César Oliva versiona el ya clásico de Fernán Gómez treinta y cinco años después de su estreno

Se da una paradoja con el famoso texto de Fernando Fernán Gómez y es que resulta, seguramente, la obra más leída en los institutos. Lecturas en clase, con la participación de los alumnos y con una clara aprobación por su parte. Algo posee este drama que todavía los motiva. Digamos que funciona como actividad de corte literario. La paradoja, digo, es que se recorte para —como dice el director— «adecuarla a horarios más dúctiles y contemporáneos», cuando precisamente está demostrado su éxito. Con la exposición sobre Gloria Fuertes —poeta que aún se recita en los colegios— en el mismo Centro de la Villa, uno se ve dejando atrás, con resistencia, una época. Hoy, Las bicicletas son para el verano puede ser el último reducto, el último hilo que conecta a la juventud española con la guerra civil; puede ser el momento en el que más tratan, de forma vitalista y emotiva, el conflicto. Tómese esto como referencia, como la medida de la conciencia que se tiene de aquello. Así están las cosas. Esta obra de teatro no es, por lo tanto, un complemento, una ilustración, una experiencia estética, sino una lección de historia. Para lo bueno y para lo malo. Por eso, insisto, me parece una lástima que «no se pueda» montar una función de mayor vuelo, con sus casi tres horas y con una observación por los detalles que nos congratule.
Entre la cotidianidad y el costumbrismo, la realidad expuesta como un devenir que se acepta paulatinamente, como si un cambio de tal trascendencia no fuera un acontecimiento tan sorpresivo, contemplamos la guerra al completo a través de una familia progresista, de clase media, aunque no lo bastante politizada. Solo parece don Luis, el único que se mantiene más en contacto con los tejemanejes políticos; el resto parece vivir al ritmo de la radio, de un parte que asusta inicialmente y que luego se sigue como una concatenación de episodios. Los constantes toques de humor, las críticas socarronas a los vecinos, la ingenuidad del protagonista con sus amoríos y sus versos, enganchan al público más allá de la tragedia, máxime cuando es complicado definir una trama que vertebre el texto y que supere a la catástrofe exterior que va penetrando en los modos y maneras de aquellas gentes. Luisito, un Álvaro Fontalba espontáneo y vivaracho, con un redondeamiento constante de su personaje, protagoniza la obra. Símbolo de la mejora social, un muchacho que va a tener más estudios que sus padres, que aspira a ir a la universidad y que lleva en sí el runrún de la literatura, reclama su bicicleta para el verano, para ser como sus amigos, para disfrutar en ese ambiente particular de prosperidad hasta que todo queda en suspenso (también aprovecha para ilustrarse sexualmente con la criada, un carácter paradigmático de la decadencia del matrimonio para el que trabaja y que María Beresaluze asume pertinazmente). Su padre es encarnado por Patxi Freytez, un actor que se echa a los hombros toda la función y que le da un toque de melancolía extraordinario. Entre ambos se establece una relación hermosa de complicidad y de esperanza que se transmite en todo momento. El resto de los personajes, algo menos marcados, se ven arrastrados dramatúrgicamente por aquellos dos. Siquiera la madre, doña Dolores, nos sirve de elemento transicional entre el ámbito femenino con las vecinas y su propio hogar en descomposición; ella es interpretada por Llum Barrera y patentiza perfectamente la desilusión que se adentra en su cuerpo según transcurren los años. Su hija, Manolita, una joven decidida y echada para adelante que Teresa Ases lleva con soltura y que nos aproxima al mundo de la farándula. Ofrece Esperanza Elipe buen tono a doña Antonia, esa vecina algo pesada y habladora que se angustia por el futuro de su hijo, Julito, aquel muchacho atontolinado que Agustín Otón interpreta con gracia y que es la excusa perfecta para atemperar el drama. La reducción de personajes se percibe cuando se necesita ver un abanico mayor de perspectivas sobre el conflicto, aunque es contrarrestado por un dinamismo que viene favorecido por la escenografía de Francisco Leal; este juega fundamentalmente con los muebles, que van de acá para allá configurando estancias y hasta el sótano, donde se escenifica la pesadumbre. La iluminación de Jesús Palazón carga las tintas en la negrura, aunque, quizás, al principio, para favorecer el contraste, hubiera sido deseable más claridad; aun así es un buen trabajo. También la labor de Berta Graset con el vestuario es lo suficientemente sólida como para que el montaje sea creíble.
César Oliva dirige con sabiduría esta propuesta, limpia y sobria, que, aunque podría ser mucho más ambiciosa, cumple con su cometido, y estoy seguro de que tendrá el beneplácito del público.
Las bicicletas son para el verano
Autor: Fernando Fernán Gómez
Director: César Oliva
Reparto: Llum Barrera, Patxi Freytez, Esperanza Elipe, Álvaro Fontalba, Teresa Ases, Agustín Otón, María Beresaluze, Adrián Labrador, Ana Caso y Lola Escribano
Escenografía: Francisco Leal
Diseño de iluminación: Jesús Palazón
Dirección técnica: José Antonio Jiménez
Ayudante de dirección: Juan Carlos Mestre
Técnico de iluminación: Juan de Dios López
Diseño de vestuario: Berta Graset
Ayudante de vestuario: Nuria Arias
Diseño gráfico: Sergio Rubio
Espacio sonoro: Javier Almela
Comunicación y prensa: Josi Cortés
Asistente de movimiento: Raquel Jiménez
Peluquería: María Verdes
Producción ejecutiva: Juan Pedro Campoy, Cristina Alcázar y José Antonio Jiménez
Distribución: DosHermanasCatorce
Teatro Fernán Gómez (Madrid)
Hasta el 30 de abril de 2017
Calificación: ♦♦♦
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Un comentario en “Las bicicletas son para el verano”