Ana contra la muerte

El Teatro de La Abadía nos muestra el desgarro de una madre ante la enfermedad de su hijo en esta obra del uruguayo Gabriel Calderón

Ana contra la muerte - FotoEl nivel que había demostrado la temporada anterior Gabriel Calderón con Historia de un jabalí fue máximo. Y uno esperaba que esa complejidad de capas que se entreveraban en la ficción perviviera de alguna forma como una extensión de su estilo. No obstante, el primitivismo estético funcionaba en aquella mucho mejor que en esta que ahora tenemos delante. La manera artesanal de proceder a través de esa especie de tablado desmontable traído desde la Alta Edad Media, con su telar enrollable al fondo y con ese levísimo prólogo que nos invita a la función casi desde el susurro posee calidez, indudablemente, pero constriñe la acción a lo declamatorio, a lo narrativo, a la cuentística, a la tradición oral que renuncia en demasía a la representación.

Creo que Ana contra la muerte se queda corta en su pretensión abarcadora de una realidad social penosa. El texto vuelve a ser magnífico en su verborrea detallista, aunque, cuando podría ofrecernos más sobre el tráfico de drogas, sobre cómo la pobreza te empuja a las soluciones desesperadas o cómo la razón se pierde en pos de un clavo ardiendo, el autor sintetiza demasiado y no deja que ningún otro personaje se desarrolle. Únicamente, Ana, quien nos revela que su hijo se acaba de recuperar de un cáncer que se ha llevado una de sus piernas por delante y que ahora tendrá que vérsela sustituida por una prótesis, es la única a la que nos confiamos teatralmente. De hecho, bien podría realizarse el espectáculo como un monólogo furibundo; porque parece que va quitándose de en medio a todo aquel que se le pone frente a la cara. Cuando descubre que su criatura tiene metástasis y que su ultimísima oportunidad es un tratamiento experimental carísimo que ni por asomo se puede permitir, nos hallamos ante una actriz que se desgañita, que se deja la piel en escena, que adopta una cadencia furiosa y repleta de una obcecación que a todos nos conmueve. Gabriela Iribarren se inmiscuye con un poderío tremendo en la piel de esa madre coraje, de esa madre dolorosa, de esa madre que literalmente se juega la vida. Ella impone actoralmente unos modos, con su voz nicotinada, con su cuerpo enjuto, que hace menos a sus dos compañeras. Y, ellas, que están estupendas, no tienen líneas para explorar con más tiempo sus peculiaridades. Así, María Mendive pone paciencia en la médica; pero, luego, cuando se queda con ese rol de traficante, uno querría saber más de él. O, Marisa Bentancur, quien en algún momento está dubitativa al tener que rebajar la tensión en el papel de amiga, o en el carácter de jueza que debe mantenerse firme y, a la vez, comprensiva en una especie de gesto sutil de sororidad. Y qué decir de la asesina con la que Ana comparte celda en la cárcel. Son personajes lanzados, aunque no resueltos. Y, sobre todo, insisto, en que vamos atravesando una atmósfera, un contexto con diferentes estamentos que ofrecen un reflejo de lo que supone la pobreza, esa que está tan anquilosada en nuestro mundo. Observamos a la policía, a la clase judicial, a las presas,… Escuchamos brevemente el debate sobre el daño que hace el narcotráfico a otras madres con hijos que se enganchan; pero no trasciende cómo los más necesitados se convierten en mulas y cómo algunas son engañadas y usadas para que la corrupción consentida no se desmangue. Esto lo hemos visto muchas veces en películas y, por eso, uno espera otras perspectivas.

Es evidente que Gabriel Calderón ha apostado todas sus cartas a su protagonista. Él ha partido de una noticia y ha deseado que una actriz vivencie delante de nosotros la impotencia de ver morir a su hijo; mientras ella acepta pactar con el demonio y enloquecer. Y nosotros celebramos esa experiencia, más allá de las pegas que se puedan encontrar al texto una vez volvemos a la calma tras la función. Ana, Grabiela Iribarren, transmite verdad y su pulsión es genuina.

Ana contra la muerte

Texto y dirección: Gabriel Calderón

Reparto: Gabriela Iribarren, Marisa Bentancur y María Mendive

Diseño y realización de escenografía e iluminación: Lucía Tayler, Matías Vizcaíno, Miguel Robaina Mandl

Vestuario: Virginia Sosa

Fotografía: Mauricio Rodríguez

Desarrollo de identidad gráfica: Agustín Spinelli

Prensa: Silvina Natale

Comunicación: Matías Pizzolanti

Asistencia de dirección: Elaine Lacey

Asistencia de producción: Vladimir Bondiuk

Producción general y gira: Matilde López Espasandín

Presentado en colaboración con el Festival de Otoño, el Teatro Lope de Vega de Sevilla y el Teatre Principal de Palma de Mallorca.

40º Festival de Otoño

Teatro de La Abadía (Madrid)

Hasta el 4 de diciembre de 2022

Calificación: ♦♦♦

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