El sueño de la razón

José Carlos Plaza realiza una puesta en escena visualmente atractiva del drama histórico de Buero Vallejo

El sueno de la razón - Foto de marcosGpunto
Foto de marcosGpunto

Que José Carlos Plaza pase de sus Divinas palabras en 2019 a El sueño de la razón (¡Ay, Carmela! entre medias) tiene toda su lógica. La línea Goya y sus Pinturas negras con el esperpento de Valle-Inclán es una concepción que arrastramos en nuestro inveterado tenebrismo. España vive con la permanente sensación de la autodestrucción. Al parecer, en el presente, somos uno de los países más polarizados del mundo (ya se anuncia un documental sobre la cuestión). El intento elitista de Ortega se tornó baldío, la defensa y concreción de una intelectualidad respetada por el resto de grupos sociales resulta una entelequia. La cuestión es cómo, pasado el tiempo desde el estreno de esta obra, podemos aproximarnos en su reposición. Y es que, en cierta medida, estamos en un paradigma completamente distinto. Si sus dramas históricos pretendían, como así también hacía Brecht, tomar un distanciamiento de la actualidad para acometerla con hechos del pasado que supusieran un reflejo o un paralelo, lo cierto es que esta obra ya no reverbera como entonces. En cualquier caso, Goya como símbolo, más allá de la persona, sí que se nos muestra como un indicio de algo que de manera muy similar nos estamos encontrando ahora. A saber —volvería con Ortega y su razón vital— el racionalismo que hoy se pierde en el cientificismo in-humano frente a las supersticiones que materializan los conspiranoicos y todos aquellos que creen en fuerzas extravagantes de la cultura, la política, la economía o del más allá del universo. Goya sordo, además, es alguien capaz de ausentarse del ruido de sables y volcarse en la pulsión creativa, donde tiene cabida el sueño, la intuición, la prueba libérrima tan propia del romanticismo y dar posibilidad a nuevos enfoques y, en su caso, deformaciones de una realidad que vuelve a traer desde el Barroco una pervivencia de lo grotesca.

Pero si por algo me parece apreciable esta función es por su expresión escenográfica —más allá de que lo deseable es que hubieran contado con más espacio—. El trabajo de Javier Ruiz de Alegría, como escenógrafo, en consonancia con el empleo audiovisual de Álvaro Luna logran un grado de inmersión notable. El espectador no solo se inserta como en esas exposiciones tan populares hoy en día con las pinturas alrededor del visitante; sino que la aparición de los cuadros, de manera ilustrativa, permite hacerse una idea del propio desarrollo del pintor, de sus intentos, de sus esbozos, de la contemplación de su propia extrañeza ante esas Pinturas negras o esos Caprichos que se nos imponen.

Cada uno de sus grabados o murales en la Quinta del Sordo, donde nos encontramos en ese 1823, después del trienio liberal, sirven para contextualizar el momento del artista. Pero desde el punto de vista dramatúrgico son muy útiles para rellenar un argumento que se atasca y que se alarga con una serie de diálogos poco eficientes. Porque, por ejemplo, el Duaso de Jorge Torres es demasiado conmiserativo, le falta algo de doblez y de enjundia teológica. Algo parecido puedo afirmar del Arrieta, el doctor, que interpreta Carlos Martínez-Abarca. Ambos intérpretes me parecen cumplidores en sus papeles; aunque es Buero (y también Plaza) quien no los dota de mayor empaque desde esas esferas aparentemente antagónicas de la medicina y de la religión. Y es que parece que solo interesa el forzado enfrentamiento (casi a vida o muerte) entre el pintor y el Rey (el liberalismo frente al absolutismo). Este último lo acoge desde el inicio —un preámbulo in medias res algo abrupto y excesivamente oscuro— un Chema León, con Fernando VII tejiendo (en todos los sentidos) desde las alturas, que apenas persuade desde su estatismo (el montaje, en general, necesita dinamismo a raudales). La suerte es contar con un actor como Fernando Sansegundo para hacer de Francisco de Goya; puesto que aúna con gran naturalidad un carácter más familiar e incluso afable cuando se refiere a su «hija», con un tono que nos hace pensar en alguien que está perdiendo algo la cabeza debido a la edad y que, debido a su sordera, se adentra en un aislamiento que favorece la fantasía. El pintor absorbe totalmente nuestra atención y disuelve al resto, que son tremendamente deudores de su ritmo vital, de su angustia, de su posible exilio (el acoso de los realistas se muestra muy acuciante). Así la Leocadia de Ana Fernández, con genio y fortaleza, aguanta los altibajos emocionales tan broncos de su amante y le hace los requiebros pertinentes a su imperante lubricidad.

Solapamos este espectáculo con El concierto de san Ovidio, que retomó Mario Gas hace unos años, para replantearnos en qué medida estos dramas históricos siguen afectándonos en forma similar a como pudieron incidir en su momento, cuando era Franco el objeto de la crítica posibilista. Hoy necesitamos más sofisticación; porque el enemigo es más etéreo, quizás cuántico.

El sueño de la razón

De Antonio Buero Vallejo

Adaptación y dirección: José Carlos Plaza

Reparto: Ana Fernández, María Heredia, Chema León, Carlos Martínez-Abarca, Montse Peidro, Álvaro Pérez, Marco Pernas, Fernando Sansegundo, Jorge Torres y Steve Lance

Diseño de espacio escénico e iluminación: Javier Ruiz de Alegría

Diseño de sonido: Arsenio Fernández

Diseño de vestuario: Gabriela Salaverri

Diseño de audiovisuales: Álvaro Luna

Música: Arsenio Fernández y Jesús Serrano

Ayudante de dirección: Steven Lance Ernst

Director adjunto: Jorge Torres

Una producción de Producciones Faraute y Teatro Español

Teatro Español (Madrid)

Hasta el 9 de julio de 2023

Calificación: ♦♦♦

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4 comentarios en “El sueño de la razón

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