Nao d´amores recurre a los títeres de cachiporra lorquianos para elaborar una pieza de factura impecable en el Teatro de La Abadía

¿Es don Cristóbal popular? No, ya no es reconocido por el pueblo. Ya no le dice nada. Es más, si resurgiera debiera consumirse astillado en la pira de las nuevas inquisiciones. Es un contraejemplo y ahora solo queremos emulaciones prístinas de lo angelical. Pero, ¿es popular —teatro popular— el espectáculo de Nao d´amores? Los títeres siguen entre nosotros, en Segovia o en El Retiro, o donde sea. La chavalería tiene oportunidad todavía de aproximarse a este arte tan directo y cercano; aunque, lógicamente, muy adaptado al gusto y a la moral de nuestro tiempo. Lo que, quizás, insisto con lo de arriba, sea una gran traición del espíritu primigenio. El actual mundo infantil es tan paradójico como que se quiera moralizar ad nauseam cada minuto de la existencia de los pequeños (la famosa burbuja) y, a la vez, se les permita un acceso tremendamente inmersivo a un mundo adulto demasiado temprano y por cauces que están al alcance de la mano (el famoso móvil). O sea, el Retablillo de don Cristóbal no es para niños (hoy); pero quizás debiera serlo; porque sencillamente es una farsa. Y las farsas rompen las reglas establecidas.
Otro asunto es preguntarse qué debe hacer el espectador actual metido, en este caso, en el Teatro de La Abadía, sentado en su butaca, en la oscuridad, contemplando esa intromisión, esa función desencajada, higienizada (más todavía si portamos mascarilla). ¿Se puede representar esta obra dentro de un teatro? A mí me da que no. Es decir, sí; pero será otra cosa. Otra cosa fue lo que hizo Conejero con este texto al incluirlo dentro de su versión de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín; puesto que le venía al pelo en esa confusión onírica habilitada para el expresionismo. Haciendo un paralelo, Ana Zamora nos ha introducido en un museo, donde no ha quedado más remedio que guardar ciertas piezas que ya no viven en sus hábitats, como ocurre con ciertas esculturas, ciertos mosaicos, etcétera. Eso nos requiere una acomodación imaginativa de lo pudo ser y de lo pudiera ser ahora o, si no, tomarlo como otra extrañeza más, que es, al fin y al cabo, lo que pasa cuando contemplamos una obra del siglo de oro sin olor a orines a nuestro alrededor, mientras cae la noche en el corral. Pero, desde luego, es el mismo Lorca quien «encierra» a los títeres para un público burgués al que se siente en la obligación de poner en tela de aviso: «el poeta sabe que el público oirá con alegría y sencillez expresiones y vocablos que nacen de la tierra y que servirán de limpieza en una época en que maldades, errores y sentimientos turbios llegan hasta lo más hondo de los hogares».
Dicho esto, me parece un espectáculo exquisito, pero frío. Elaborado con grandísima profesionalidad, pero sin ambiente festivo. Llevado con predicamento y con un cuidado minucioso; pero dejándose por el camino la comunicación tan expedita como que su máximo protagonista casi pudiera pegarle un garrotazo a un chaval despistado en el barullo de los arremolinados en el suelo. Ni ruido, ni algarabía. Música, eso sí, como si las búsquedas arqueológicas fueran realmente pertinentes (desde un modo más intelectualizado, más académico, lo son). Suena el descubrimiento de las «Seguidillas nuevas de Purchinela», de Luis Missón, de 1762, con referencia a don Cristóbal. Isabel Zamora, dentro de la escena, como no podía ser de otra manera en esta compañía, ameniza y refuerza a las teclas con tonadillas. No obstante, me falta algo de chispa, en general, un ritmo más vivaz; aunque entiendo que también tiene que ver con la distancia de los espectadores, y que, al igual que se usan marionetas más grandes de lo habitual, es necesario recrearse un poco en la acción para que se pueda asimilar. Sí que es cierto que Eduardo Mayo ha aprendido a manejarse con el títere de una manera muy satisfactoria, máxime cuando tiene que establecer el juego —a veces fulgurante (ahí sí el ritmo es magnífico)— entre su Cristóbal insertado en sus dedos y él mismo como actor que, además, da réplicas haciendo de madre. Otra cuestión es que el empleo de la lengüeta —ese artilugio mínimo que se pega al paladar para aflautar la voz de manera grotesca— provoca una distorsión excesiva y no hay manera de entender las frases. Al principio, cuando, como médico, «cura» a garrotazos a un enfermo, el asunto tiene gracia, como ocurre con todo tipo de golpes y otras «brutalidades» que se engrandecen con mucho tino y ajuste. Pero algunos diálogos quedan evasivos, confusos y ahí se pierde un porcentaje de la diversión. Luego, Verónica Morejón, como doña Rosita, también está estupenda; aunque un paso por detrás, por su cometido y su papel, de don Cristóbal. Con ella se gana en ironía y en sagacidad, por esa querencia lorquina no ya en defender a las mujeres, si no en otorgarles un poderío inequívoco. No obstante, para ser una farsa tiene el pie en el freno, puesto que el Poeta no se resiste a las puntualizaciones. En cualquier caso, Cristobita sigue siendo el gran cornudo con cinco churumbeles que calzarse a la chepa.
Por otra parte, no hay que olvidarse del gran trabajo que ha realizado David Faraco en el espacio escénico, pues esa «Posada del mundo» es tan sencilla en su primera configuración, como atrayente en sus aperturas y recolocaciones para propiciar unas perspectivas que hacen ganar mucho a la obra en su conjunto. De hecho, creo que esas posibilidades escenográficas son las que mejor justifican esta situación dentro de un teatro cerrado. A ello se suma la iluminación de Pedro Yagüe, que potencia los colores básicos del retablo; pero también las sombras que acentúan lo carnavalesco y el vestuario infantil, escolar y caligráfico ideado por Deborah Macías.
Al final prima la sencillez, tampoco se puede ir mucho más allá porque los referentes tradicionales no dejan margen para salirse por la tangente demasiado. De alguna manera, podríamos considerar este montaje de Nao d´amores como una propuesta —sin desmerecer su alta calidad— menor dentro de unas dramaturgias más compactas y de mayor vuelo como la Numancia, que estrenaron hace unos meses, o la reposición de la Nise que ocupó la Sala San Juan de la Cruz.
Autor: Federico García Lorca
Directora: Ana Zamora
Reparto: Eduardo Mayo, Verónica Morejón e Isabel Zamora
Trabajo de títeres y espacio escénico: David Faraco
Arreglos y dirección musical: Alicia Lázaro
Trabajo de voz y palabra: Vicente Fuentes /Fuentes de la Voz
Vestuario: Deborah Macías (AAPEE)
Iluminación: Pedro Yagüe
Títeres: Ricardo Vergne
Coreografía: Javier García Ávila
Realización de vestuario: Ángeles Marín
Realización de escenografía: Purple Servicios Creativos
Dirección técnica: Fernando Herranz
Producción ejecutiva: Germán H. Solís
Distribución: Nao d´amores
Una producción de Nao d’amores con la colaboración de Titirimundi, Ayuntamiento de Segovia, Junta de Castilla y León, INAEM y Real Academia de España en Roma
Teatro de La Abadía (Madrid)
Hasta el 24 de abril de 2022
Calificación: ♦♦♦
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