El ciclo de novelas sobre la Guerra Civil de Max Aub encuentra una versión teatral que recoge todas sus esencias

A la hora de llevar a las tablas un ciclo tan extenso como este que nos concita en el que Max Aub a través de seis novelas (de longitudes diversas) y otros cuentos y piezas breves en los que quiso revelar su visión de la Guerra Civil, no creo que sea necesario exigir una fidelidad respecto al relato. En este caso lo más importante es recoger el espíritu, la atmósfera que se nos quiere trasladar desde el terreno de los perdedores de los que, como escritor comprometido con la izquierda (muy crítico luego), se sentía deudor. La versión de José Ramón Fernández podría haber tenido muchos recorridos posibles, pero desde luego no hubiera valido cualquiera. La función que nos ofrecen en el Teatro Valle-Inclán condensa y amalgama las sensaciones de la desesperación, el arrojo y la claudicación con verdadera consistencia. Esto que por un lado nos puede fascinar en cuanto que nos compromete y nos reclama hacia esa historia de nuestra historia ya cada vez más lejana; por otra parte, nos mantiene en una distancia prudencial debido, y esta quizá sea la única gran pega que se le puede poner a este espectáculo, a la falta de unos protagonistas más concretos, más redondos, con los que pudiéramos profundizar no ya solo en el evento, sino en las entrañas personales de algún individuo peculiar. En definitiva, la disolución que se produce ante lo grupal. Todo ello no evita que podamos trazar un línea argumental sobre una compañía de teatro que desde Valencia se propone viajar a Madrid en plena guerra, con entusiasmo y desconcierto a partes iguales. Cuando al principio, en una especie de pequeño caos, se van presentando cada uno de los personajes como si fueran unos apartes absolutamente integrados en la marcha de la acción, sentimos que son epitafios vivientes, anunciadores de su propia muerte, futuros fantasmas en un campo de ceniza y pólvora. Aquellos espectros se muestran con pasión desde el primer instante, aunque luego los diversos avatares les traigan angustia y pérdida; ahí tenemos a la pareja de enamorados formada por Javier Carramiñana, que combina impulsividad con astucia, y por Macarena Sanz, que vuelve a demostrar hasta dónde se puede llegar con esa expresividad tan llena de ternura, su Asunción Meliá es de los personajes más redondos de la obra. El elenco alcanza los quince componentes y se puede afirmar que en conjunto el trabajo logra una calidad muy estimable. Algunos se llevan papeles con los que uno se puede lucir más actoralmente, como Chema Adeva, que transmite verdad a través de Julián Templado, que debe adaptarse con gran inteligencia a una situación de fragor ambivalente; además, conecta cínicamente con la erotizada prostituta que interpreta con descaro María José del Valle. A varios de ellos ya los pudimos ver hace bien poco en Vida de Galileo, como a alguno de los nombrados o a otros como Paco Déniz, que vuelve a imprimirle poder a los múltiples personajes de los que se hace cargo o como Borja Luna, muy cautivador, o Pepa Zaragoza, que se muestra muy sentida en la piel de Josefina Camargo. La presencia de Alfonso Torregrosa se torna inquietante con esa mirada tan temible. En definitiva, una conjunción sobresaliente. De este espectáculo de El laberinto mágico, Ernesto Caballero ha vuelto a recurrir al negro, a forzar los ángulos de luz ─el trabajo de Ion Anibal está lleno de maestría─, parece que aquellos desdichados individuos viven en un constante interrogatorio; a dejar que las sombras abran un espacio que se extiende hasta el horizonte y que fuerza con elementos, a veces muy básicos, la imaginación. La escenografía corre a cargo de Monica Boromello, y hay que afirmar rotundamente que aquí se ha lucido y que ha encontrado una clave formidable con ese suelo ceniciento y las trincheras a los lados. Todo parece sencillo, pero tiene el poder de reclamarnos al encuentro de todas esas almas corriendo por la historia con la sentencia de muerte cogida en los tobillos. El director ha logrado un ritmo cinematográfico; los actores salen y entran, se montan el cuadro con recursos nimios, a tal velocidad que parece que uno va metido en una corriente. Igual nos colamos en un camerino donde Ione Irazabal, haciendo de Teresa Guerrero, esconde ciertos secretos o nos encontramos en el muelle donde cada uno de ellos se agarra a la maleta con una colección de emociones encontradas. Este ritmo, este tiempo y estos espacios vienen acompasados por la música de Javier Coble y Paco Casas que, en directo, nos trasladan los colores que apenas se pueden distinguir entre tanta negrura. Hace unos meses se ponía en cartel De algún tiempo a esta parte, un monólogo de Max Aub con lógicas concomitancias con El laberinto mágico. Aunque el protagonismo coral nos disuada de introducirnos en la psicología de algunos personajes, la función es visualmente esplendorosa y la compactación de las escenas nos ofrece una versión que nos cala en lo esencial.
Autor: Max Aub
Versión: José Ramón Fernández
Dirección: Ernesto Caballero
Reparto: Chema Adeva, Javier Carramiñana, Paco Celdrán, Bruno Ciordia, Paco Déniz, Ione Irazabal, Borja Luna, Paco Ochoa, Paloma de Pablo, Marisol Rolandi, Macarena Sanz, Alfonso Torregrosa, Mikele Urroz, María José del Valle y Pepa Zaragoza
Músicos: Paco Casas y Javier Coble
Escenografía y vestuario: Monica Boromello
Iluminación: Ion Anibal
Música y espacio sonoro: Javier Coble
Diseño de cartel: Isidro Ferrer
Fotos: marcosGpunto
Producción: Centro Dramático Nacional
Teatro Valle-Inclán (Madrid)
Hasta el 10 de julio de 2016
Calificación: ♦♦♦♦♦
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