La dramaturga María Velasco vuelve a la Cuarta Pared con su premiado texto sobre el abrupto paso a la madurez de una niña a partir de una incursión ecofeminista
Quizás, de alguna manera, sea esta una de las piezas más asequibles de María Velasco. Y es que se descubre cierta linealidad que no se abandona, aunque se trabaje oníricamente con otros tiempos. Además de que únicamente nos tengamos que centrar en su única protagonista, la Niña. Dicho esto, el gran valor estético —ya veremos si político— es el paralelo que va estableciendo con la Naturaleza (la referencia a Spinoza es directa y sirve de contrapunto al tradicionalismo católico de su familia) desde distintos puntos de vista. Una amalgama de metáforas que nos destinan a una suerte de ecofeminismo, en la alguna de esas corrientes entre utópicas, infantiles y hasta espiritualistas. Una comunión de las féminas y su poder engendrador con la dinámica divina de los ecosistemas. En cualquier caso, creo que no se llega a producir la síntesis esperada entre la vida de la chica y esas posibilidades que se habilitan o que se insinúan en pos de una nueva ética que, en gran medida, sustituya a la religión como discurso que hasta ahora nos ha vertebrado. Y esto ocurre, porque, una vez más, la escritora dispara poéticamente en muchas direcciones, criticando nuestros usos y costumbres, y poniendo en la picota a cierto tipo de varones con ansias totalizadoras (y metiendo bronca envolviéndose en canciones que, descontextualizadas, son una insidia falaz, como ocurre con la chilena «Un violador en tu camino»). De esto va, por supuesto, el ecofeminismo antes reseñado, de acusar, de manera esencialista, al varón, el cual no solo ha perdido cualquier sensibilidad con lo vivo, sino que, subido a lomos del capitalismo, arrasa con todo, cometiendo todo tipo de abusos, para enriquecerse sin fin y sentir que son los dominadores del orbe. Las mujeres como cándidos seres espirituales, pueden transformarse en árboles, como los gnomos. En fin, creo que es muy facilón soltar la grabación de unas de esas alocuciones incendiarias (con algunas verdades inapelables) de Jiménez Losantos, para llevarse el ascua a su sardina.
Como suele ocurrir en el estilo de María Velasco, la narraturgia se come a la representación, a la acción, al acontecimiento. Se renuncia a propósito a la plasmación corporal de toda una serie de hechos para que reluzcan las ocurrencias de la autora, muchas de ellas vitriólicas, inverosímiles y hasta insolentes. Así, en la escena central, cuando la Niña, ya estudiante de doctorado, se «tiene» que prostituir para seguir adelante con sus estudios, Laia Manzanares, despelotada —la dramaturga insiste en las desnudeces en sus obras; pero aquí el cuerpo desnudo carece de funcionalidad dramática y, por lo tanto, parece una provocación gratuita—. La intérprete, que se desenvolvió con frescura en aquella magnífica Tres sombreros de copa, de Natalia Menéndez, ofrece lo mejor de sí en los gestos de la ingenuidad, como una mujer que va madurando y que siente que ha dejado un doloroso mundo atrás. Por eso, su abrazo con el árbol, representado por el bailarín Joaquín Abella, resulta evasivo y poco coherente con la carga filosófica que ha ido trufando la obra y que sustenta la tesis que le valió el doctorado. ¿Y el árbol? Pues tiene que decir lo suyo («Tú también tienes una enorme capacidad de autorregeneración»). Sí, definitivamente debemos pensar más en los cuentos tradicionales decimonónicos o en esas novelas de corte anarquista y primitivista que ahora vuelven a estar de moda como el Walden de Thoreau. Los bosques son misteriosos y en ellos se dan fuerzas ocultas de las que dependemos los humanos; porque somos parte de ellos desde los orígenes. Además, valen para hablar de Nietzsche y su abrazo caballuno en Turín, antes de su silencio, como una aseveración de sus instintos primigenios.
