Un montaje que plasma, con un cuestionable discurso, la violación de una mujer y sus derivas socioculturales
Poco tiene que ver a la postre el cuento popular escrito por Giambattista Basile en el siglo XVII, titulado «Sol, Luna y Talía», donde esta última es violada por un rey, con «La bella durmiente». La dramaturga Rakel Camacho ha querido aunar en un mismo espectáculo, la recreación cruenta y evidente de aquella historia —nada que ver con aquella de los hermanos Grimm— con elementos contemporáneos sobre violaciones y cuestiones diversas sobre el sexo masculino. Digamos que la adaptación se consume en la primera media hora. En esta asistimos a un brutal acto de aparente necrofilia (si aceptamos que el estado de la protagonista va más allá del sueño), próximo a la pornografía, donde Trigo Gómez, un príncipe azul que va de picnic por el campo, se ensaña sobremanera con la chica. Es una escena potente que me trajo a la memoria aquella de Hard Candy, a la que, además, le unen ciertos paralelismos. Si lo extrapolamos a nuestra situación actual, lo podemos relacionar perfectamente, con esos casos de abuso mediante la aplicación de drogas como la burundanga. Poco queda después de este episodio «metódico» y clarividente. El cuento se resuelve en un pispás, aprovechando unas proyecciones en vídeo que simulan la incineración de la reina, para que el rey se pueda quedar con la renacida Talía, hija de dos pequeñuelos: Soy y Luna (dos peces en una pecera). Si el cuento es corto, más se acorta aquí. A partir de este momento, lo dramatúrgico pasa a lo performativo, al collage, al desbarajuste de texto y de imágenes, de proclamas y soflamas. La autora implosiona su propia creación de forma descontrolada mediante un ejercicio de simplismo sobre el tema del machismo. Lo más sobresaliente, por burdo, es enchufarnos una canción de reguetón titulada «Eso en 4 no se ve», de Ñejo y Dálmata (pura poesía). Un atentado contra la moral, el gusto y la razón. En ella podemos escuchar: «Esta medio gordita, pero chupa chévere» o «me clavo las feas los sábados por la noche». Se supone que tenemos que considerarlo un ejemplo emblemático. A esto se añaden frases como: «Todos los países son machistas», o alusiones a Las metamorfosis de Ovidio, para sacar a relucir lo abusador que era Zeus (y otros dioses) con las mujeres o una especie de demostración sobre lo terrible que resulta el pene (escenificado con arcilla) como arma penetradora (el catastrófico trance de la penetración). Un chascarrillo biopolítico que mantiene al bando femenino sin el más mínimo alegato positivo acerca del amor, la atracción sexual, el erotismo, el cariño y el entendimiento que se da, en general, en las parejas heterosexuales. En el mundo del patriarcado que todo lo impregna, los hombres se dedican al acoso y al rellenado de agujeros, mientras que ellas sufren —desde la asexualidad, supongo— el tormento de vivir. Además, los personajes, absolutamente desfigurados, van ejecutando acciones de diversa índole, como comer salchichas katana en mano y, a la vez, soltar algún chiste machista. Se remata la jugada con el discurso del príncipe, esta vez vistiendo una camiseta sobre San Fermín (de alguna manera se quiere aludir a la violación grupal del año pasado), para declarar abiertamente que los hombres somos violadores por naturaleza, está en nuestra condición y no hay remedio; ante lo que pide perdón. El epílogo incide aún más en todo este descalabro con un escrito acerca de la simplona defensa sobre la libertad de vestuario de las féminas. No hay debate, ni argumentación, ni tampoco es la forma teatral más efectiva. Es una sarta de falacias que dan como resultado una conclusión desesperanzadora, no sé si la castración química sistemática pudiera traernos más sosiego. La donna immobile, gran título, al que no le falta el acompañamiento musical de Pavarotti, con aquello de que «la mujer es cambiante cual pluma al viento, cambia de palabra y de pensamiento»; podría habernos deparado una función sorprendente si hubiera continuado en la línea inicial. Asimismo, el elenco demuestra sus grandes dotes. Trigo Gómez se emplea a fondo y traza un arco interpretativo que va del frío depredador sexual al cándido corderito arrepentido; mientras que Rakel Camacho, quien posee unos papeles algo más secundarios, cumple con el atinado apuntalamiento de las secuencias. Consideración especial se le debe dar a Rebeca Matellán, quien se muestra pletórica, con un esfuerzo físico considerable y con una entereza extraordinaria, brilla de principio a fin y ofrece una seguridad escénica envidiable. El trío se mueve en una escenografía trufada de animales y de animalizaciones (uso constante de máscaras), una selva donde el macho es un carroñero más de esa fauna de tigres, leones y dinosaurios. En definitiva, prefiero quedarme con el despliegue esencialmente dramático del comienzo y desestimar el resto, porque intelectualmente es insostenible, y hasta contraproducente tanto en lo teatral como en lo político y moral. El arte debe ir más allá del eslogan callejero y de unos sesgos que nublan la complejidad de nuestro mundo presente.
Texto original: Giambattista Basile (Sol, Luna y Talía)
Dramaturgia y dirección: Rakel Camacho
Reparto: Rebeca Matellán, Trigo Gómez y Rakel Camacho
Ayudante de dirección: Helena Soria
Espacio sonoro y músico en escena: Julián Sanz (Erizonte)
Coreografía y movimiento: Patricia Torrero (Arrieritos Danza)
Katana: Javier Lillo y Álvaro Chicharro
Audiovisuales: Sebastián Flores
Espacio escénico: Ana Montes de Miguel
Vestuario: Fila Cero Sastrería y La Intemerata
Cartel: Teresa Matellán
Iluminación: Mariano Polo
Colaboraciones dramatúrgicas: María Folguera, Álvaro Vicente, Dolores Garayalde y Angie Martín
Producción: La Intemerata Teatro
Nave 73 (Madrid)
Hasta el 20 de julio de 2017
Calificación: ♦♦
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Un comentario en “La donna immobile”