El teatro del absurdo que Ionesco puso en marcha con esta obra sigue divirtiendo, pero ya no irrita

Ya no es para tanto. El público ríe y aunque no se comprenda del todo, no se siente estafado, quizás un poco aburrido en algunos momentos; y si al final no sale ninguna cantante calva, tampoco es para escandalizarse en un mundo como el nuestro. Por qué no tomarse esta primera creación de Eugène Ionesco (1909-1994) como un ensayo de nuevos procedimientos, de una puesta en marcha de mecanismos propios del lenguaje en su deriva ilógica. Puesto que la estructura de la obra es simplona y repetitiva, no ya porque la repetición sea una técnica que explota profusamente, sino porque, como se verá en obras como Rinoceronte (1959), el teatro del absurdo iba a depararnos un despliegue mucho mayor de recursos literarios como la animalización o el simbolismo, y de constructos filosóficos como el nihilismo, el existencialismo o la crítica satírica de la sociedad. Me parece un exceso encontrar en La cantante calva referencias a las paradojas de nuestro presente donde las redes de comunicación abarcan el orbe y, sin embargo, se alimentan de la función fática del lenguaje y de una considerable incapacidad para despejar el ruido de nuestros enunciados. Más me puede parecer, algo que también se da hoy en día en las altas clases, una sátira del tedium vitae que tanto asfixió a los burgueses parisinos de finales del siglo XIX y que, igualmente, como aparece aquí, a los ingleses, de la misma forma, nos los imaginamos en sus anodinas vidas en mansiones inexplorables, rodeados por la campiña, esperando a que escampe la interminable lluvia mientras confiesan, envuelto en un discurso intrascendente, que su vida está vacía, que es un aburrimiento pasmoso y que su dinero no es capaz de comprar esas experiencias que les colmen. Sería una visión existencialista, pero de aquellos que no tienen que incluir el vector empleo en sus cuitas. Sí que podemos observar un acercamiento mucho mayor a nuestra realidad el montaje que hace poco recuperaba la Sala Cuarta Pared con la adaptación de Lluïsa Cunillé La cantante calva en el McDonald´s. Se cuenta que Ionesco se inspiró en un manual para aprender inglés en el que venían ciertas frases que favorecían los tópicos, los automatismos y esas maneras esclerotizadas tanto de actuar en sociedad como de pensar; mutatis mutandis, lo que se está logrando en los colegios que han impuesto ese bilingüismo (diglosia más bien) que arruinan contenidos en pos del supuesto dominio de una lengua que, a la postre, no sirve ni para hacer turismo. La falacia se impone como salida aceptable de los entuertos mentales, los silogismos no se resuelven y los círculos viciosos agotan los diálogos de los protagonistas e, incluso, el de algún espectador. Nos encontramos, ya sea sabe, en un «interior burgués inglés» que ha diseñado con todo detalle Monica Boromello, un salón amplísimo con apenas cuatro sillas en un ambiente victoriano que es iluminado por Felipe Ramos a través de un contraste claro entre las secuencias donde intervienen los señores y la sirvienta. Desde luego, el espectáculo como tal posee una factura envidiable gracias también al vestuario de Almudena Rodríguez Huertas y al diseño de peluquería y maquillaje de Lola Gómez; entre ambas contribuyen a darle a la función un toque algo caricaturesco. La música de Luis Miguel Cobo ironiza con ritmos marchosos que nos remiten a concursos televisivos de antaño. Apenas posee un hilo conductor que se pueda identificar con claridad; lo cierto es que las escenas (la mayoría bastante extensas) se van solapando como cajones estanco. Inicialmente conocemos a los señores Smith, los dueños de la casa, una típica pareja burguesa. Ella, Adriana Ozores, se muestra segura y dominadora de una situación que ella pone en movimiento con una retahíla de insulseces sobre la cena; mientras, su marido, Joaquín Climent, resulta muy convincente en su pose llena de displicencia. La verdad es que su parte sobre Bobby Watson exprime al máximo el humor insensato de Ionesco. Igual que cuando irrumpen los Martin con su ristra de casualidades. El señor es Fernando Tejero y vuelve a demostrar —como ya hizo en Atchúusss!!!— su vis cómica desde la más imperante seriedad; mientras que la señora, Carmen Ruiz, me parece idónea en su rictus, casi robótico, apuntalando la retranca de la circunstancia. El papel de Mary, la sirvienta, se me antoja, por momentos, inconsecuente con el ritmo que se establece desde el principio y hasta resulta demasiado explicativo. Desde luego, Helena Lanza está magnífica y sabe aprovechar su oportunidad. Rompe, aún más, la desestructura de la obra, la llegada de Javier Pereira, un tipo con encanto, con cierta inocencia en sus gestos, que interpreta a un capitán de bomberos huérfano de incendios. Luis Luque ha realizado un espléndido trabajo con esta propuesta, ha sabido dotarla del atractivo necesario para que suene renovada. El público aplaude, no abandona molesto la platea, la cantante calva no hace acto de presencia. Ya no es para tanto y, quizás, lo paradójico de este espectáculo divertido y compacto es que nos recuerda que nuestro lenguaje común, de memes, de chistacos, de sketches youtube, de publicidad incomprensible, de tuits brumosos, se ha absurdizado o nosotros somos más absurdos o es que ya lo damos todo por perdido. Menos mal que ahora ha llegado la poscensura.
Autor: Eugène Ionesco
Traducción y versión: Natalia Menéndez
Dirección: Luis Luque
Intérpretes: Adriana Ozores, Fernando Tejero, Joaquín Climent, Carmen Ruiz, Javier Pereira y Helena Lanza
Música original: Luis Miguel Cobo
Diseño de escenografía: Monica Boromello
Diseño de iluminación y vídeo: Felipe Ramos
Diseño de vestuario: Almudena Rodríguez Huertas
Diseño de peluquería y maquillaje: Lola Gómez
Ayudante de dirección: Álvaro Lizarrondo
Productor: Jesús Cimarro
Una coproducción de Pentación Espectáculos y Teatro Español
Teatro Español (Madrid)
Hasta el 11 de junio de 2017
Calificación: ♦♦♦
Texto publicado originalmente en El Pulso.
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