Ahora, por qué la actriz, de repente, empieza a hablar en catalán. Ni idea. Una boutade, supongo.
Es el empeño de María Velasco por imponer su voz y anular la vivencia de sus personajes —que también son ella; y más, si se exprime lo autoficcional— lo que evidencia que en los diálogos uno se adentre en el relato; y que en el desparrame narrativo y descriptivo todo se observe con gran distancia irónica, como esa seña posmoderna que ya está tan sobada. Así, después de que nos sumerjamos en el lugar boscoso y maltratado que ha dispuesto con detallismo Marcos Carazo y que Diego Domínguez ha iluminado muy tenuemente con un trabajo complejo en esa tremenda oscuridad, y de que nos dejemos atrapar por los agudos de «Piel», el tema tan adecuado aquí de la venezolana Arca, Beatrice Bergamín, en las primeras andanadas, es una discurseadora que nos pone, quizás demasiado, en situación, como si fuera un prólogo clásico. Y nos lleva a los noventa, a aquella época donde parecía que aún no nos habíamos caído del guindo y donde apenas se intuía la tecnodistopía a la que nos dirigimos. Luego, la actriz tiene la oportunidad de encarnarse en la conservadora madre que confiesa a su hija su gran pecado y podemos ver un cinismo bien matizado. Y, finalmente, cuando ya es la Niña-doctoranda, pues saca su furia desencantada con ese sistema que está a punto de abandonar. En igual medida interpretativa podemos contemplar al padre, a Miguel Ángel Altet, quien ya participó en La espuma de los días, como narrador-trasunto de la autora, y como un personaje que pierde fuelle en el avance de la función. Nos vale casi más para introducir a otro personaje, a la mujer maltratada que recibe a nuestra antiheroína, quien también ha sido maltratada por el hijo de aquella. Fran Arráez elabora su transformismo a partir del claro estereotipo de la época; pero con ansias de superación y desparpajo. Luego hará del tío policía de la muchacha, el ejemplo supremo que se requiere en toda familia para reaccionar o emponzoñarse: un putero profesional, alcohólico, diabético, perdedor de miembros gangrenados y condecorado por sus compañeros: carne del Régimen, que encima va de romántico. Si la chica se embadurna con sus cenizas, pensaremos, en principio, en una transgresión simbólica o paradójica, cuando ella tenga que ejercer de escort (queda más fino).
Después de una obra como Taxi girl, donde se evadía algo de su estilo, María Velasco recupera punch y se aproxima a su Líbrate de las cosas hermosas que te deseo, su obra más redonda. Sobre todo, porque fundamentalmente nos podemos asir al desarrollo de su protagonista en su transformación existencial, reconociendo las ambivalencias radicales en las que se ve envuelta. Es cierto, que otros elementos que se pretenden encajar son los embrollos propios de la dramaturga y su habitual caos verborreico. Este Premio Max a mejor autoría teatral posee sin duda motivos de interés que persuaden y provocan.
Talaré a los hombres de sobre la faz de la tierra
Texto y dirección: María Velasco
Intérpretes: Laia Manzanares, Joaquín Abella, Miguel Ángel Altet, Fran Arráez (La Toñi) y Beatrice Bergamín
Asesoría artística: Judith Pujol
Coreografía: Joaquín Abella
Escenografía: Marcos Carazo
Vestuario: María Velasco e intérpretes
Diseño de luces: Diego Domínguez
Diseño de sonido: Peter Memmer
Artes visuales: Elena Juárez
Fotografía: Mara Alonso
Coordinación técnica: Carmen Menager
Ayudante de producción: Julio Rojas
Producción ejecutiva: Ana Carrera
Producción: María Velasco (Pecado de Hybris) y Openfield Business
Sala Cuarta Pared (Madrid)
Hasta el 17 de septiembre de 2022
Calificación: ♦♦♦
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