Blackbird

Irene Escolar y José Luis Torrijos interpretan este drama de abusos sexuales en un montaje con sobresaliente factura escenográfica

Foto de Vanesa Rabade

Resulta ya pesado encontrarse con propuestas teatrales que caen premeditadamente en el gran error de toda creación cinematográfica, narrativa o dramática: contar, contar explicando aquello que se debería evidenciar a través de la vivencia, de la representación, del acontecimiento. Ante todo hay que mostrar, que para eso dispones de un lenguaje visual. El texto de David Harrower no es más que un remedo convencional sobre esas historias de abusos sexuales que trufan la parrilla televisiva, las páginas de sucesos y las redes sociales. Está construido sin la capacidad de transmitir el auténtico sentir de los protagonistas, más bien el dramaturgo adopta el papel del cronista, del periodista que nos quiere revelar todos los datos del caso. Esta obra se centra en el reencuentro entre la víctima y su abusador; se basa fundamentalmente en novelar lo que ocurrió, con tanto detalle que podríamos cerrar los ojos a esperar que la protagonista nos desmenuce la historia, en un falseamiento pavoroso de la memoria —después de quince años se nos narran las vivencias de una niña de doce años como si entonces fuera una adulta capaz de atenazar cada uno de los sucesos. Los tres actos están absolutamente marcados. Nos encontramos en una sala de personal dentro de una empresa, unos cuantos sillones, una taquilla, una máquina de agua y algo de suciedad. Una ha acudido a ver a Ray, este abusó sexualmente de ella hace quince años cuando la chica contaba con doce. En la primera parte van a calentar motores, a sentar posiciones. Una va a lanzar acusaciones paulatinamente, mientras Ray va a procurar defenderse arguyendo que desde luego él no es un pederasta, que no tiene esas inclinaciones y que sencillamente se vio muy atraído por la hija de sus vecinos, y que no pudo parar y que al final se acostó con ella; sin que todavía pueda justificar cómo pudo caer en la tentación. La discusión se extiende durante bastante tiempo. Los intercambios de frases se van modulando hasta lograr picos de gran intensidad. Por si no nos había quedado claro lo que pasó hace tres lustros, la actriz desciende a una zona del escenario donde se ha montado una especie de maqueta enorme del pueblo donde se produjo el encuentro sexual. Micrófono en mano se nos va detallando la peripecia. Si nos fijamos en la versión fílmica de Benedict Andrews, titulada Una (2016), con Rooney Mara en el papel principal, podemos observar cómo se recurre al flashback, a la recreación de aquello que aquí se nos usurpa. Tampoco parece muy razonable que Ray cante Angels, el popular tema de Robbie Williams, en una deriva sentimentaloide que mejora cuando ambos inician una especie de danza en la que parecen sumirse en otras coordenadas espaciotemporales, donde las leyes y la moral se juegan con otras cartas. El desenlace se mantiene en los consabidos síndromes de Estocolmo y otros trastornos que tampoco aportan incursiones artísticas que nos aproximen a otros abismos. Irene Escolar se pone al frente de esta obra para interpretar a Una; como estupenda actriz que es, tan entregada y pasional, vuelve a ofrecer una enérgica actuación, aunque sería preferible, sobre todo, en el primer acto, que bajara las revoluciones; quizás empiece demasiado arriba. Su rival es José Luis Torrijo, quien redondea con finura cada uno de los matices de su personaje haciéndolo francamente creíble. Ambos logran aportarle entereza y sintonía a lo que nos intentan transmitir; sus diálogos, su flirteo soterrado y su ahogada pulsión engrandecen el argumento. Como así también ocurre con la escenografía. Este es uno de los mejores trabajos de Monica Boromello, quien ha sabido trabajar con diferentes planos de realidad, situando distintos niveles en el escenario que traslucen símbolos, como el suelo lleno de basura o ellos como gigantes sobre una ciudad en miniatura. David Picazo ha diseñado una iluminación propicia para los diferentes estadios de la obra, aunque no me parecen acertadas las luces durante la coreografía; no resulta suficientemente vistoso, no se generan bastantes escorzos. En la estetización y en la configuración de este montaje tan atractivo visualmente, funcionan con coherencia el prólogo y el epílogo grabados en vídeo, y presentados como si estuviéramos asistiendo a una proyección cinematográfica. Es evidente que la Lolita de Nabokov, tal como recuerda la directora, está presente. Aunque al tema se le hayan dado vueltas y más vueltas —algunas tremendamente impactantes como Hard Candy— debemos recordar que la novela no solo ha permanecido en el canon por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. En ella nos inmiscuimos en la duda y en la zozobra de un hombre al borde del precipicio; esa duda que nosotros mismos deberíamos percibir y que nos debería llevar a sentir su ansiedad o su quebranto moral tanto como él. Eso no ocurre con Blackbird, donde nosotros lo percibimos a gran distancia, como un relato trazado más para que se prenda el enfrentamiento a lo Mamet, como en Oleanna; pero sin la emoción de unos seres que cruzaron una frontera sin retorno. En definitiva, este espectáculo, que dirige Carlota Ferrer con pujanza, posee una excelente factura, una gran fachada, unas interpretaciones más que solventes; pero todo ello no es suficiente para elevar un texto que reduce a los espectadores a meros contempladores de una historia a la que apenas se le puede meter mano.

Blackbird

Autor: David Harrower

Traducción y dramaturgia: José Manuel Mora

Dirección: Carlota Ferrer

Intérpretes: Irene Escolar y José Luis Torrijo

Diseño de escenografía: Mónica Boromello

Diseño de vestuario: Ana López Cobos

Diseño de iluminación: David Picazo

Diseño de espacio sonoro: Sandra Vicente (Studio 340)

Audiovisuales: Jaime Dezcallar

Ayudante de dirección: Enrique Sastre

Ayudante de escenografía: Miguel Delgado

Ayudante de vestuario: Sonia Capilla

Director de fotografía: Fran León Velasquez

Montaje y color: Daniel Aránega

Fotografía: Vanessa Rábade

Diseño gráfico: Patricia Portela

Asistente de dirección: Lucía Díaz-Tejeiro

Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada

Productor ejecutivo: Pablo Ramos Escola

Una coproducción del: XXXIV Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid y El Pavón Teatro Kamikaze

El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid)

Hasta el 7 de mayo de 2017

Calificación: ♦♦♦

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