de las actrices más célebres de ese Hollywood que queda ya muy atrás en el tiempo, y que parece que las nuevas generaciones rechazan (o ignoran) en demasía. De ahí que las letras caídas por el escenario de aquel famosísimo letrero, no solamente simbolicen la decadencia y resurgimiento de la intérprete; sino, incluso, una idea de cine que resulta caduca ante los productos mainstream de las últimas décadas. 
Resulta imposible «sujetar» una tragedia tan desnortada como que esta que escribió William Shakespeare cuando era joven, muy influido por Marlowe. Acometer tamaño proyecto siempre será complicado; porque la exageración, casi terrorista, nos lleva por la pendiente. Y no parece que en la versión de Nando López se haya pretendido hacer nada más que algunos ajustes para aguantarse con lo que hay. Tampoco hallamos una gran intervención textual, y eso quizás hubiera resultado más interesante. En muchos aspectos, este montaje se queda entre dos aguas, y ese es un lastre con el que se carga toda función. Para empezar, los Teatros del Canal, evidentemente, no son el Teatro romano de Mérida; por lo que la escenografía de Juan Sebastián Domínguez es más funcional que sugerente; pues el espacio está un tanto desangelado alrededor de los versátiles cajones que sitúa en el espacio. No obstante, la iluminación de Carlos Cremades sí que incide con precisión en el tenebrismo lógico. Luego, si continuamos con los aspectos artísticos, nos podemos preguntar, una vez más, en qué consiste eso de las modernizaciones, o qué se consigue con ello. Es decir, el vestuario de Rafael Garrigós, por qué procede con ese pastiche de trajes de caballero, con unos abrigos hasta los pies, y, por otra parte, otras vestimentas que, de alguna manera, anhelan aproximarse a algo más «romano» o «godo». 


