Àlex Rigola vuelve a plantar su singular caja escénica, para elaborar el drama del dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Un planteamiento esencialista, que nos remite a las ansiedades existenciales que hoy asolan el mundo moderno

Desde hace tiempo el teatro de Àlex Rigola me produce tedio, y que este sea el tema esencial en la Hedda Gabler de Ibsen es, en sí, una satisfactoria paradoja. Acumula el creador propuestas (véase 23F., Un país sin descubrir… o La gaviota) que escarban denodadamente en la metateatralidad, y que parten del frío distanciamiento de la autoficción; donde los intérpretes hacen de ellos mismos, con sus propios nombres, y con remisiones personales muy del gusto del público teatrero. Son clichés ya de nuestra contemporaneidad, repetidos hasta la saciedad. Lo peor es que introduce narración y se lleva al respetable de la manita en su «cuento». Un rollo.
Este planteamiento lo inició con Vania (escenas de la vida), de Chejov. Un impacto, una maravilla. Se ponía en funcionamiento la caja escénica diseñada por Max Glaenzel, un habitáculo de madera para sesenta espectadores, bien apiñados, con luz constante, directa y potente. Y ahora volvemos con el escritor noruego a ese lugar, instalado en el Valle-Inclán. Uno entiende, entonces, que lo determinante es el peculiar espacio; pero que, además, el ritual que se propicia, antes y durante el espectáculo, genera un hálito de exclusividad y de religación dramatúrgica que es ineludible.
Cualquiera diría que el mecanismo es tan sencillo que otros podrían hacer lo mismo; no obstante, en esto, Rigola es un maestro, un grandísimo director de actores. Conseguir que estos cinco seres nos conciten desde la más pura espontaneidad, casi ensayística, cercana en demasía, al terreno inigualable de la ficción es un logro que requiere una pericia y un enorme cuidado en los detalles. La intemperie manda, el silencio se pegotea en los gestos y la conexión dramática resulta palpable.
Otra de las peculiaridades de esta pieza consiste en el esencialismo, en el antinaturalismo que parece remitirnos a una espectralidad. Los intérpretes ejecutan sus papeles como si estuvieran elucubrando, como si los estuvieran adivinando en sus cuerpos. Así, Nausicaa Bonnín, malévola, pistola en mano, está despojada de efluvios aristocráticos. Es una burguesita de hoy en día, con vaqueros y zapatillas, quien, más allá de su solvencia económica, exige pasión; aunque sea para que se le abra un camino existencial. Es otra más de esas heroínas de la literatura aquejada por el «mal del siglo» (XIX). Este padecimiento
hoy lo puede padecer cualquiera en nuestra sociedad de consumo; pero desde la sobreexcitación de la multitarea, de la multiaventura nihilista, del agolpamiento de actividades emocionantes y, casi siempre, huecas, como un orgasmo sin imaginación.
Y es que su esposo, con quien ha pasado unas largas vacaciones viajando, es un tipo apegado a sus estudios, un futuro profesor universitario, incapaz de propiciar los revulsivos eróticos que solicita su amada compañera. Joan Solé es un hombre blando, de esos emasculados e inofensivos que tanto parecen (des)apreciar algunas féminas contemporáneas. Parecido rictus se maneja Marc Rodríguez, perteneciente al mundo académico, y que está sondeando la posibilidad de vincular la aspirada plaza universitaria del marido de nuestra protagonista a un concurso hecho ad hoc. Su flirteo juguetón no alcanza ni para el calentamiento del escarceo, pues más bien se entienden en el ironismo de los melancólicos.
Una de las claves está en Pol López, su presencia, su rostro, su lágrima son de una sutileza pasmante. Un romántico, alguien que se pierde en el alcohol, en sus brillantes ideas que tanto lo vacían y en las incursiones por burdeles laberínticos. Mientras, Miranda Gas lo aguarda con un candor insignificante. Solo en él está la efímera esperanza del motivo vital; aunque sea para sufrir una extática ruina.
Sigue funcionando la experiencia teatral en esa caja. La cuestión es si Rigola puede ir más allá de su «manifiesto».
Texto: Henrik Ibsen
Dramaturgia y dirección: Àlex Rigola
Reparto: Nausicaa Bonnín, Miranda Gas, Pol López, Marc Rodríguez y Joan Solé
Caja escénica: Max Glaenzel
Ayudante de dirección: Laia Alberch
Coordinación técnica: Igor Pinto
Construcción de escenografía: Pascualin Estructures Stage Technology S.L. y Sumescal S.L.
Producción ejecutiva: Irene Vicente Salas
Fotografía: Sílvia Poch
Diseño de cartel: Equipo SOPA
Producción: Heartbreak Hotel y Titus Andrònic S.L., en coproducción con el Teatre Lliure
Con el apoyo de Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 12 de diciembre de 2023
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en La Lectura de El Mundo
Un tedio, como dice Hedda, un hastío que produce el que no suceda nada. No hay contraste, ritmo , conflicto dramático. Da lo mismo que cuenten esta historia u otra. Es soporífera. Se salvan algunos actores, pero , como dices, es algo ya (muy visto). ¡Menos mal que se titulo Hedda Gabler! Así algunos incautos vamos a ver a Ibsen….¡En fin…!
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