Una fallida propuesta que busca denunciar la persecución a la que se ven sometidos los diferentes
Después de atender a varias de las obras de María Velasco, uno entiende —cuando baja el telón de Escenas de caza— que su estilo parece desistir de manera recalcitrante a la representación, a la dramaturgia (aunque ella misma la firme) y al desarrollo de estructuras que podamos denominar teatrales —comprendo que desea marcharse por la tangente. Su profesión es el discurso verborreico, como una interminable poesía neobarroca, como una nueva adalid de aquellos novísimos que jugaron a lo clásico y a lo contemporáneo (sin renunciar al humor, al pop y a otros devaneos esteticistas). Me reafirmo en lo que escribí sobre Petite mort o La soledad del paseador de perros, las virtudes de la escritura de María Velasco son múltiples, su sarcasmo, su dominio de la metáfora, tanto de la ocurrente, como de la trascendente y crítica, su despliegue de implicaturas sociales y culturales, y una comicidad vitriólica; pero su comunicación teatral con el público es un empeño por alejarse, por hacer inviable su atención. Comienza este montaje con uno de esos monólogos con los que se anhela abarcar todo un mundo, una introducción (un epílogo, en realidad) que tiene como hilo conductor la conocida sentencia hobbesiana (primeramente expresada por Plauto): «Homo homini lupus». Interpretado por Txabi Pérez con patetismo, hasta que lo descubrimos asaeteado como san Sebastián (icono homosexual), con el Agnus Dei de Zurbarán que el escenógrafo Alessio Meloni, acertadamente, ha situado como grandioso fondo. Un cordero para ser devorado por las fieras. El inocente claudicando ante un acoso tan irracional como irrefrenable. El tema es recurrente en nuestro presente desde que las redes sociales han redefinido el concepto y ha surgido la celebrada poscensura, el ataque sin sentido de todos contra todos por correcciones morales que llegan al paroxismo (el vídeo viral «Opinar en Twitter», da buena cuenta de ello). Parece ser que la inspiración ha llegado de la obra firmada por Martin Sperr, versionada en película, Escenas de caza en la Baja Baviera (1969), por Peter Fleischmann. Un interesante film de neorrealismo alemán del apenas quedan unos esbozos en la propuesta de los Velasco. Ni siquiera aparece la madre arrepentida de haber parido un hijo que deambula por la otra acera. Si en la sala Margarita Xirgu del Teatro Español, Juguetes rotos nos habla de un transexual huyendo de su pueblo a causa del inaguantable aire asfixiante durante el franquismo. El Pavón nos muestra Julio Rojas (vestido con falda) regresando a su hogar en plenas fiestas para verse sorprendido por una colección de rumores que no terminan de quedar claros, como una especie de espiral kafkiana que acrecienta un odio cerval. Lo que en la película se quiere referir a escenas —como ocurría con el costumbrismo del XIX—, se refiere precisamente a eso, a una relación de usos que nos señalan las circunstancias irrespirables de las que huyó el protagonista. Mientras que las Escenas de los Velasco se reducen literalmente a cortes, a sketches que pretenden funcionar autónomamente; aunque mínimamente lo logran. Alberto Velasco, como director, queda muy por debajo de su anterior espectáculo, Danzad malditos. El tedio inunda la platea, y lo que supuestamente debería provocarnos, termina por ser una sucesión deslavazada de gestos, movimientos, desnudeces, que no permiten el desarrollo de los personajes; pues escasamente quedan hilvanados. Un regreso más a lo performativo, a la reiteración de una idea, de una expresión: la ira que desencadena una caza; con individuos abstractos, ciertamente primitivos, paletos. Se le quiere infundir un tono religioso, en el aspecto telúrico, como unas fuerzas instintivas de tribu que cercenan cualquier progreso humano. Aparece una psicopedagoga histriónica que Carmen del Conte acoge con soltura. O a la «tonta» del pueblo (convertida en «puta») con la que se estrenan los zagales, y de la que luego se aprovechan sin piedad en una violación constante, que María Pizarro-Pérez dispone con entrega e insistencia. Lo cierto es que en el plano actoral no podemos tener queja, porque la actitud de los actores es magnífica. Pero Alberto Velasco deberá entender que, por ejemplo, esperar a ver cómo se fríen ocho tajadas de beicon en una parrilla (que se haga de verdad ya no sorprende a nadie), más otros manjares, para que luego los devore la jauría, requiere una paciencia que se agota en los sucesivos acontecimientos. Evidentemente se pueden valorar la profusión de imágenes, de insinuaciones, de los elementos inesperados como ese cerdo enorme que ha deglutido a un hombre; aunque mostrado así nos deja un trabajo falto de cohesión del que podamos extraer conclusiones más enjundiosas. Quizás la única pieza con cierta unidad interna sea la satírica receta de España, con una lista de ingredientes sobre las miserias que solamente los españoles de hoy pueden comprender. Tenían todas las papeletas para ir más allá; pero ni siquiera se han quedado a medias. Un ejercicio esteticista que ha ocultado la profundidad del mensaje.
Texto: María Velasco
Dirección: Alberto Velasco
Intérpretes: Carmen del Conte, Karmen Garay, Rubén Frías, Borja Maestre, Sara Párbole, Txabi Pérez, María Pizarro-Pérez, Julio Rojas y Sam Slade
Escenografía: Alessio Meloni
Construcción de escenografía: Prometeo Representaciones Volumétricas y Escénica Integral
Vestuario: Sara Sánchez de la Morena
Música original: Mariano Marín
Diseño de iluminación: David Picazo
Técnico: Guadalupe Jiménez
Fotografía: Ilde Sandrin
Diseño gráfico: Pablo Rodrigo
Una producción de Malditos Compañía con la colaboración del Teatro Calderón de Valladolid
El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)
Hasta el 16 de febrero de 2018
Calificación: ♦♦
Puedes apoyar el proyecto de Kritilo.com en: