Isabel Ordaz y Santiago Molero protagonizan este encuentro sorpresivo y romántico sobre el devenir de la vida

Esta obra que el holandés Ger Thijs estrenó en 2011 es tan sencilla, que uno tiene la sensación de haberla visto cientos de veces en el cine, con pequeñas variaciones. Es, claro, la sencillez de la vida misma, con esa profundidad soterrada que solamente aflora cuando nos salimos del camino marcado o cuando los avatares propios de la existencia humana nos desplazan abruptamente. Lo que ocurre es que, como espectador, las claves de este proceder romántico resultan demasiado manidas e, incluso, por redundancia, artificiosas. Se echa en falta mayor espontaneidad; porque cuesta mucho creer que dos almas que ansían vagar en silencio ―aunque, en el fondo, quieran consuelo y escucha―, se abran de esa manera en tan poco tiempo y, sobre todo, con alguien tan alejado de su carácter. Por eso, creo que existe un público que acogerá con más gusto esta obra que otro. Y aquí la edad importa; porque se necesita gastar suficientes años como para echar la vista atrás y apabullarse con la melancolía, con la nostalgia o, seguramente, con algún que otro arrepentimiento. Y, además, aquí se ve reflejada una clase social ―al menos la de ella― bien avenida (son holandeses, el primerísimo mundo desde casi el inicio de toda esta dialéctica de la modernidad). Nos situamos en la zona montañosa de Limburgo. Elisa Sanz ha imaginado un idílico recodo otoñal ―la percepción esperable de frío es inexistente―, apacible (todo un locus amoenus), con su banquito doble en lo alto de una colina, con su caminito de maderos transversales. Tan acogedor como irreal, con una iluminación de Felipe Ramos que no logra ofrecernos una idea ambiental convincente. Mañana, tarde, frío, calor, viento, la meteorología no parece incumbir; aunque debiera. No parece que se haya tenido muy en cuenta. Casi da la impresión que el diálogo en sí mismo debe aportarlo todo. Enseguida descubrimos a una mujer madura que decide hacer un alto en su ruta. Isabel Ordaz, quizás la actriz española que posee una manera más peculiar de interpretar, con esa forma de trastabillar las frases con su voz próxima a la afonía, y esa gestualidad que deambula en el pasmo y que trabaja en una especie de imparable timidez irónica que provoca igualmente ternura y gracia. Sui géneris, desde luego, como ya comprobamos en su extraordinaria actuación en He nacido para verte sonreír hace unos años. Una vez que aparece Santiago Molero, para desempeñarse con su habitual vis cómica (así lo vimos en Todas las mujeres), entre afable y descuidada, a un humorista aspirante a todo y fracasado en demasía que, azarosamente, ha ido a parar al mismo lugar que aquella dama. No diremos que el comienzo de la conversación es muy original o, incluso, verosímil; pero gente dispuesta a charlar la hay de muchos tipos y las invenciones para romper el hielo son insondables. La cuestión es que vamos a asistir a una mañana de idas y de vueltas, de intercambios de pareceres domésticos, comedidos; para desembocar en una intromisión a la intimidad inequívoca en los dramas románticos, que buscan la cariño y que atenazan al respetable para el gozo del sentimentalismo. Cada uno calibrará hasta donde alcanza su sensibilidad. Ella ha decidido caminar los kilómetros que sean necesarios para llegar a su cita médica, mientras se oxigena entre el nerviosismo que un posible diagnóstico de cáncer mamario la puede aguardar. Un peregrinaje con rezos y reflexiones incluidas, un vistazo desde lo alto a su típica casa con chimenea y terreno, donde su marido se empeña en recuperar el tiempo perdido que el matrimonio gastó en una farmacia. La soledad de la jubilada es una grieta que se abre en cada carta que envía su hija y que se dirige al padre, con saludos a la madre. Es lo más válido de la función y del texto, el examen sobre una vida que, como nos ocurre a casi todos, no termina de ser la elegida. La rutina, la comodidad, el paso de las etapas subsiguientes, la sitúan en el momento que más se teme. Un golpe de realidad que puede significar un revulsivo. En otra dimensión se halla este compañero imprevisto; aunque su historia tiene mucho menos interés. Que si carrera de humorista insignificante, que si trabaja vestido de oso en un hotel, que si la petaquita para el licor, que si no le va bien con su mujer y no tiene buen trato con su hijo,… en fin, poco donde rascar en el estereotipo. Un cuarentañero largo que debe reorientar sus concepciones vitales. Luego, las gracietas algo extremas para la personalidad que manifiesta su partenaire son tan desconcertantes y estúpidas ―me recordó un poco a la película Toni Erdmann (2016)―, que terminan por desencadenar una afinidad extraña. Un detonante, un guiño de humanidad, una abertura en la cotidianidad, mientras ella merodea con su pecho al aire, atemorizado, en un gesto de bravura insolente. No hay mucho misterio, y se nos ofrece lo que esperamos. María Ruiz, quien dirigió en esta misma Sala Margarita Xirgu, del Teatro Español, Una habitación propia en 2016, realiza una labor sensata y acorde con el ambiente propiciado. El beso, que llega por cauces torticeros, no es Antes del amanecer (1995), de Richard Linklater; por eso regocijará a un tipo de espectador generacional muy concreto.
Autor: Ger Thijs
Traducción y adaptación: Ronald Brouwer
Dirección: María Ruiz
Reparto: Isabel Ordaz y Santiago Molero
Diseño de escenografía: Elisa Sanz (AAPEE)
Diseño de iluminación: Felipe Ramos (AAI)
Diseño de vestuario: Sofía Nieto
Diseño de espacio sonoro: Augusto Guzmán
Una coproducción de Teatro Español, Teatro Narea S.L. y Come y Calla, S.L
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 3 de enero de 2021
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “El beso”